El diálogo con las comunidades y movimientos va bien. Pero las decisiones están ya tomadas, y la paciencia tiene un límite. Así ha pensado y actuado el alcalde socialdemócrata de Copenhague. La historia, en suma, es ésta: un grupo de jóvenes ocupó en 1982 un edificio municipal vacío y lo transformó en centro social. En […]
El diálogo con las comunidades y movimientos va bien. Pero las decisiones están ya tomadas, y la paciencia tiene un límite. Así ha pensado y actuado el alcalde socialdemócrata de Copenhague. La historia, en suma, es ésta: un grupo de jóvenes ocupó en 1982 un edificio municipal vacío y lo transformó en centro social. En 2000, el Ayuntamiento decidió vender el complejo [a una secta cristiana cercana a la extrema derecha] y ordenó el desalojamiento del mismo. Entretanto, el centro se había convertido en uno de los lugares de encuentro de los jóvenes y jovencísimos más politizados de Copenhague, quienes con una desarrollada autoconsciencia crítica y social se afirmaron en una posición de antagonismo respecto del clima cultural predominante en el país desde hace 20 años, que ve en la ciudad un organizado supermercado del comercio y de la diversión. Comenzaron las negociaciones. Los jóvenes reivindican el derecho de estar en el centro por ellos creado.
Luego viene la decisión secreta del desalojo. Con la creciente militarización del país a fin de combatir el terrorismo, la policía danesa se ha transformado en una fuerza antidisturbios. Y la mañana del pasado jueves, a las 7, la «casa de los squatters» es cercada por centenares de policías. El casos subsiguiente es inimaginable. Todos los presentes son arrestados. La noticia y la rabia se difunden por las escuelas y en toda la ciudad. Centenares de personas, muchos estudiantes con sus familias, se lanzan a la calle. Vienen luego choques y heridos. El portavoz de la policía de Copenhague define los incidentes como obra de «gangsters». A eso no se ha llegado subitáneamente o por azar, si se quiere comprender el porqué de la rabia de los jóvenes y de la intolerancia policial y de las autoridades. El país viene de una fase en la que se ha puesto el bozal; ha desarrollado formas terribles de presión psicológica, y ha puesto límites físicos a las protestas de los inmigrantes tras la publicación de las «caricaturas» [de Mahoma]. Para los daneses, pensar de otros modo se ve ahora con sospecha. Otras áreas de autonomía que habían destacado a este país como una isla de tolerancia y libertad han sido sofocadas. Cristiana, la célebre «ciudad libre de Christianhaguen» se ve invadida a diario por la policía con el pretexto de la lucha contra la droga, la cual puede encontrarse en cualquier sitio de la ciudad, también en las discotecas y en los clubs de «gente bien».
El intento es obvio. Estos antiguos cuarteles habitados por jóvenes y menos jóvenes se encuentran hoy en los lindes de la nueva (y fea) construcción de la Ópera de Copenhague regalada ala ciudad por el magnate de los transportes marítimos, el hombre más rico del país. Ello es que el espacio de la «ciudad libre» ha de servir para los estacionamientos y albergues que tienen que vender Copenhague a los turistas. Pero tampoco en escuelas y universidades es mejor el clima de represión después de la reforma universitaria que ha conferido carácter de empresa a las universidades y conducido finalmente al redil a aquella «oveja negra», verdadera célula roja del pensamiento crítico, que era la Universidad de Roskilde. En conclusión, pues, la fábula del patito feo de Andersen está en vías de alterar su final: los milagros de la naturaleza han dejado de estar a la orden del día.
Bruno Amoroso es un periodista que colabora regularmente con el cotidiano comunista italiano Il Manifesto
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench