Empiezo a estar harto de este discurso piadoso según el cual los americanos—más concretamente, el dúo Trump-Musk—han supuestamente perdido el norte y actúan solo por intereses económicos, mientras nosotros, los europeos, nos presentamos como el último bastión de la civilización y la moral. Pero que ahora nos tenemos que armar hasta los dientes para defender nuestro “cielo en la tierra”. Me parece un discurso perverso y que, además, alimenta el cinismo, ya que las narrativas y las prácticas son incongruentes.
Ayer mismo leía en El Salto el caso de un ucraniano sin techo en Valencia, multado con más de 200 euros por hurtar un zumo y dos paquetes de fideos de un Mercadona. Al mismo tiempo, la Comisión Europea establece el “Plan de Rearme”, por el cual se han de invertir 800.000 millones de euros en la industria militar. Todo esto se está haciendo sin ningún debate. Sin ir más lejos, 911 millones del Fondo de Contingencia. Entiendo que esto es así porque nuestro Gobierno bien sobreentiende que todos estamos de acuerdo, o porque, como viene siendo cada vez más frecuente, se trata de una decisión técnica (basada en juicios expertos y en la que no hay nada que someter a discusión).
Ahora bien, ya que tanto en EEUU como en Europa, los Estados han sido reconvertidos en extensiones del mercado (o, como decía el historiador argentino Ignacio Lewkowicz, “destituidos”), creo que es legítimo preguntarse a qué intereses responde este rearme. ¿Es Rusia, tras tres años de guerra y desgaste, una amenaza real? Si es así, ¿por qué la Comisión no ha activado un mecanismo similar frente a una amenaza tan urgente como el cambio climático? ¿Por qué este doble rasero? ¿No será todo esto una excusa para aumentar la vigilancia, la coerción y la adhesión incondicional a las autoridades? Si defender España/Europa implica sacrificar el estatuto de persona libre y autónoma, ¿qué estamos defendiendo entonces?
Escribiendo todo esto, me ha venido a la cabeza el artículo de Amador Fernández-Savater en Lobo Suelto!, titulado Obediencia o Fin del Mundo, donde introduce la idea de «poder disuasivo». Para Amador, la disuasión se funda en el terror a una catástrofe, otorgando al poder una licencia sin límites para intervenir sobre sus aterrorizados ciudadanos. En definitiva, se trata de intercambiar protección por una sumisión absoluta:
El poder disuasivo no postula un orden, sino que gestiona permanentemente el desorden (y no lo oculta). […] Sin horizonte positivo ni propuesta de paraíso, el poder disuasivo sólo nos ofrece una posibilidad de supervivencia. No una vida mejor, sino vivir a secas. Ninguna solución definitiva, sólo la contención del desastre, ganar tiempo. No alcanzar el Bien, sino evitar el Mal. Ningún sueño, sólo impedir la pesadilla. La esperanza queda borrada; lo posible es la catástrofe. Desaparece toda oferta seductora hacia el deseo y sólo queda el miedo. El poder disuasivo no promete nada, sólo exhibe la amenaza.
Francamente, creo que una escalada armamentística es un error y quién sabe si un punto de no retorno. Abre un círculo vicioso, un juego perverso que—evocando el teorema de Ginsberg—ni puedes ganar, ni puedes empatar, ni puedes abandonar.
Volviendo al comienzo: si, como todo indica, nos encaminamos a una nueva guerra, mi propuesta para distanciarnos de los americanos y alcanzar cierta coherencia entre discurso y práctica es la siguiente: que, en los combates, los grandes directivos de las empresas marchen en primera fila, varios metros por delante del resto, como hacían algunas tribus amerindias. Si esto ocurre, quizá me crea eso de la excepcionalidad europea. Mientras tanto, me reservo el derecho a mantener una distancia prudente de la posición oficialista.
José Luis Estévez. Sociólogo. Universidad de Helsinki.
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