Cuando Trump y Putin se reúnan en Hungría, veremos si realmente comparten ya el mismo plan, una “paz impuesta” que, aunque seguro utilizarán el concepto de “paz justa y duradera”, no tendrá nada de justa, aunque es posible que no quede otra opción
Desde que Trump asumió la presidencia, ha manifestado en varias ocasiones que, tarde o temprano, se pondría de acuerdo con Putin para terminar con la guerra de Ucrania, y por la vía de no suministrar más armamento al presidente Zelenski, cosa que ya ha empezado a hacer durante este año, al reducir substancialmente las entregas de armas, y obligarlo a aceptar que Rusia se quedaría con los territorios ya conquistados, con pequeñas variaciones, a cambio de que los países de la OTAN le garantizaran una seguridad para el futuro, sin entrar en la Alianza. Trump y Putin comparten muchas características, pues ambos son arrogantes, personalistas, autócratas, ególatras, autoritarios, manipuladores y desconocen la autocrítica. Este tipo de personajes, cuando están al mando de superpotencias militares, están condenados a entenderse, pues se admiran mutuamente, aunque sea en secreto y con vaivenes en sus declaraciones. El ministro ruso de Exteriores, Lavrov, que no está tan sujeto a estos corsés, en sus discursos siempre loa al presidente Trump, sea cual sea la coyuntura, lo que es una señal muy clara de que buscan un entendimiento para el caso de Ucrania. Cuando Trump y Putin se reúnan en Hungría, veremos si realmente comparten ya el mismo plan, una “paz impuesta” que, aunque seguro utilizarán el concepto de “paz justa y duradera”, no tendrá nada de justa, aunque es posible que no quede otra opción.
Durante este año, en varias ocasiones y la más reciente en este mes de octubre, tanto el presidente Zelenski como otros dirigentes políticos europeos han insistido en que, con ayuda externa, Ucrania podría ganar la guerra y recuperar los territorios anexionados por Rusia. Pero el viernes, en su visita a la Casa Blanca, además de no prometerle enviar misiles Tomahawk, Trump le dijo a Zelensky que tanto Rusia como Ucrania “debían detenerse como están” y poner fin a la guerra, congelando las líneas de batalla actuales y aceptando un cese de hostilidades a una guerra que ha podido costar la vida a unos 250.000 o 300.000 jóvenes de ambos bandos, aplicando una media de varias estimaciones realizadas al respecto, más que la guerra de Siria o Iraq, y próxima a la de Afganistán. Una verdadera carnicería, y que supone seis veces más que los muertos de las tropas estadounidenses en Vietnam. No hay que extrañarse, por tanto, que haya también unos 350.000 desertores entre los dos países.
En los últimos 35 años, en el mundo hemos tenido 62 guerras, esto es, conflictos armados de alta intensidad. El 35% de ellas terminaron con un acuerdo de paz, muchas veces imperfecto (recuerden los Balcanes), y evidentemente no incluyo el plan de 20 puntos de Trump para Gaza, que no es propiamente un acuerdo de paz, entre otros motivos porque no ha participado una de las partes, la palestina, y el conflicto está todavía muy activo para Israel. Otro 45% de las guerras están vigentes, se han desactivado o no están resueltas del todo, aunque no haya muertos en este momento. Nos queda el 20% restante, 12 guerras que han terminado por la victoria militar de una de las partes (Ruanda, Punjab, Perú, Angola, Costa de Marfil, Chad, Afganistán, Sri Lanka, Armenia/Azerbaiyán, segunda guerra de Chechenia, Israel/Palestina y Siria), que, aunque sea un porcentaje mucho menor que los acuerdos de paz alcanzados, es importante y está en alza desde hace unos años, pues van decreciendo los procesos de paz, mientras aumentan los que finalizan militarmente. Es una mala señal, pero los que nos dedicamos a promover acuerdos de paz, también tenemos la obligación de analizar los casos en que esto no ha sido posible. En este sentido, creo sinceramente que Ucrania no tiene la capacidad para reconquistar los territorios que Rusia se ha anexionado, por lo que continuar con la guerra de desgaste parece no tener sentido. Firmar un armisticio es la única forma realista de evitar que el conflicto se enquiste durante años, como ha sucedido en otros escenarios de “guerras congeladas”. Seguir enviando armas a Ucrania, sin otra perspectiva a la vista, solo perpetúa un conflicto que ya está perdido en términos estratégicos y humanitarios, y, además, prolongarlo acentúa el riesgo de un enfrentamiento directo OTAN-Rusia si se sigue escalando el conflicto. Mi posición se basa en el realismo político, pero sobre todo en el principio ético de evitar más muertes en una guerra que solo puede traer más dolor y muerte.
