El pasado verano, en 2017, las temperaturas batieron récords en toda la Península ibérica. Tanto la población del Estado español en su vertiente atlántica como en la mediterránea, así como nuestras vecinas y vecinos de Portugal, sufrimos, una tras otra, las consecuencias de un fenómeno que ya nadie puede negar: el calentamiento global. Fenómeno que […]
El pasado verano, en 2017, las temperaturas batieron récords en toda la Península ibérica. Tanto la población del Estado español en su vertiente atlántica como en la mediterránea, así como nuestras vecinas y vecinos de Portugal, sufrimos, una tras otra, las consecuencias de un fenómeno que ya nadie puede negar: el calentamiento global. Fenómeno que se ve agravado por la irresponsabilidad de negociantes y gobernantes que desprecian la gestión del bien común. Asunto que, a día de hoy, sigue siendo ajeno a las agendas gubernamentales y muy lejos de las políticas reales de las administraciones.
Ricos y políticos miran a otra parte
Las cumbres climáticas, reducidas a un circo mediático en el que cada gobierno proclama formalmente los objetivos más ambiciosos y presiona secretamente para boicotear cualquier compromiso, son la representación perfecta del cinismo y la incapacidad de nuestros sistemas políticos para abordar la crisis ecológica. A esa inanidad tal como comprobamos, por ejemplo, en la Cumbre de París hay que añadir un nuevo y agresivo factor: Trump en la Casa Blanca. Son muchos los riesgos que su presidencia conlleva, pero cabe señalar que los más importantes a largo plazo son el aumento del gasto militar y en «seguridad» interior y la negación del cambio climático.
Uno de los efectos más agresivos de esta crisis es la dureza de los incendios como el que estos días asola Grecia, que ayer fueron los que arrasaron Galicia, Asturias, Cataluña o Valencia. En aquellos meses de junio y julio del pasado verano, hasta las conversaciones en el ascensor acababan llevando hacia el cambio climático y, sin embargo, este año se esfumaron. Y es que esa es, precisamente, una de las consecuencias de la falta de políticas contra el cambio climático: su «normalización» social y su banalización. Incluso entre la gente más sensible, es fácil que se instale un relato simplificado en el que se identifica el calentamiento global con el mero incremento de temperaturas, pero en realidad esto no es exactamente así.
Efectos letales para las gentes de abajo
El cambio climático produce, en términos globales, un aumento de las temperaturas medias, pero no se limita a eso: se trata de una alteración global que implicará diversas consecuencias, de las cuales la temperatura media es la central y también la más previsible, pero no la única. Junto a esto vendrán otras amenazas que los expertos agrupan, de forma genérica, bajo la forma de alteraciones climáticas; así las larguísimas sequías (como la que dio origen en su día a las migraciones de población siria, previa a la guerra civil) o la abundancia de ciclones y tormentas tropicales (como los habidos en el sudeste asiático y en el Caribe e incluso afectado a la «fortaleza» norteamericana). Y aún más reciente, el deshielo del casquete polar ártico y el aumento de temperaturas en Siberia o en los países escandinavos, que están conociendo pavorosos incendios en sus bosques.
Los efectos del calentamiento suponen una agresión a la biosfera, nuestra casa, y a todos sus moradores en muchos aspectos, pero aquí cabe destacar que tienen efectos muy negativos en la economía y la vida de las gentes: tierras desérticas, cosechas arrasadas, infraestructuras destruidas, aumento de enfermedades, déficit de agua, aparición de nuevos conflictos bélicos, etc.
Por eso, la relativa tranquilidad con la que estamos viviendo de momento en este verano de 2018 en la Península ibérica no debería hacernos olvidar la gravedad de la crisis. La terrible situación en la que se encuentra en estos días Grecia es un desgraciado ejemplo. Varias poblaciones de la región de Ática han quedado asoladas, hay decenas de muertos por carbonización, un número todavía incontable de casas incendiadas. Gentes que se abrasaban por las llamas a siete metros del mar sin lograr alcanzar el agua. El pueblo trabajador pierde su entorno y sus casas, sus medios de vida y su anclaje vital y emocional con el terreno. Pero, en medio de la tragedia, hay que destacar la solidaridad popular encabezada por la izquierda con las gentes afectadas que se vuelca en centros sociales de acogida y ejemplos como el de algunos migrantes pakistaníes y egipcios que han arriesgado sus vidas para salvar en el mar las personas en apuros que habían logrado llegar.
