De las admoniciones paternalistas de Felipe González a la «irreversibilidad del Euro» preconizada por Mariano Rajoy y sus adláteres, pasando por todos los chantajes sufridos por Syriza antes de las últimas elecciones griegas, acceder a la esfera pública hoy implica una ritual declaración de nuestra fe en Europa como horizonte único de todas las relaciones […]
De las admoniciones paternalistas de Felipe González a la «irreversibilidad del Euro» preconizada por Mariano Rajoy y sus adláteres, pasando por todos los chantajes sufridos por Syriza antes de las últimas elecciones griegas, acceder a la esfera pública hoy implica una ritual declaración de nuestra fe en Europa como horizonte único de todas las relaciones políticas, sociales, económicas y culturales. Sin embargo, está supuesta unidad cultural y económica europea lejos de ser un proceso «natural» o «irreversible» es un proceso político, contingente y mediado históricamente. La voluntad europeísta de España, por ejemplo, no ha existido siempre, sino que más bien es el resultado de un proceso histórico mediado por las élites del país y sus intereses económicos. A partir de los años ochenta -especialmente después del referendum/chantaje de la OTAN-la ciudadanía española fue interpelada con creciente intensidad para borrar toda referencia cultural que no tuviera que ver con Europa: Europa era ese obscuro objeto del deseo, elusivo e inalcanzable, pero a la vez la única manera de salir de la larga noche del franquismo y ser finalmente modernos, es decir, «normales».
Pero si ahondamos en la memoria las y los españoles sabemos que las cosas no fueron siempre así. A principios de los años noventa tuve la oportunidad de participar en el programa Erasmus y pasar un año en la Universidad de Caen, en Francia. Allí estudiantes de pueblos perdidos en Zamora, Salamanca, Cáceres o Andalucía tomábamos poco en serio la idea de que ahora éramos europeos, porque sabíamos que hasta hace muy poco nuestros padres no habían salido de España o si lo habían hecho había sido para servir y trabajar para esos alemanes o franceses que ahora decían ser nuestros iguales y admirar fervorosamente el cine de Almodóvar. En los libros de francés habíamos enseñado a admirar el Louvre, la grandeur de la France, sus poetas, sus escritores, su exceso de riquezas culturales, el prestigio de sus instituciones, pero al llegar a Caen nos pusieron a vivir en una residencia con marroquíes, tunecinos, senegaleses y cameruneses y rápidamente nos dimos cuenta de que Benjamin tenía razón cuando decía que «todo documento de la civilización, es a la misma vez un documento de barbarie» y que los museos casi siempre son el producto de expolios coloniales . Lo más sorprendente de aquel encuentro con la Francia postcolonial fue justamente percatarnos de que teníamos mucho más que ver con los marroquíes, con los tunecinos o con los senegaleses, que con los franceses. Nuestra relación con la comida, las redes de sociabilidad y apoyo o la percepción de no pertenencia a la cultura europea nos acercaban y nos permitían una intimidad cultural mucho más estrecha de lo que imaginábamos leyendo aquellos libros de texto que no mencionaban ni una sola vez a los pueblos colonizados por Francia.
Habrá quién piense que esto son impresiones puramente subjetivas, pero, si miramos la historia sin las anteojeras del progreso y el crecimiento capitalista, yo creo que esta percepción tiene que ver con la ambivalente posición que ocupan los pueblos del Mediterráneo (España, Grecia, Portugal, el sur de Italia) con respecto a las construcciones culturales hegemónicas de Centroeuropa. España, en concreto, ocupa una posición paradójica, porque, por un lado, inaugura la modernidad colonial en 1492 con la conquista de América -hecho sin el cuál el capitalismo europeo es incomprensible-y por otro, se transforma en los albores de la revolución industrial en la periferia híbrida y abyecta del centro de Europa. Todavía a principios de los años noventa no era extraño escuchar en Hendaya frente a los trenes españoles retrasados que «África empezaba en los pirineos». El viajero francés que razonaba así era consciente o inconscientemente heredero de Chateaubriand y Merimée, hijo de la mirada colonial y exotizante de los viajeros románticos franceses del siglo XIX que veían España llena de lúbricas carmenes, bandoleros pasionales y toreros enamorados de la muerte. Aunque uno pueda admirar la belleza de esas obras de arte, esta mirada no es inocente, sino que consciente o inconscientemente tiene por objeto racializar a los pueblos de España, sospechosos de tener sangre impura y contaminada por ocho siglos de presencia judía y árabe en la península ibérica. Ann Maclintock ha mostrado magistralmente en su Imperial Leather que la proyección de una lubricidad excesiva sobre los pueblos colonizados (particularmente las mujeres) es una estrategia de dominación y deshumanización utilizada consistentemente por los colonizadores europeos blancos. De hecho, el diario de Colón describe La Española (hoy Haití y República Dominicana) como una mujer cuyas montañas son protuberantes pechos y sus habitantes dueños de una sexualidad prodigiosa y excesiva.
