Ante la crisis financiera global y la pérdida de poder adquisitivo, las clases baja, media e incluso acomodada encontraron una forma de adquirir una gran cantidad de productos de la canasta familiar a precios rebajados. La consigna es consumir como un avaro.
Nada deja sospechar que dentro del inmenso hangar de aspecto algo descuidado situado en las afueras de París un nuevo episodio de la crisis financiera se está desplegando casi a puertas cerradas. Mucho antes de que los diarios y semanarios empezaran a proclamar que «la crisis financiera llegó a Francia» y que el ejecutivo admitiera que el país había entrado en recesión, los consumidores encontraron un camino insólito para comprar alimentos a precios que desafían las etiquetas de los grandes supermercados. La moda es hoy hacer las compras en hangares situados en la periferia de París y de las grandes ciudades, donde se venden alimentos en saldo. Coca-Cola traída de Polonia, yogures o leche con fecha de vencimiento próxima, verduras y frutas, ropa o carne, en suma, una enorme cantidad de productos que antes compraban los sectores más desfavorecidos y que hoy, bajo el peso de la recesión y de la drástica pérdida del poder adquisitivo, atraen incluso a las clases medias y la burguesía acomodada. Hyperprimeurs, O’Circus, O’portun Discount, Market Discount, Bravo les affaires, Rungis Discount son los nombres más conocidos de esta nueva cadena para tiempos de bolsillos estrechos. Pero hay muchos negocios más, a menudo volátiles, cuya dirección es un secreto compartido entre consumidores. Los hangares se llenan de productos durante un fin de semana y luego desaparecen para volver a abrir en otro suburbio.
El fenómeno de la venta a precios reducidos de los stocks alimentarios es un modelo económico en sí mismo. El cálculo de gastos es inapelable: llenar un carrito en un supermercado clásico cuesta 450 dólares. El mismo carrito y -casi- los mismos productos cuestan en los hangares 200 dólares. En París, compradas en una cadena tradicional, dos kilos y medio de papas valen 2,50 euros. En un discount de las afueras de París 25 kilos salen 8 euros. Los productos provienen de varias fuentes, que pueden ser otros países de la Unión Europea, especialmente las antiguas repúblicas socialistas del Este de Europa, o directamente los fabricantes o los distribuidores oficiales que los venden en saldos porque los lotes presentan defectos en las etiquetas, fechas de vencimiento cercanas, no se han vendido en su totalidad o porque el fabricante cambió el envase y quiere liquidar el stock anterior.
Los ejemplos son elocuentes: un lote de seis Actimel sabor vainilla se paga 3,31 euros en un supermercado contra un euro en un hangar: seis botellas de leche Candia Grandlait valen 8,22 euros en los supermercados de París y 4,50 euros en un predio; un kilo de tomates redondos pasa de 2,50 euros a apenas un euro y un kilo de carne de 18 euros a 9 euros. Otra fórmula que permite abaratar los precios consiste en poner en circulación grandes volúmenes de productos etiquetados con marcas de prestigio y, al lado, un producto similar elaborado por la misma empresa pero etiquetado con otra marca y a precio reducido. Lo que no se vende de esa submarca va derecho a los hangares a un coste tres veces inferior al que figura en los estantes de las cadenas de los supermercados. La calidad es la misma, sólo cambia el precio y el lugar de distribución.
Los gerentes de estos hangares de saldos explican también que la aceleración del consumo en las sociedades modernas lleva a que las marcas estén constantemente obligadas a proponer nuevos productos. Así, lo que no se vendió de la antigua serie pasa a integrar el circuito paralelo pero con etiquetas donde el precio aparece dividido por dos o por tres. La fórmula se apoya también en una negociación directa con los fabricantes: 80 por ciento de los productos vendidos en esos palacios de los saldos alimentarios son comprados directamente al fabricante y sólo 20 por ciento a los distribuidores. Las economías que realizan los consumidores son substanciales: un matrimonio con dos hijos que gana unos 3600 euros por mes puede llegar a ahorrar entre 12 y 16 por ciento del salario cada mes. La economía del hard discount no es nueva pero las sucesivas crisis y el acelerado aumento de las materias primas la propulsaron a niveles de popularidad masivos. Jean-Pierre Loisel, responsable del departamento consumo del Centro de Investigación para el estudio y la observación de las condiciones de vida (Credoc), observa que en 1990 «sólo 15% de los franceses frecuentaba ese tipo de negocios. Hoy representan 55 por ciento». Lo que demuestra la observación de la clientela que frecuenta los liquidadores de stocks es que ya no son más las familias desfavorecidas las que hacen cola en esos hangares sino personas que representan todos los segmentos sociales. La única frontera social visible está en los estantes, es decir, en la elección de ciertos productos expuestos. La crisis es tal que las familias más modestas vacían los estantes con productos frescos cuya fecha límite de consumo óptimo está vencida. Se trata de la norma DLUO que no tiene nada que ver con la fecha de vencimiento del producto en sí, definida por la norma DLC. El DLUO sólo advierte que las condiciones óptimas del producto van hasta una determinada fecha y que, luego, es posible consumirlo sin riesgo alguno para la salud. Sólo difiere el gusto o se alteraran las condiciones nutricionales. Las clases medias bajas buscan ahorrar en consumo alimenticio buscando las oportunidades en estos hangares desordenados que representan una vertiente nueva de la pobreza. Los obreros, desempleados y familias de escasos ingresos con hijos consumen las más de las veces los productos con fechas DLUO vencidas.
El ahorro en el gasto ha dejado de ser una conducta tacaña que hay que ocultar. Ahorrar es una divisa propulsada en el espacio público por los grandes medios de comunicación. La última edición del semanario conservador Le Point tiene una tapa íntegramente dedicada al «low cost» (bajo costo) en todas las paralelas del consumo: bancos, viajes, ropa, vivienda, restaurantes, autos, espectáculos. Philippe Mopti, un profesor de Economía en la Universidad de la Sorbona, dice en las páginas de Le Point que «los consumidores se han vuelto oportunistas». Se podría agregar también que, en una gran mayoría de casos, ese oportunismo está empujado por la necesidad. A su manera repentina y brutal, el aumento de las materias primas seguido por la crisis financiera vino a modificar las conductas de los consumidores. Antes se buscaban la marca, la calidad, ahora se olfatea el precio. Se consume «tacaño». En Francia existe un portal de Internet que se llama taca ños.com (radins.com). En la página de apertura, el editorialista del portal escribe: «Mi misión consiste en traer al camino de la avaricia a todos los gastadores y dilapidadores». Ya es una cuestión de crisis y de rumbo cultural. El portal ra dins.com tiene un millón de abonados. Comprar más barato ha dejado de ser un acto desvalorizador para convertirse en una estrategia de supervivencia en tiempos perturbados.