Los incendios no son accidentes, son consecuencias
De incendios en el Estado español hemos tenido sobrados ejemplos en forma de tragedia, pero ni aquí ni allí son «accidentes». Son producto de causas concretas más allá de la existencia de pirómanos asesinos. La chispa la pueden encender delincuentes, o deberse a actividades lúdicas irresponsables o métodos de trabajo irresponsables en la industria o la agricultura, pero la pradera, metafóricamente hablando, se incendia porque estaba seca y no había con qué apagar la brasa.
Vivimos en un ecosistema «sureño» maravillosos y frágil, por lo que el cuidado de nuestras tierras y bosques es fundamental. La gestión preventiva es esencial. La situación se ve agravada por el calentamiento atmosférico y la violencia de las alteraciones meteorológicas, única explicación de la violencia con la que el fuego arrasa territorios y vidas. Pero los riesgos crecen con un urbanismo especulativo, la pérdida de la agricultura y ganadería tradicionales o, en algunos lugares, el aumento de especies vegetales hidrófilas para usos industriales, cuestiones a las que se añaden unas políticas austeritarias de la Unión Europea que han impuesto recortes en todo, también en las inversiones necesarias y en los gastos de personal de sectores estratégicos para evitar la tragedia: gestión forestal, gestión del recurso agua, servicios de lucha contra el fuego y personal de emergencias. Los servicios de emergencias llevan tiempo denunciando las carencias personales y de material y el desastre estaba anunciado. Si en algún lugar se ha mostrado la falacia ordoliberal germánica de la «austeridad expansiva» ha sido precisamente en la castigada Grecia.
Los gobiernos que aceptan las imposiciones de la Comisión Europea acaban siendo cómplices del desastre. El pueblo griego no se merece ni el austeritarismo, ni el gobierno que tiene ni las penas que acarrea. Los incendios en Grecia matan más porque es, a día de hoy, el estado más maltratado de la Unión Europea, y sus clases populares son las más pobres. Del mismo modo, nuestro territorio es objeto de una situación de gasto público decreciente y baja inversión en bienes comunes: por ello, lo que sucedió en 2017 puede volver a pasar y, más aún, volverá a pasar.
El asesino tiene rostro de capitalista, neoliberal para más señas
Las regiones más castigadas, las poblaciones más castigadas, son caldo de cultivo para una situación explosiva que explotará una y otra vez, porque el capitalismo es una estructura socioeconómica suicida en el que porciones importantes de las clases populares son parte prescindible del sistema, el lastre que se suelta cuando hay demasiado peso. Y es que efectivamente, la crisis ecológica también es cuestión de clase, y evidencia con claridad el reparto de funciones en el capitalismo internacional.
Y esto nos permite enlazar con la segunda cuestión, y es que la crisis ecológica es asunto de toda la comunidad internacional, de todos los países, tanto imperialistas como dependientes y empobrecidos. Pero las responsabilidades no son iguales ni parecidas. Quien más contamina, quien más emite gases de efecto invernadero, más y mayor responsabilidad tiene. Por supuesto, hablamos de China o India, pero también de la Rusia del nuevo zar Putin y de los países ricos del norte de Europa que sufren estos días episodios inimaginables hace unos años, y también de los opulentos EE UU, dónde, por cierto, quienes más sufren los efectos de los disturbios climáticos son las gentes pobres como vimos en Nueva Orleans. Pero, frente a la falsa idea del café para todos, el capitalismo no reparte de forma homogénea ni los beneficios ni los daños.
Así que conviene hoy acordarse del título de la célebre novela de Collins y Lapierre, pero no para confirmar que arde París. Es posible que arda, porque la dinámica expansiva del capital es una huida hacia delante que parece incapaz de controlarse a sí misma, pero tendremos que ser conscientes de que antes de que eso suceda las clases altas y los gobiernos súbditos dejarán que ardan Atenas, Marrakech, Lisboa y Trípoli.
Juanjo Álvarez y Manuel Garí. Militantes de Anticapitalistas