Está hecho. No hay vuelta atrás. Alexis Tsipras logró que el parlamento apruebe el catálogo de imposiciones europeas denominado «acuerdo». Es un rosario de imposiciones que la revista alemana Der Spiegel llamó un «catálogo de crueldades». El parlamento griego, con el voto de toda la oposición y la división del bloque de Siryza, lo confirmaron […]
Está hecho. No hay vuelta atrás. Alexis Tsipras logró que el parlamento apruebe el catálogo de imposiciones europeas denominado «acuerdo». Es un rosario de imposiciones que la revista alemana Der Spiegel llamó un «catálogo de crueldades». El parlamento griego, con el voto de toda la oposición y la división del bloque de Siryza, lo confirmaron y se aprestan a votar el segundo paquete de leyes. El memorándum es peor que el enviado por la troika y que fuera sometido a referéndum. Además de las políticas de ajuste sobre pensiones, salarios, IVA y restricción fiscal, se suma un fondo de privatizaciones que será directamente controlado por la CE y la revisión de toda la legislación laboral. Pero la política borbónica neocolonial europea agregó ahora la exigencia de que el ejecutivo envíe a Bruselas cualquier proyecto legislativo antes de enviarlo al parlamento en Atenas. El segundo paquete contempla la pérdida de vivienda para los que se retrasen en el pago de los intereses. Se trata de un estatuto de tutelaje. Grecia está obligada ahora a revisar lo que sus instituciones representativas han votado en estos últimos cinco meses. Eso obvio que estas medidas no sacarán a Grecia de la crisis, ni lograrán recuperar su inversión, ni mejorarán la ratio de PBI/ deuda. En esto hay que ahorrar palabras. Lo dijo el mismo FMI, el acuerdo es económicamente inviable. Sólo hace más tortuoso, sacrificial, el camino al default. A cambio, se ha prometido alguna hipotética y futura reestructuración de la deuda, que no contempla ninguna quita sustancial.
El memorándum representa un castigo ejemplar para quienes osaron convocar a un referéndum y someter a veredicto popular las imposiciones de la troika. También evitar el contagio de una experiencia que ponía en cuestión los fundamentos político-económicos de la Unión Europea: una moneda fuerte, superávits fiscales, contención del costo laboral, y la dominancia de la tecnoburocracia de Bruselas sobre las instancias democráticas electivas, en definitiva, de una Europa confeccionada a la medida de las grandes economías y el capital financiero concentrado. Se castiga y se humilla a la más importante experiencia de la izquierda europea que nació y ganó el apoyo popular sobre la base de un programa de recuperación social y anti-austeridad que contradecía las directivas europeas.
Alemania cumplió un papel central en el desenlace de la crisis. Se ha dicho que Merkel, Schäuble e incluso el vice canciller socialdemócrata Gabriel, en dos días y medio han dilapidado la imagen de una Alemania cosmopolita, amigable con el ambiente y la diversidad, y de una sensibilidad pos nacional, que habían construido durante los últimos 25 años. O como lo dijeron Anthony Faiola y Stephanie Kirchner en el Washington Post del 17 de julio, la Alemania moderna perdía en horas el perfil que se había moldeado durante años de ser el abanderado del pacifismo mundial y artífices de un semillero de la cultura juvenil progresista. Sometida a una crisis europea que ya lleva 5 años y de la que se dice que es la peor desde la crisis de los años 20, decidió actuar de manera disciplinar, abandonando toda pretensión hegemónica. Lo que se quebró fue la frágil imagen que el europeísmo democratizante había instalado en el sentido común europeo y quizá mundial. Una Europa que, más allá de fracasos o dificultades, avanzaba hacia la confluencia sobre la base de los valores universales. Ahora está claro para todos, en primer lugar para la periferia europea, que los pilares de la Europa neoliberal no se negocian. La disciplina monetaria, el sometimiento a Bruselas, son el abc del consenso disciplinar, que ya no coquetea con la Europa social ni la solidaridad. Las medidas antinmigración adoptadas luego de la crisis de los últimos meses son su complemento perfecto. Abandonando toda pretensión hegemónica, que requeriría una capacidad de integración social, un walfare state europeo con el que se ilusionaban las mejores mentes del europeísmo, el ideario político de la Europa con la que se soñó después de la pesadilla nazi, esa Europa, que había muerto ya desde el origen, está hoy de manera palpable, sin rodeos, definitivamente enterrada. Europa, desnuda en su despotismo, aunque se alzó con una victoria que se le escapaba es, a largo plazo, más frágil, más débil que ayer.