Creo que es importante tener en cuenta que el apoyo a la continuación incondicional de la guerra parece haber disminuido significativamente con el tiempo en Ucrania. La posición mayoritaria ha cambiado respecto a años anteriores y ahora es favorable a la negociación, en parte por el agotamiento, las pérdidas humanas y los costos económicos. En una encuesta de Gallup del mes de julio, el 69% de los ucranianos dijeron que preferían negociar un fin de la guerra lo antes posible, mientras que solo el 24% apoyaban continuar la lucha hasta la victoria, todo lo contrario de 2022. Moscú lo sabe, y de ahí que intensifique los ataques que afectan directamente a la población civil. Es una estrategia sumamente cruel y que va en contra de todas las normas del derecho internacional humanitario, pero tiene un efecto directo en el cambio de opinión de la población.
A finales de 2023, Rusia controlaba el 17,4% del territorio de Ucrania. Ahora ya es del 19%, y no parece que vaya a disminuir. Después de tres años y ocho meses de guerra, Estados Unidos y los países europeos ya han proporcionado ayuda militar a Ucrania por valor de 170.000 millones de euros, y Ucrania ha tenido que dedicar más de 120.000 millones de dólares para la guerra de su presupuesto nacional. En 2025, el 26,3% de su PIB va destinado a la guerra, una auténtica catástrofe económica, que se añade a las vidas humanas perdidas. En la última reunión de los ministros de Defensa de la OTAN, uno de los objetivos era que la mayoría de los países se adhirieran a la iniciativa de adquirir armas a Estados Unidos para Ucrania (PURL), un gran negocio para los estadounidenses, pero seguramente una catástrofe si eso contribuye a alargar una guerra que de momento no se puede ganar. Si es así, y para evitar unos 100.000 muertos más en el próximo año, lo más sensato sería terminar con esta guerra, injusta, pero perdida; pactar un alto al fuego y un cese de hostilidades, aceptar que Rusia se queda con el territorio conquistado, y negociar un sistema de garantías para que la población de los territorios anexionados pueda tener, si quiere, doble nacionalidad, puedan estudiar la lengua ucraniana y sean respetados sus derechos como minoría, con una real verificación de la OSCE, que fue creada, entre otros temas, para estos menesteres. En 9 de las 12 guerras que terminaron con victoria militar, y no con acuerdos de paz, a pesar de ello después se hicieron acuerdos, repatriaciones, amnistías, normalizaciones políticas, diálogos políticos, reconciliaciones, descentralizaciones, normalizaciones lingüísticas y otros tipos de iniciativas. Lo explico porque es una cuestión básica en este tipo de conflictos armados a los que se quiere poner fin, hay fórmulas complementarias para evitar que una “cesión”, en este caso territorial, sea también humillante. En una eventual negociación entre Ucrania y Rusia, además de los compromisos ya demandados de no ingresar en la OTAN y dar garantías de seguridad a Ucrania, hay todo un abanico de cuestiones interesantes que pueden ponerse en el cesto de un acuerdo final, evitando siempre el término “derrota” y “capitulación”, para dar énfasis al “fin de los combates”, “alto el fuego definitivo”, y acuerdos de seguridad compartida y verificación. Trump dijo el viernes algo parecido, al recomendar “que ambos reclamen la victoria, que la historia decida”. Estas palabras recogen, quizás sin saberlo Trump del todo, una larga tradición de finales pragmáticos, cuando la salida permite detener la matanza sin exigir que nadie renuncie públicamente a su narrativa. La verdadera victoria, en estos casos, no es militar ni territorial, sino semántica y moral, al convertir la rendición del orgullo en una afirmación de la paz.
Por desgracia, el Protocolo de Minsk de 2014 no se cumplió, y el acuerdo de Minsk II de febrero de 2015, tampoco. La diplomacia europea no presionó a Ucrania para que cumpliera su parte del acuerdo, y más bien se dedicó a rearmar a este país. Angela Merkel y François Hollande lo confirmaron en diciembre de 2022, concretamente los días 7 y 30, respectivamente. De haberse cumplido lo pactado, el Donbás sería ahora una autonomía de Ucrania, y la guerra no hubiera empezado. Ahora ya es tarde para eso, pero no para poner fin a una guerra que no tiene ningún sentido si apreciamos el valor de las vidas que están en juego. Que no sea justo no quiere decir que no sea conveniente y oportuno. Finalmente, acabar con la guerra de Ucrania permitiría romper con la paranoia desatada en Europa sobre la amenaza rusa y una inminente invasión de su parte, abriendo la puerta a una reconsideración sobre las recientes políticas de seguridad favorables a un rearme más que desmesurado, y, con suerte, buena voluntad y mucha presión social, volver a los principios de la seguridad compartida. La industria armamentística de Estados Unidos quedaría afectada, y el secretario general de la OTAN, que es el señor del 5% que le dice a la oreja de Trump que España se porta mal, seguramente podría coger una seria depresión, pero en Europa igual podríamos recuperar el sentido común en cuanto a temas de seguridad.