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Voto, territorio y política en el pulso de lo común

Elecciones departamentales: Uruguay desde abajo

Fuentes: Rebelión

Del corazón en la izquierda a la coherencia en los márgenes: cada baldosa cuenta

El próximo domingo 11 de mayo, Uruguay volverá a entretejer su destino con los hilos impredecibles y caprichosos de las urnas, con la sutileza de quien reescribe, voto a voto, el contrato social que regula la convivencia desde lo más cercano: en la ciudad, en el barrio, en la cuadra, en la vida compartida. Las elecciones departamentales y municipales no son apenas la escala menor del poder, sino su raíz más vital o, inversamente, su fisura más silenciosa, su herida más latente. Expresa la política en su curso de cercanía. En esta suerte de plebiscito de la proximidad, donde se eligen 19 intendencias, 589 ediles, 136 alcaldías y 544 concejalías, en total 1.288 cargos (rentados solo los ejecutivos, intendentes y alcaldes, formalmente honorarios el resto, aunque con algunas licencias tan discutibles como desiguales) no sólo se pone en disputa la gestión territorial del quinquenio, sino algo más hondo y decisivo: el vínculo entre la política y la ciudadanía, entre la representación y la experiencia cotidiana, entre el Frente Amplio y su sentido histórico. No fue solo el Frente Amplio quien impulsó la descentralización institucional al crear los municipios y sus gobiernos de cercanía: fue también quien supo entramar una arquitectura política donde la territorialidad no es apenas geografía, sino forma de organización viva. Su estructura se apoya en la coalición heterogénea de sectores políticos diversos en un amplio arco izquierdo-progresista, en tanto convergencia articulada y una red de base militante que se despliega barrio a barrio, calle a calle, con vocación de diálogo y presencia. En ocasiones, como tuve oportunidad de conocer en el Comité Amanda González de San Carlos con una potencia motriz locomotora. Una trama que no reposa, al menos exclusivamente, en el carisma individual ni en la intermediación clientelista, ni se agota en el eco efímero de la propaganda. Frente a los partidos tradicionales, enraizados aún en lógicas caudillistas, mediáticas o de broadcasting, partidos de electores en ocasiones unificados por la ambición de cargos, el Frente Amplio sostiene una praxis contracultural contraria a las tendencias dominantes del escenario global, donde el marketing, particularmente en las redes, ha colonizado la política, fertilizando el auge de las derechas conservadoras y sus versiones más extremas.

Pero esa disputa electoral se inscribe en una arquitectura institucional estrictamente unitaria, monocéntrica: en Uruguay, el poder político no se fragmenta ni reparte, sino que emana como un pulso único y constante, desde un único vértice de soberanía, el corazón indiviso del Estado que actúa a través de sus agentes y representantes locales, ya sean delegados o electos. No hay autonomías territoriales ni pluralidad constitucional, ni esferas concurrentes de poder: hay descentralización administrativa, pero no federación. Por eso, incluso lo que parece local es nacional; incluso lo vecinal tiene resonancia estatal. Lo que se dirime este domingo, aun en sus retazos dispersos de ciudadanía, es el modo en que se habita y se ejerce el poder en el cuerpo entero de la República. Uruguay no conoce más que una soberanía indivisible. Sin embargo, aún con esta estructura, no por azar, la descentralización vigente, la existencia de municipios, solo fue posible, como ya sostuve, por la iniciativa e implementación del gobierno frentista.

A primera vista, la magnitud de la oferta electoral asombra por su vastedad, impresiona por su desmesura: más de mil cargos en disputa -entre intendencias, juntas departamentales, alcaldías y concejos municipales- para un país de tan acotado padrón que no supera los tres millones y medio de ciudadanos electores. Pero esa cifra, ya de por sí significativa, se multiplica si se considera que cada titular cuenta con varios suplentes, y que la estructura electoral admite, al amparo aún vigente, aunque erosionado, del resabio institucional de la ley de lemas, una proliferación casi exponencial de candidaturas y listas. Esta arquitectura política, produce un espejismo multicolor que disfraza la paleta única de sus contenidos, donde la diversidad puede enmascarar una monocromía programática, o incluso una concertación de facto entre partidos tradicionales. A ello se suma una paradoja demográfica que trastoca la escala institucional, anomalía censal con efectos constitutivos: el 66% de la población reside en tan solo dos departamentos, Montevideo y su periferia en Canelones, lo que imprime una inevitable desproporcionalidad entre el peso poblacional y la fragmentación político-territorial, donde departamentos casi vacíos en términos demográficos resultan privilegiados por un igualitarismo cartográfico que desoye la densidad ciudadana.

Tras la recuperación del gobierno nacional en las elecciones de octubre, con la victoria de Yamandú Orsi, esta estación decisiva en el itinerario cívico, pone a prueba no sólo la potencia territorial del Frente Amplio, sino su coherencia entre discurso y práctica, entre lo nacional y lo local, entre la torre ejecutiva y la baldosa de la esquina. Allí donde las grandes decisiones estructurales se diseñan desde la Presidencia y el Parlamento, las elecciones subnacionales devuelven la política a su escala más palpable. ¿Quién limpia la calle, organiza parques y saneamiento, decide el presupuesto del alumbrado o del deporte barrial? ¿Quién representa los anhelos mínimos de una vida digna en los márgenes del mapa, donde la nación respira a ras del suelo? No se trata de cargos menores sino de trincheras esenciales para toda construcción popular. Y sin embargo, el riesgo que acecha no proviene sólo de las coaliciones adversarias: también brota del interior mismo del Frente cuando sus liderazgos se desconectan del territorio, cuando la lógica de partido reemplaza a la lógica de comunidad, y la táctica electoral desplaza la pedagogía política del compromiso. Gobernar desde abajo no es una consigna, es una práctica, y se cultiva en el contacto directo, en la escucha cotidiana, en la capilaridad organizativa que supo ser distintivo del FA, que comenzó a desvanecerse cuando su savia dejó de circular, hoy en recuperación intensiva. Es una oportunidad de devolver a la gente la capacidad de decidir y realizar. Toda demanda necesita voz para no quedar muda en la mesa del poder, por lo que es indispensable estimular además la existencia y representación de los movimientos sociales (barriales, de vivienda, obreros, ecológicos, de género, etc).