Pero no hay que caer en la demonización nacional o el chovinismo inverso contra el pueblo alemán. No se trata del nazismo redivivo ni de la esencia imperial de un pueblo, sino de una lógica de dominancia política por parte de la clase capitalista europea. Merkel encontró a los más fervientes aliados en las pequeñas repúblicas como las del Báltico o Eslovenia, cuyas clases dominantes han jugado su suerte a la empresa europea y de ella depende su legitimidad. Tampoco resulta probable la reedición de aquel malestar germano de entreguerras, sometida, encajonada por siglos a la presión cultural de los eslavos por el este y el mundo latino por el oeste. Se trataba, como lo retrató tan bien Norbert Elías, de un sentimiento defensivo que alimentó la demagogia guerrerista por el espacio vital alemán. Nada de esto ocurre hoy en día. Alemania nunca se había beneficiado tanto de una integración monetaria hecha a la medida de sus intereses, es decir, de los intereses capitalistas de sus grandes empresas. No lucha por ampliar un espacio, sino por preservarlo. Repartido el poder entre la potencia de la economía alemana, las finanzas británicas que están hoy un paso más lejos del euro que ayer, y la primacía militar francesa, la «gobernanza» europea no deja de sostenerse en un equilibrado reparto y negociación que la hace más vulnerable e incoherente, aunque no menos agresiva. La crisis griega aceleró todos los tiempos y sometió a prueba la más ambiciosa iniciativa «posnacional». Entre las ilusiones europeístas y la realidad prosaica del ajuste y los diktat del Eurogrupo, no hay más margen de acción. No hay espacio para la convivencia entre la democracia y soberanía popular de un lado, y el manejo monetarista de sus instituciones, por el otro. Se terminó la ilusión. Y su más palpable evidencia radica en la integración a las coaliciones de gobierno a la socialdemocracia, que en el caso teutón, se ha revelado tanto o más agresiva que los conservadores.
El sueño europeísta había adquirido peso social e intelectual sobre el cual se edificó la gran ilusión. Habermas, uno de sus más grandes teóricos liberal-progresistas, sostuvo hace unos días que la crisis se fundaba en causas económicas y políticas, una crisis bancaria por la condición heterogénea y sub-óptima en la composición de la moneda. Sin finanzas y políticas económicas comunes, lo países miembros, pseudo-soberanos continuarán por caminos distintos en lo que hace a la productividad. Una tensión que no podría durar mucho tiempo. Efectivamente, Grecia, igual que los restantes países de la periferia europea, abrazó una moneda fuerte con la que deterioró su competitividad y profundizó el déficit de su balanza de pagos. El bache sólo podía financiarse con deuda, algo que los bancos estuvieron encantados en ofrecer a tasas bajas cuando el casino de las sub primes estaba en pleno auge. Pero cuando en 2008 la fiesta concluía, la deuda se había vuelto inmanejable. El Eurogrupo se constituyó entonces en el salvador de esos bancos, recomprando la deuda y transfiriéndola a los estados miembros, a cuyas poblaciones se machacó con la propaganda acerca del carácter perezoso de los pueblos sureños. Mientras el déficit de la balanza crecía y con ella la deuda, la competitividad de la economía cumplía el ciclo inverso, pues la moneda fuerte debilitó su industria local, y fomentó las importaciones libres desde los países más productivos. El resultado fue una economía más débil y más incapaz de pagar sus deudas, con exportaciones declinantes y un mercado interno que sólo podía sostenerse con más endeudamiento. La esencia contradictoria de la zona euro radica justamente en que sin que las regiones superavitarias y de mayor competitividad subsidien a las regiones deficitarias y de menor productividad (como hace cualquier estado nacional soberano entre sus diversa regiones), la confluencia monetaria, y desde luego económica y política, será una ficción.
