Evocábamos el otro día en casa, en un reencuentro con viejos amigos-as italianos-as, el llamado «caso Moro» en estos días precisamente en los que se cumplen ya treinta años de un secuestro que, casi dos meses después, culminaría con la aparición de su cadáver en via Michelangelo Caetani calle romana equidistante, simbólicamente, de las sedes […]
Evocábamos el otro día en casa, en un reencuentro con viejos amigos-as italianos-as, el llamado «caso Moro» en estos días precisamente en los que se cumplen ya treinta años de un secuestro que, casi dos meses después, culminaría con la aparición de su cadáver en via Michelangelo Caetani calle romana equidistante, simbólicamente, de las sedes centrales de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista. Ahora, con la perspectiva de tres décadas, la misma pregunta sigue en el aire: ¿quién mató realmente al líder de los conservadores italianos? Jóvenes o muy jóvenes la mayoría de nosotros en aquella época, todos-as veníamos a coincidir en una cuestión central: ese hecho significaría objetivamente la «salvación temporal institucional» de un sistema político en decadencia que veía desmoronarse su concepto de élite autosostenida, retroalimentada y corporativa (la llamada «partitocracia») y que, «sorpresivamente», sería favorecido por unas circunstancias aparentemente antagónicas a sus valores y principios, como no dejaron de señalar los «democráticos medios de comunicación» a lo largo de todo el proceso. Luego, no mucho después, pudimos conocer cómo en la trastienda del verdadero poder se había estado tejiendo en esos años un amplio operativo auspiciado por los servicios de inteligencia norteamericanos (la ya conocida como «Operación Gladio») que tenía como principal objetivo evitar el ascenso a la jefatura del gobierno, en la siempre convulsa y contradictoria Italia, de una fuerza de izquierdas en el único país de la Europa Occidental de la postguerra en que ese hecho podía haber sido factible (en 1976, por ejemplo, el PCI se había convertido ya en potencial partido de gobierno con cerca del 35% del electorado). Olvidaban, claro está, que ese Partido Comunista había realizado décadas atrás su transvase «de la Resistencia a la Construcción» soñado por Togliatti, había dado vacaciones al pensamiento de Gramsci o se sometía directamente, gracias a los postulados de Enrico Berlinguer, a la subcultura de la «tercera vía por el bien nacional»…
Los principales opositores de estos postulados de legitimación, por cierto, no fueron precisamente veteranos nostálgicos de la escabrosa experiencia soviética, militantes que siguiendo la leyenda transnacional «abrían el paraguas en Roma cada vez que llovía en Moscú»… Se trataba precisamente de un nuevo sujeto social genuinamente italiano, un proletariado de nuevo cuño ubicado mayoritariamente en el triángulo Milán-Turín-Génova y proveniente de las provincias meridionales. Una generación colocada en el nivel más bajo de la escala social, con apenas gratificaciones por su labor productiva, huérfana de la acción de unos sindicatos absolutamente anacrónicos en su concepciones de clase y artífice real de un desarrollismo (el «miracolo economico«) que, a la vez, le cerraba toda posibilidad de superación. Serán precisamente sus hijos-as, que masivamente llegan a las puertas de una universidad anquilosada y elitista o se incorporan precariamente a un mercado laboral que niega sistemáticamente sus derechos, los protagonistas de la gran ola revolucionaria de finales de los 60 y los 70, plural, heterogénea y dispersa que, pese a todo, logra excavar hasta sus cimientos los pilares aparentemente inmutables de la sociedad italiana. Así, el 68 transalpino (siempre erróneamente minimizado ante los ecos de las calles de París), el obrerismo del 69 o el amplísimo conglomerado de fuerzas y movimientos situados a la izquierda de la oficialidad del PCI, dará lugar en estas décadas a una intensa actividad política y existencial, un intento radical de transformación de la vida cotidiana cuya práctica aniquilación, tristemente, también será una de las consecuencias del trágico final del «caso Moro». Sólo unos meses después de la aparición del cadáver del presidente de la Democracia Cristiana, el Estado inicia una amplia y multidisciplinar operación represiva que culmina en el famoso «Proceso 7 Aprile» de 1979 en el que decenas de intelectuales de la izquierda no institucional son detenidos-as bajo la acusación de «intento de subversión de la legalidad democrática de la República». La gestión se realiza bajo los auspicios de una Democracia Cristiana «liberada» ya de la molesta presencia de Aldo Moro. La ejecución corre a cargo de un juez, Pietro Caloggero, vinculado ideológicamente al Partido Comunista… Simbiosis perfecta para la tranquilidad de una Italia más «segura y normalizada» que, tres décadas después, presenta al mundo las credenciales democráticas de un cavalliere como Berlusconi, la permanente atomización de una izquierda prácticamente inexistente o el divorcio mantenido entre una ciudadanía «apolitizada» y una «res publica» que no consigue salir de su agonía institucional.
La aparición del cadáver de Aldo Moro en las calles de Roma el 9 de mayo de 1978, cincuenta y cinco días después de su secuestro, conmocionó a un país condenado en ese período a un estado de emergencia nacional. También y muy especialmente a toda la izquierda, la institucional y la extraparlamentaria. Pero todavía hoy, treinta años más tarde, somos muchas las personas que observamos demasiados puntos oscuros en toda aquella tragedia. Muy particularmente el papel desarrollado por sus compañeros de partido, las distintas facciones de la Democracia Cristiana, la clase política oficial, los medios de comunicación o el Vaticano. Las Brigadas Rojas, como bien señalara su fundador y entonces encarcelado Renato Curcio, «no estaban preparadas ni organizadas para afrontar un nivel de enfrentamiento de este género, ya que su fase de actuación se movía en claves de propaganda armada». Pusieron en marcha un secuestro que, en su desarrollo y resolución, les situó en claves de instrumentalización de otros intereses mucho más profundos…
Quizá nada mejor para entender la verdad de todos estos hechos que leer o releer el excelente y apasionante libro titulado «El caso Aldo Moro» de Leonardo Sciascia, uno de los grandes escritores de la Italia contemporánea (e integrante, como diputado radical, de la comisión parlamentaria que investigó el caso). Sciascia, analizando los textos enviados por Aldo Moro desde su cautiverio, llegó a una conclusión no por supuesta menos aterradora: la siempre deificada «razón de Estado» es, en definitiva, un argumento artificial y recurrente bajo el que ocultar actitudes no precisamente honorables. Un sacrosanto principio que, en definitiva, fue la excusa ideal frente a la negociación y a la piedad… ¿Es tan extraño entonces que hoy, treinta años después María Fida Moro, la mayor de las cuatro hijas de Aldo Moro convertida ya en una venerable señora católica de pelo blanco con 61 años, diga públicamente que el responsable último de la muerte de su padre fue el poder?
* Joseba Macías es sociólogo, periodista y profesor de la EHU-UPV