La guerra es siempre la peor de las opciones, y el conflicto actual entre rusos y ucranianos es una verdadera guerra civil: son pueblos hermanos por su historia y los años soviéticos.
El origen de la actual guerra de Ucrania se encuentra en la transformación del país de Zelenski en una plataforma militar de Estados Unidos y la OTAN para acosar a Rusia y eventualmente, para lanzar un ataque. De hecho, la acelerada inmersión de Zelenski en el dispositivo militar occidental es el tercer acto de la operación para desgajar definitivamente a Ucrania de Rusia que diseñaron en el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericano: el primero fue la revolución naranja de 2004 que engendró el gobierno de Víktor Yúshchenko, y el segundo, el golpe de Estado del Maidán en 2014.
Más atrás, el germen de la guerra se encuentra en el incumplimiento de los acuerdos de Occidente con Moscú: la aceptación soviética, con Gorbachov, de una Alemania reunificada y la retirada de sus tropas de toda Europa oriental tenía la contrapartida de que la OTAN no se ampliaría hacia el Este. Washington, en los últimos veinticinco años ha hecho todo lo contrario, agravando la situación con la instalación de su escudo antimisiles y la implícita amenaza de desplegar misiles nucleares en Polonia, Rumanía y Ucrania. Ahora, con la guerra, Alemania, que ya tiene armas nucleares estadounidenses desplegadas en su territorio, va a aumentar su número.
Prosiguiendo su irresponsable expansión, la OTAN ofreció a Ucrania en 2008, en la cumbre de Bucarest, su integración futura, prescindiendo de la seguridad de Rusia. Yúshchenko, presidente ucraniano entre 2005 y 2010 tras la revolución naranja, aprovechó los poderes extraordinarios que le había otorgado el parlamento para poner el ingreso en la OTAN como objetivo principal de su política exterior. Hasta entonces, el país era neutral, y suele silenciarse que fue el prorruso Yanukóvich, con el acuerdo de Moscú, el único presidente ucraniano que mantuvo como objetivo una Ucrania neutral, mientras que Poroshenko y Zelenski continuaron la aventurera opción de integrarse en la OTAN, estimulados por Estados Unidos.
Las advertencias de Putin en Múnich en 2007 no fueron escuchadas en Washington. Por el contrario, Estados Unidos lanzó al presidente georgiano Mijeíl Saakashvili (un notorio peón suyo que se había alzado con el poder tras la revolución de las rosas y unas sospechosas elecciones donde consiguió más del 95 de los votos) a iniciar la guerra contra Osetia en 2008 en una clara operación de acoso a Rusia. El golpe de Estado del Maidán, la guerra de escarmiento iniciada por Kiev contra el Donbás y la paulatina conversión de Ucrania en una plataforma militar de la OTAN hicieron el resto. La guerra en el Donbás se inició en 2014, y todas las potencias occidentales cerraron los ojos ante la matanza.
La omnipresente campaña del nuevo poder surgido del golpe de Estado combinó una identidad de nuevo cuño que abomina del pasado soviético y glorifica una Ucrania definida por el viejo nacionalismo ruteno y ucraniano que colaboró con el Tercer Reich, con la recuperación de Stepan Bandera y el adoctrinamiento antirruso. A ello se añadió la decidida intervención norteamericana y polaca, que adiestraron al ejército y los servicios secretos ucranianos, y la preparación para la campaña contra el Donbás que ha sido impedida por la intervención rusa. Con Zelenski, la prohibición del idioma ruso en la administración y los espectáculos es algo que no podía agradar en Moscú. El Partido Comunista ya estaba prohibido, y con la guerra se han prohibido todas las organizaciones de izquierda, mientras los linchamientos de personas se suceden por todo el país, con el pretexto de que son merodeadores, ladrones, espías o gitanos. La guerra crea monstruos: la denuncia de la Unión Romaní de la terrible persecución contra los gitanos es otra muestra del carácter del nacionalismo xenófobo ucraniano.
La gran ampliación de la OTAN hacia el Este de Europa y las fronteras rusas es una evidente amenaza a la seguridad nacional rusa, y además ignora los acuerdos de la OSCE y los compromisos asumidos en el comité Rusia-OTAN. Estados Unidos era perfectamente consciente de ello, pero decidió continuar la presión: después de todo, si la debilidad de Moscú le había forzado a resignarse a cinco oleadas de ampliación de la OTAN, pese a la seria advertencia de Putin en Múnich en 2007, podía resignarse también a ver a Ucrania convertida en nuevo miembro del club atlántico.