Este es el quid de la cuestión, España inaugura esta tradición «pornotropical» y a la vez la sufre, desencadena el proceso de racialización en ultramar y a la vez es racializada por los pueblos de Centroeuropa y los anglosajones tras la caída de su imperio. Que España inauguró la modernidad colonial no habrá quién lo dude, más difícil es ver que desde el siglo XIX los españoles también sufren el terror racial que ayudaron a desencadenar para sustentar la explotación del sur global. Dos ejemplos para apoyar lo que digo: Lynching in the West un libro del artista visual Ken González Day documenta mediante fotografías los centenarios árboles de California que fueron utilizados para ahorcar a la población de color. Al final del libro hay una lista con los nombres de todos los que fueron linchados en California desde principios del siglo XIX. Entre ellos, hay varios pastores españoles, en parte, porque no los distinguían de los mexicanos, en parte porque en la jerarquía racial anglosajona los españoles eran vistos como inferiores por haber sido contaminados con sangre árabe. El 17 de octubre de 1961, en Paris, la policía del colaboracionista Maurice Papon arremetía contra una manifestación de simpatizantes del FLN que protestaban contra el toque de queda impuesto sobre la población argelina. Entre los más de 300 muertos de aquella masacre hay varios españoles inmigrantes que fueron confundidos por el color de su piel con los inmigrantes argelinos. En el mítico Sena cayeron olvidados junto con los cuerpos de los argelinos, cuerpos de españoles que también son parte de nuestra memoria de Europa.
Dentro y fuera, opresora y oprimida, España ha sido siempre un istmo, a caballos entre Europa y África, Oriente y Occidente, el Islam y la cristiandad, el Mediterráneo y el Atlántico, la Europa Blanca y el Magreb. La idea de «la reconquista» nos deformo para siempre la mirada y nos «enseñó», como ha mostrado Juan Goytisolo desde La reivindicación del Conde Don Julián en adelante, a reprimir todas esas Españas que como en un palimpsesto informan quiénes fuimos y, por lo tanto, quiénes somos todavía y, sobre todo, quiénes podemos ser. La entrada en la Unión Europea no ha hecho más que exacerbar esa mirada impuesta por la Europa blanca y cristiana, la misma que preconizaban los de la unidad de destino en lo universal y el hispanismo castizo, la misma que «inventa» el racismo y, a la vez, se pretende inmune a él dentro de sus fronteras. Entrar en la Unión Europea ha supuesto para España una lobotomía cultural según la cuál nuestra misión en la división Europea del trabajo es vigilar las fronteras de esa «fortaleza cultural europea», asegurarnos de que sigan llegando migrantes de África sin papeles para poder ser explotados cuando hacen falta y deportarlos cuando no son necesarios como ahora. Lampedusa en Italia, Ceuta y Melilla en España son las torres vigías de esa política neocolonial de la fortaleza capitalista europea.
