La noticia del triunfo del NO en el referéndum francés sobre el Tratado constitucional europeo tan sólo ha sorprendido en España a los que creían que los franceses se iban a dejar amedrentar por una campaña propagandística descomunal y el SI se iba a imponer, por escaso margen, a última hora. Pero se trataba de […]
La noticia del triunfo del NO en el referéndum francés sobre el Tratado constitucional europeo tan sólo ha sorprendido en España a los que creían que los franceses se iban a dejar amedrentar por una campaña propagandística descomunal y el SI se iba a imponer, por escaso margen, a última hora. Pero se trataba de un análisis que partía de nuestra endeble cultura democrática y transfería a los franceses nuestras propias debilidades. Cualquier conocedor de la realidad política y social de Francia podía tener perfectamente claro, desde hace días, el triunfo del NO por un razonable margen de ventaja.
En Francia, a diferencia de lo que sucedió en España, ha existido un debate político de altura, sobre los contenidos y la forma de elaborar este Tratado. En este momento histórico no se trataba de demostrar que creemos en la integración europea, ni que somos estómagos agradecidos a una integración que ha financiado abundantemente el desarrollo de este país, ni mucho menos comulgar con ruedas de molino y creer que las cosas sólo se pueden hacer de una manera y , además, esa manera es la que decide una elite «ilustrada».
Se trataba de opinar sobre si la elaboración de un Tratado, al que además se le llamaba con desfachatez Constitución, a espaldas de los ciudadanos y que en casi nada modificaba lo actualmente existente, era el paso que los ciudadanos europeos esperaban de sus representantes y gestores. Se trataba de valorar si la integración europea se tenía que seguir basando solamente en la construcción de un mercado, sin reglas unificadas de política laboral y fiscal, en el que los grupos económicos pueden chantajear a los gobiernos nacionales amenazándoles con la deslocalización de inversiones. O si por el contrario debían de reforzarse las garantías del Estado social, que tanto costó construir, y que esa orientación neoliberal de la integración europea progresivamente va diluyendo. En definitiva se trataba de ver si queríamos seguir siendo el hazmerreír universal jugando a ser una potencia en el plano internacional y teniendo veinticinco políticas exteriores, o por el contrario, queríamos tener una posición coherente y unificada en la política exterior de la Unión Europea.
Y con respecto a ese debate, los franceses han respondido mayoritariamente con un NO al actual modo de integración europea. Es indudable que ese NO es plural, que tiene diversas lecturas. Pero no tanto como se ha intentado poner de relieve por determinados medios de comunicación. Es verdad que, según las encuestas realizadas en los últimos días de la campaña electoral, un 90% de los votantes del Frente Nacional y otras formaciones de derecha radical han votado NO. Pero no se puede desconocer que eso supone, como mucho un 15% del electorado francés. El otro 40% de los votantes que han respaldado el NO, proceden del 60% de los electores socialistas o verdes que no han seguido la consigna de voto de sus dirigentes y del 95% de los votantes de izquierda radical que ha significado la columna vertebral del movimiento contra el Tratado constitucional. No querer ver eso, jugar a confundir a los ciudadanos colocando con un mismo peso al voto nacionalista anti-integracionista que al voto por una Europa federal, social y pacífica es una farsa que solo puede conducir al descrédito de quienes lo propaguen.
El NO ha sido, mayoritariamente, un NO a un modelo de integración europea neoliberal, dependiente de los intereses, fundamentalmente, de los grandes grupos financieros e industriales de la Unión Europea y de Estados Unidos.
El NO francés ha sido una apuesta por una construcción de la Unión Europea a través de un debate público, transparente, mediante un procedimiento verdaderamente constitucional. Quizás mediante la convocatoria de una verdadera asamblea constituyente europea, elegida directamente por los ciudadanos, que sustituya la coordinación entre poderes nacionales por un poder realmente europeo, que tenga la capacidad de tomar decisiones, democráticamente, con la eficacia y agilidad que requiere el mundo globalizado en el que vivimos.
Pero, sin duda, la segunda de las grandes lecciones del referéndum francés ha sido mostrar descarnadamente la profunda brecha entre ciudadanos y políticos. Es un síntoma ya existente desde hace tiempo. Los referenda francés y danés sobre el Tratado de Maastricht ya lo demostraron. También el referéndum irlandés sobre el Tratado de Niza. Pero cada vez se acrecienta más. Y sobre todo, resulta extremadamente preocupante la tendencia aristocrática de muchos de los dirigentes políticos europeos, despreciando y ridiculizando la opinión expresada directamente por los ciudadanos cuando contradice sus posiciones.
Tampoco va a ayudar mucho a mejorar la identificación entre representantes y representados, el hecho de que la clase política haya predicado hasta la saciedad que un triunfo del NO significaba el caos o que no había «Plan B», todo ello con el objetivo de conseguir sus propósitos. Y que una vez confirmada su derrota, hayan afirmado tranquilamente que no pasa nada, que en nada afecta esa derrota a la marcha del proceso de ratificación del Tratado ni al sesgo de la integración europea.
Como grotesco ha resultado la argumentación de que ya nueve Estados han ratificado el Tratado. Sabemos que en uno de ellos, el nuestro, los ciudadanos apoyaron la ratificación personalmente. Con escasa participación y con una campaña propagandística contra el NO aún más feroz que la francesa, en parte gracias a la debilidad ideológica de importantes sectores de la intelectualidad y la clase política de la izquierda española. Pero así fue. Pero, ¿realmente se puede pensar que se hubiera producido el mismo resultado aprobatorio si en otros países europeos su hubiera preguntado directamente a los ciudadanos? Parece que el ejemplo francés pone de relieve que no. En Francia, de haberse realizado la ratificación del Tratado exclusivamente en el ámbito parlamentario también podría haberse aprobado por una holgadísima mayoría cercana al 80% de los representantes de los franceses. Y parece que cabe entender que algo similar ha pasado en algunos otros países europeos que ya han ratificado el Tratado sin realizar referéndum alguno.
La última de las lecciones que cabe extraer del referéndum francés es la demostración de que el aparato de dominación intelectual-mediático-empresarial, pese a ser el más refinado de los sistemas de dominación política que se ha inventado en la historia de la Humanidad, puede ser derrotado por la movilización de los ciudadanos utilizando coordinadamente los mecanismos de acción política más primitivos con los aportes de las nuevas tecnologías. La combinación de la divulgación y el debate político en los centros de trabajo o en los puntos de encuentro como los mercados, el reparto de panfletos y octavillas, junto con la distribución de mensajes e información por internet e incluso por los teléfonos móviles ha permitido que los ciudadanos puedan romper el cerco mediático en el que habitualmente viven. El hecho de que una abrumadora mayoría de los medios públicos y privados franceses hayan defendido la opción del SI ha sido la mejor demostración de su debilidad, de su falta de credibilidad y del fracaso de su estrategia.
Frente a esta situación, el establecimiento político-mediático-empresarial puede seguir practicando la política del avestruz, intentando autojustificarse e intentando continuar la manipulación de la opinión pública. Pero con eso tan solo acelerarán el ritmo de la historia. Por cierto, en contra de sus intereses.
Roberto Viciano Pastor es titular de la Cátedra Jean Monnet sobre instituciones políticas de la Unión Europea Universitat de Valencia