Pero es justamente esta imposibilidad por parte de la clase capitalista y sus instituciones -basadas en el lucro y no en la solidaridad- de sostener a las economías más débiles, la que hace de estas el eslabón débil de la cadena, obligada a la apertura de su economía, la pérdida de su industria y el inevitable e imparable endeudamiento. El europeísmo no era ingenuo respecto a esta tendencia, pero creyó, por un lado, que este proceso era inevitable (presión del mercado globalizado, pérdida capacidad de acción y de soberanía, hibridación cultural, mestizaje social producto de la creciente inmigración, etc.) y al que ya no se le podía oponer un nacionalismo defensivo incapaz de responder a los nuevos fenómenos.
Por el otro, que la clave pasaba por imprimir a la Europa del pacto social, un programa de reformas progresivas, democráticas, basada en instituciones representativas posnacionales, democracias ampliadas, control ciudadano y transparencia, fundada en los valores de la solidaridad. Frente a una derecha soberanista, reluctante de los valores universales, nostálgica del Estado schmidtiano, chovinista, xenófoba, que consideraba al Estado nación como la única entidad colectiva con capacidad de ejercer soberanía e identidad colectiva, la izquierda europea, en su gran mayoría, se embarcó casi por instinto en este camino, aceptando la convergencia europea y su Constitución.
Pero la deliberación democrática igualitaria estaba plagada, como lo acabamos de presenciar, de deficiencias estructurales. Ni la deliberación estuvo libre de coacciones comunicativas, ni todos estuvieron en la misma posición para dar opinión libre ni tuvieron las mismas oportunidades de darse a entender. Pero esta visión procedimental, normativa, ocultaba las auténticas relaciones de poder y con ella despolitizaba, como lo denunció Chantal Mouffe, los antagonismos políticos que están en la raíz de la subjetividad democrática. Efectivamente, el consenso tecnoburocrático naturalizó las desigualdades de poder bajo el manto igualitario del libre mercado y las instituciones técnicas que debían regular la participación en él. Este consenso implicó el dominio antidemocrático de la tecnicatura de Bruselas y en la crisis griega se reveló, para una porción considerable de la población, la desconexión constitutiva entre consenso liberal y democracia, y reabrió el campo de la política nuevamente.
Grecia reintrodujo el campo de las opciones democráticas convocando al referéndum, y al hacerlo rompió el consenso despolitizante de la burocracia, que institucionaliza la dictadura de los mercados. Vaciada de opciones alternativas, la democracia política se hizo cada vez más insustancial cuanto más se la invocó. El éxito del Frente Nacional o los nacionalistas británicos e italianos, radica en haber reintroducido opciones políticas frente al consenso liberal de la coalición liberal-socialdemócrata, un consenso de élites para asegurar la gobernanza europea del libre mercado. Syriza había arrebatado a la derecha demagógica las banderas democráticas de la soberanía popular, y por primera vez en décadas, quizá desde la revolución portuguesa del 74, la izquierda pudo constituirse en alternativa de poder, marcando un camino de confrontación a la persistente des-democratización operada durante décadas por el social-liberalismo.
Pero el referéndum, que marcaba un punto de inflexión y abría la posibilidad de pensar otra Europa, de marcar alternativas a la dictadura neoliberal de las finanzas, esa posibilidad se derrumbó en menos de 48 hs, cuando el Primer Ministro Alexis Tsipras se desdijo y sostuvo que fuera del euro no había opciones. Así las cosas, el referéndum no sólo no constituyó un cambio de opción sino que remarcó la claudicación del ejecutivo.