El general Serguéi Rudskói, jefe de Operaciones del Estado Mayor ruso, reveló que el ejército ucraniano iba a lanzar una gran ofensiva para recuperar las regiones de Donetsk y Lugansk. Según la visión del mando ruso, ante el inminente ataque del ejército ucraniano al Donbás, Rusia tenía el deber de ayudarles, y para ello tenían dos opciones: intervenir exclusivamente en el Donbás, con el problema añadido de que el resto del ejército ucraniano se incorporaría al ataque, o intervenir en otras zonas de Ucrania para impedirlo, evitando su desplazamiento hacia el Este. Esa fue la opción que decidió el ejército ruso.
La evolución de la guerra ha estado marcada hasta ahora por ese plan de operaciones ruso, al que ha seguido, tras cinco semanas de combates, la retirada parcial del asedio a Kiev para concentrar tropas rusas en el Donbás. Todo ello, en medio de durísimas sanciones económicas a Rusia, la paralización del Nord Stream 2, el envío de grandes arsenales de armamento sofisticado occidental al ejército ucraniano, y en medio de una gigantesca campaña de propaganda que persigue la demonización de Putin, el estímulo de protestas en el interior de Rusia, y que no ha reparado en las más groseras mentiras: desde el «ataque a la central nuclear de Zaporiyia», al falso bombardeo a la maternidad de Mariupol, pasando por la sospechosa «masacre de Bucha».
Sin embargo, la guerra siempre es la peor opción, y el gobierno ruso no está en las mejores condiciones para responder a un desafío que amenaza la propia existencia de Rusia: como mantiene el Partido Comunista ruso, una Rusia capitalista profundiza el abismo. Suele ignorarse lo que supuso la ilegal partición de la URSS, porque la población votó en 1991, por amplísima mayoría, por mantener la Unión: visto desde Moscú, el país perdió la tercera parte de su territorio y la mitad de la población. Por ello, la opción de una reintegración, aunque hoy parezca irrealizable y lejana, no ha sido abandonada por muchos, como por el Partido Comunista ruso. Si era razonable y lógico que la Alemania federal mantuviese el objetivo de la reunificación alemana, ¿por qué no van a mantenerlo Rusia y otros pueblos de la disuelta Unión Soviética? Sin duda, la guerra ha abierto hoy un abismo entre rusos y ucranianos, pero más severa y brutal fue el que separaba a alemanes y franceses tras la Segunda Guerra Mundial y hoy conviven sin mayor dificultad en la Unión Europea.
La distensión necesita acuerdos y seguridad para todos, pero Estados Unidos camina en la dirección contraria: Biden acaba de proponer el mayor presupuesto militar de la historia de la humanidad: 813.000 millones de dólares para 2023, con la modernización de la tríada nuclear y abultadas partidas para proporcionar armamento a Ucrania. Tampoco pueden tranquilizar en Moscú los acuerdos de la cumbre de la OTAN en Bruselas de marzo de 2022 asumiendo el aumento del gasto militar hasta un 2% del PIB. Menos aún, palabras como las del viceprimer ministro polaco, Jarosław Kaczyński, afirmando que «Polonia está abierta al despliegue en su territorio de armas nucleares estadounidenses». Kaczyński, presidente del partido Ley y Justicia que gobierna Polonia, tiene más influencia política que el primer ministro Mateusz Morawiecki. Ni el escandaloso aumento del presupuesto militar alemán, que pasará a gastar más que Rusia en armamento y solo por detrás de Estados Unidos y China. Alemania abandona sus tímidas ideas de autonomía ante Estados Unidos, y Japón ha iniciado el camino del rearme, ignorando las cautelas de su constitución.
Rusia inició la guerra en Ucrania, pero el principal peligro para la paz y la estabilidad del planeta son los Estados Unidos, porque todos los escenarios de crisis están relacionados, y el conflicto de Ucrania se refleja en Oriente: Estados Unidos aumenta sus incursiones en el Mar de China meridional y en el estrecho de Taiwán para llevar a China a un escenario de enfrentamiento, mientras estimula al gobierno japonés de Kishida para que se implique más en el esquema estadounidense del Pacífico con el aumento de su presupuesto militar, y está detrás de las preocupantes declaraciones del ministro de Defensa de Corea del Sur que aludió a la posibilidad de un «ataque preventivo» a Corea del Norte.
La amarga guerra de Ucrania debe terminar. Es imprescindible una conferencia internacional que involucre a las principales potencias, Estados Unidos, Unión Europea, Rusia y China, a la ONU y otros países, desde India hasta Japón, para configurar la nueva seguridad mundial, que debe abordar también los arsenales nucleares. Sin embargo, esa posibilidad tropieza con un obstáculo importante: Estados Unidos no quiere seguridad internacional sino su hegemonía.
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