Por eso, preguntemos ahora no sólo si permanecer en el euro y en la Unión Europea es viable y deseable, sino también si queremos pertenecer y en qué condiciones a esa estructura cultural de la Europa del capital neocolonial. No esperemos, preguntemos ahora que Europa central con Alemania a la cabeza insiste en reactivar los mismos milenarios estereotipos racistas sobre los pueblos del sur. Desde el mismo acrónimo (PIIGS, «cerdos» en inglés) pasando por los manidos lugares comunes de la siesta española, la pereza griega, la sensualidad improductiva de los pueblos del Mediterráneo o su carácter despilfarrador la cultura nunca es inocente, la usura de los bancos alemanes no se justifica sola, necesita de estas narrativas para naturalizar la imposición del ajuste neoliberal y finiquitar las pocas, pero cruciales, conquistas sociales que hemos heredado del largo y sangriento siglo XX: el derecho a la educación y a la salud.
¿Queremos pertenecer a esa Europa? ¿Por qué añorar la pertenencia a una Europa que o nos abandonó a nuestra propia suerte con la pantomima de la no intervención o intervino militarmente en apoyo al fascismo durante la guerra civil? ¿Queremos vincularnos con la misma Francia que puso en campos de concentración a los refugiados republicanos españoles en Argelés-sur-mer? ¿Por qué no honrar la memoria del México de Cárdenas que apoyó con armas a la República y dió techo y comida a miles de españoles cuando no teníamos dónde caernos muertos? ¿Queremos pertenecer a la misma Alemania que importó miles de trabajadores españoles en los años sesenta y los puso a vivir, como se relata en el extraordinario documental El tren de la memoria, separados por sexos en los abandonados barracones de los campos de concentración nazis?
Me dirán que Europa también es la Revolución francesa, Rosa de Luxemburgo, Bertolt Brecht, pero resulta que la Europa que nos tiene de rodillas ante los mercados financieros, la Europa que nos ha obligado a renunciar a nuestra soberanía para pagar a los acreedores de la deuda no es precisamente la de sus tradiciones revolucionarias ni la de sus culturas de resistencia. En cualquier caso, creo que junto con la salida ordenada del euro y la convocatoria de un proceso político constituyente que nos libere de la dominación del capital financiero, es necesario empezar a discutir, en lugar de asumir automáticamente, cuáles son nuestras coordenadas culturales. El debate ya ha empezado, el Círculo de Bellas Artes de Madrid ha convocado a una serie de intelectuales para pensar qué es Europa, casi todos ellos (la mayoría son hombres), siguen pensando con un dogal en el cuello que nos obliga a mirar sola y exclusivamente al Norte. Algunos como Felix de Azúa nos regalan estas joyitas:
«los paisajes culturales son variados, el marco siempre es europeo […]Hay quien considera que este juicio es eurocéntrico. No digo que no, pero del mismo modo que es sinocéntrico decir que los chinos inventaron la pólvora. Si Europa no hubiera creado el concepto mismo de cultura cuando Alejandro de Macedonia ordenó la traducción al griego de los libros sagrados hebreos, dudo mucho de que alguna cultura africana u oriental hubiese inventado un sistema global en el que pudieran integrarse las culturas europeas, orientales o africanas sin problemas» [1].
Estas afirmaciones no son más que la versión cultural del ajuste neoliberal europeo, pero podríamos elegir otra cosa, podríamos dejar de pensar que Europa es dueña y señora de la razón ilustrada, no por irracionalismo, sino porque ésta no tiene el monopolio de la razón, porque le pese a quién le pese hay múltiples racionalidades y proyectos políticos en pugna. Por eso, podríamos elegir vincularnos más con los pueblos del Mediterráneo y el Magreb, volver a mirar a América Latina más allá de las relaciones de dominación neocoloniales que promueven el rey, el príncipe y sus virreyes Botín y Brufau, podríamos incluso tener una relación de igual a igual con Centroeuropa y no una relación de subordinación y vasallaje, podríamos renunciar al casticismo imperial y ser una federación de pueblos libres que respetan las diferencias hacia dentro con los otros pueblos que habitan la península ibérica y hacia fuera con nuestros vecinos del sur. Me dirán que con la que está cayendo esto es un brindis al sol, pero si ni siquiera deseamos discutir qué somos o qué queremos ser, estamos condenados a que nos dominen y a que dominen a otros en nuestro nombre.
[1] http://cultura.elpais.com/cultura/2012/06/23/actualidad/1340469180_945569.html
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