Pero el riesgo no es sólo externo. El Frente Amplio llega a esta elección con desafíos internos profundos: el vaciamiento progresivo de su militancia territorial a manos de los sectores, la profesionalización de sus cuadros, a veces más técnicos que militantes, el desgaste de su pedagogía política. Allí donde la derecha ensaya concertaciones oportunistas, el FA debe ofrecer raíces, no eslóganes; vínculos, no marketing, organización, no oportunismo. ¿Podrá revertir la tendencia que en ciclos anteriores lo vio perder municipios incluso donde ganaba departamentos? ¿Podrá resistir el avance de la derecha no solo en votos, sino en el modelo de ciudadanía que propone: un elector pasivo, interpelado cada cinco años, reducido al botón del voto, silenciado entre elecciones, pero excluido del cotidiano ejercicio del poder?

Se ha insistido, con razón, en la excepcionalidad ética de José “Pepe” Mujica, cuya vida austera contrasta con la opulencia que suele alfombrar los pasillos del poder, la exaltación cortesana tan opuesta al polvo de la calle. Pero sería injusto, e incluso funcional a ciertos estigmas como el mito útil y cómodo de la excepción solitaria, que exonera al resto del compromiso ya que no es una rareza dentro del Frente Amplio. No conozco a todos los dirigentes que hoy se postulan ni a todos los que han ocupado cargos ejecutivos, legislativos o de delicado engranaje de la confianza ministerial, pero sí conozco a varios cuya trayectoria desmiente cualquier intento de asimilarlos al privilegio o al usufructo personal con la gestión pública. En todos los casos que me son cercanos, he visto más bien una coherencia obstinada, una suerte de línea recta que no se curva ante la tentación: quienes llegaron al cargo no modificaron sustancialmente sus condiciones materiales de vida después de ejercerlo. El ejemplo del ex intendente de Maldonado, Óscar de los Santos, es particularmente elocuente: durante sus mandatos donó una parte significativa de su salario a un fondo específico que, lejos de diluirse en gastos partidarios o clientelares, se destinó a la Universidad de la República y permitió la creación de una sede del CURE, echando de este modo raíces en Maldonado. Sigue viviendo en su morada de siempre.

No creo que los intelectuales debamos refugiarnos en la asepsia del análisis cuando lo que está en juego son disyuntivas históricas. Describir sin posicionarse es, en ciertos contextos, una forma sutil de complicidad. Por eso no puedo ni quiero ocultar mi filiación frenteamplista, forjada desde el origen mismo de mi conciencia política. No soy ciudadano uruguayo ni tengo derecho al voto, pero sí el deber -y acaso el privilegio- de intentar incidir desde la palabra. Y desde esta columna, lo hago sin eufemismos: deseo, aliento y defiendo que se vote al Frente Amplio en cada rincón del país, en todos y cada uno de los departamentos donde aún late la posibilidad de una política con sentido colectivo.

La pervivencia parcial de ese resabio histórico que es la ley de lemas, aún resistente aunque carcomida, que configura, aún hoy, un escenario complejo y fascinante: en cada departamento, el Frente Amplio presenta diversas opciones, que oscilan entre la candidatura única en algún ejemplo y hasta tres postulaciones distintas a las intendencias, sin contaminar la multiplicidad aún mayor en alcaldías. Esa pluralidad abre un abanico de posibilidades inmenso, que lejos de debilitar, puede enriquecer la propuesta frenteamplista si se la vive como ejercicio democrático fraternal y no como fragmentación estéril. Y si se me permite abusar del modesto privilegio que otorga escribir en este medio, fantaseo que -conociéndolos personalmente- me encantaría poder votar a Javier Umpierrez en Lavalleja, al Flaco de los Santos en Maldonado, al Canario Pereira en San Carlos o a Silvana Ruggeri en Punta del Este. No porque pertenezcan a un mismo sector que me simpatice, sino por el contrario, porque en todos ellos reconozco una misma fibra ética y una entrega insobornable a lo colectivo, apuestas distintas unidas por la ética. Soy frenteamplista, pero independiente y espero no tener nunca que incorporarme a sector alguno, para disfrutar de la libertad de juicio y opinión, eludiendo los disciplinamientos conceptuales y dogmas residuales. Los une, en mi mirada, una coherencia de vida y de lucha que admiro, respeto y, por qué no decirlo, me conmueve. Pero más allá de esas cercanías afectivas, lo que me importa -lo único que verdaderamente me importa- es que en todos y cada uno de los departamentos de Uruguay triunfe el Frente Amplio. Lavalleja y Maldonado, por haber sido mis hogares más continuos, laten en mí con especial ternura. Y por eso, también, me implico.

Porque no se trata solo de elegir autoridades, sino de sostener un rumbo. De no soltar la mano tendida de un país que, aún en sus tropiezos, supo imaginarse más justo. Ojalá cada voto sea un gesto de memoria y porvenir, una forma de decir -aún sin decirlo- que vale la pena seguir creyendo en lo común, en lo compartido, en lo público. Que vale la pena, todavía, votar con el corazón en la izquierda.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.