La gran pregunta que se hacen todos es ¿por qué? ¿Por qué con semejante apoyo popular el primer gobierno de izquierda, sostenido en un triunfo popular arrasador, decidió retroceder firmando un memorándum peor que el anterior? Dejando de lado las explicaciones psicologistas, dos parecen ser los factores que podrían dar pistas de semejante desbarranque. Por un lado, la presión interna en favor de permanecer dentro del euro. Tsipras convenció a buena parte de la población de votar No con la promesa de que servía para negociar mejor, no para retirarse. A pesar de las posiciones de la Plataforma de Izquierda, todo el programa de Siryza, empezando por el programa electoral de Tesalónica, se basó en la ilusión de que podía ser compatible con la zona euro, es decir, que se trataba de un programa y luego, una negociación al interior de un ámbito considerado natural e inexorable. Esta ambigüedad respecto a dejar de lado la austeridad pero no romper con la UE, podía entenderse como una concesión momentánea al consenso mayoritario, pero que debía ser superado en cuanto se demostrara, como se demostró en cinco meses de negociación, que eran incompatibles económica y políticamente. Este consenso puede explicarse por el recuerdo de los padecimientos de posguerra, la inflación y el mercado negro, el sentimiento de pertenecer a occidente en la frontera con el mundo eslavo y el mundo musulmán, una promesa de modernidad y progreso e incluso por la sensación de riqueza de los primeros años del euro, desde 2002 hasta 2008. Hasta la postura contemporizadora de Obama y el FMI ante la dureza alemana les había hecho creer que, finalmente, podía arribarse a un acuerdo. Pero la negativa final de Merkel, que ofreció una salida acordada el euro por cinco años, descalabró todas las hipótesis e hizo enmudecer a la parte griega.
El arte de una política transformadora no es sólo reflejar el estado de ánimo o montarse sobre la opinión pública sino también y sobre todo moldearla, construir nuevas relaciones de fuerza y nuevas percepciones. Naturalmente, Tsipras no quiso tampoco cargar con el severo ajuste sobre los ahorros en euros de la población, pues una moneda débil hubiera inevitablemente licuado activos y tenencias. La formación de una nueva moneda devaluada implicaba una parálisis de por lo menos dos años, que la oposición cargaría en los hombros de Siryza. Pero era la única forma de emprender la transición hacia otra experiencia radicalmente distinta al austericidio ofrecido por el Eurogrupo. Implicaba, una transformación severa del cuadro precedente, incluido su política exterior, el default y no pago de la deuda y probablemente la nacionalización del sistema bancario, además del control de capitales y la regulación industrial. Tsipras se negó a contemplan el «plan B» de emisión de derechos de pago para suplir la bancarrota del euro.
Pero es en los momentos decisivos donde se requieren liderazgos claros y con sentido histórico. Es verdad que Grecia estuvo prácticamente sola ante los restantes 18 países del Eurogrupo, pero no lo estaba menos Hugo Chávez cuando denunció «olor a azufre» en las Naciones Unidas y se transformó, pocos años después, en la vanguardia de una política exterior independiente en América latina. También podemos mencionar a Ecuador cuando auditó su deuda y aplicó una quita del 70%, o la nacionalización de los hidrocarburos y la expulsión del embajador norteamericano en Bolivia y también el planteo firme de Argentina ante el chantaje de los fondos buitres. La firma del memorándum por el gobierno de Tsipras implica una enorme frustración adicional, porque implicó una reversión del referéndum que iba en el sentido esperado.
La disputa no está concluida, pues habrá que ver la resistencia que genere la aplicación concreta de las medidas de ajuste, y qué fenómenos políticos se derivarán de esa dinámica de confrontación. Pero está claro que una experiencia y un ciclo han terminado, con la peor de las derrotas, que es la claudicación antes de que finalice la batalla y cuando esta podía ganarse. Los movimientos democráticos y la izquierda en Europa han sufrido una importante derrota. Habrá un proceso de reorganización y continuación de muchas batallas pendientes. En particular al interior de Siryza. Cuanto más abajo se va, más rechazo genera el acuerdo, demostrando el espíritu de lucha de la base militante. Mientras que sólo cuatro ministros o vice ministros han rechazado el acuerdo y han sido reemplazados, 32 parlamentarios de Siryza, la Plataforma de Izquierda en su conjunto, han dicho no, mientras que en Comité Central 109 miembros, más del 50%, han rechazado el memorándum. Si se hiciese un Congreso partidario, algo que el gabinete rechazará por todos los medios, esta cifra ascendería incluso más. Gremios como el de los funcionarios públicos, dirigidos por miembros sindicales de Siryza, se han lanzado a conflictos contra el acuerdo. La Plataforma de Izquierda se ha transformado en el eje articulador de la oposición al entendimiento. Esto es así pues el Partido Comunista de Grecia, que llamó a impugnar el voto en el referéndum y le ha dado la espalda al proceso más rico de recomposición de la izquierda desde los años 70, es incapaz de capitalizar la crisis al interior del partido de gobierno.
Sin embargo, la claudicación de Tsipras ha dado aire a diversas corrientes sectarias, tan fuertes en Grecia como en Argentina, que se jactan de no haber «caído en las ilusiones» de Siryza o que ya «habían anticipado» el desenlace, encontrando el fundamento de la derrota en la estrategia equivocada de construir «formaciones anticapitalistas amplias» en vez de «partidos revolucionarios». La «anticipación», en política, es una contradicción en los términos. No había ninguna fatalidad, no estaba escrito en ningún lado que Tsipras daría marcha atrás del referéndum en 48 hs y con el 62% de apoyo. No estaba ni en la naturaleza social de Siryza ni en ningún otro fundamento ontológico. Los escépticos, lo eran mucho antes y no tenían entre sus hipótesis la posibilidad misma del referéndum.
Como lo dijimos más arriba, hubo formaciones y líderes valientes, como Chávez, que no provenían de un partido revolucionario. Se trata, una vez más, de dinámicas políticas, de luchas abiertas, de una historia por hacer y no ya trazada en el ADN «de clase» de ninguna formación. Ideas de este tipo han repetido esta letanía ante cualquier proceso popular no conducido por ellos mismos. Estaba sí, dentro de las posibilidades, puesto que Alexis Tsipras siempre rechazó la acusación de querer salirse del euro. Se trataba de una apuesta y una lucha política al interior de la única formación de izquierda que logró transformarse en vehículo de aspiraciones y expectativas de millones de griegos, aunque no fuese un partido revolucionario puro y conviviesen en él sectores heterogéneos. Hablando en términos de probabilidades, eran mucho mayores que surgieran fenómenos progresivos, luchas vivas, en el seno de Siryza que de los grupos sectarios o del PKK, perdido como está hace ya tiempo en su propio mundo. Lo confirma la Plataforma de Izquierda, hoy en el corazón de la lucha contra la austeridad en el nervio central del proceso político.
Como dijo Marx, el movimiento real vale más que mil programas. Este proverbio hoy, luego de la crisis del socialismo real, en un continente donde no hay ninguna situación revolucionaria ni mucho menos, al revés, donde la derecha levanta cabeza y la clase trabajadora no da muchas muestras de resistencia, en fin, hoy, ese proverbio tiene más actualidad que nunca. ¿Quiere decir que no valen los programas? No, al revés, sólo desde el movimiento real pueden surgir los auténticos programas revolucionarios, es decir, populares, y no las recetas repetidas de memoria que valen para todo momento y lugar. Como lo revela la complejidad de la situación europea, el desafío de pensar estratégicamente la relación entre internacionalismo práctico, soberanía nacional e intereses populares, no es apta para formulismos que se cortan y pegan. En definitiva, tal como lo han formulado las corrientes críticas al interior de Siryza, sólo desde el corazón del proceso político que cristalizó en Siryza se podía y se debía intervenir, aprender, aportar e instalar una agenda anti-capitalista en una Europa que se está revelando más conservadora de lo que se creía. Sólo desde allí podía intentar resolverse la contradicción entre eurofilia y austerofobia. Un dilema que sigue abierto y que tendrá nuevos capítulos, en Grecia y fuera de ella. El plan es inviable. En las puertas de su fracaso se reabrirán los interrogantes sobre los beneficios de la Europa hiper capitalista. Mientras tanto, los trabajadores resistirán ajustes, cierres y privatizaciones. Habrá nuevos temblores políticos y batallas parlamentarias. Nuevos capítulos de una trama abierta y en disputa. No apta para los festejadores de fracasos y devoradores de migajas.
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