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Aylan y la inmunidad imperial

Fuentes: Rebelión

La foto del niño Aylan Kurdi ha demostrado que las cruzadas imperiales en el mundo global tienen un costo: las víctimas se acercan al territorio donde viven sus victimarios. Los últimos quince años, antes, durante y luego de la Primavera Árabe los gobiernos de Estados Unidos y de varios Estados europeos decidieron liberar a los […]

La foto del niño Aylan Kurdi ha demostrado que las cruzadas imperiales en el mundo global tienen un costo: las víctimas se acercan al territorio donde viven sus victimarios.

Los últimos quince años, antes, durante y luego de la Primavera Árabe los gobiernos de Estados Unidos y de varios Estados europeos decidieron liberar a los países del África del Norte y de Medio Oriente de las dictaduras. Saddan Hussein, Omar Gadafi y Bashar al-Asad siempre resultaron unos colaboradores incómodos para los países de occidente. Estos de inventaron la existencia de una supuestas «armas de destrucción masiva» para justificar ante su población las nuevas cruzadas y armaron coaliciones lideradas por Bush, Blair y Aznar, primero, y por Obama, Merkel, Hollande y otros «presidentes democráticos» junto con jeques y sultanes autoritarios de la región, después.

Unos pusieron armas, otros dinero, otros «inteligencia», otros logística, aparte de los que dieron «ayuda humanitaria». Con ello abrieron en sus viejas colonias campañas militares con nombres hollywoodenses como «Operación tormenta del desierto» (Irak), «Serpiente Gótica» (Somalia) «Alcance infinito» (Afganistán, Sudán) «Libertad Duradera» (Afganistán) o «Amanecer de la Odisea (Libia). En las Guerras del siglo XXI se probaron nuevas tácticas y armamentos: tecnologías de espionaje, bombas químicas, zonas de exclusión aérea, ejércitos mercenarios y locales, empresas privadas encargadas de las operaciones, drones.

La nueva estrategia tenían una cualidad: les permitía a los muchachos de occidente permanecer distantes del escenario bélico mientras disparaban sus armas, documentaban con vídeos sus hazañas y salían inmunes del teatro de batalla; así evitaban regresar a casa con las botas encharcadas de sangre o con enfermedades mentales como en Vietnam. Eso fue calculado por los estrategas del Pentágono para evitar movimientos pacifistas en sus propias naciones. No importaba las víctimas civiles, los miles de hombres, mujeres y niños de piel cobriza, asesinados a mansalva, pues eran contados como daños colaterales por la contabilidad de los imperios.

La imagen de un niño, Aylan Kurdi, con su mortal placidez, en la soledad absoluta de las playas del Mediterráneo ha bastado para desenmascarar las nuevas estrategias. Él, junto a su familia, huyeron del conflicto en Siria y fueron a las costas de Turquía para tomar una precaria patera que les traslade a Europa, patera que se hundió ahogando al niño, a su hermano y a su madre.

Todo por buscar un lugar pacifico donde vivir, al igual que los refugiados que huyen del infierno creado por los ejércitos de occidente y por los feroces ejércitos nativos. Familias enteras viajan como pueden, a pie, en ferrocarril, en botes por el mar a las costas europeas.

Ese niño, ha demostrado que las nuevas cruzadas imperiales tiene un costo: un desastre humanitario colosal, que como tsunami refluye a la propia Europa. Antes las guerras dejaban las víctimas lejos, en las colonias, tras los océanos. Hoy la globalización acerca las víctimas a los victimarios: los habitantes del sur saben que existe Europa, con su confort y su lujo, tienen familiares que trabajan allí, reciben imágenes cotidianas de los palacios del consumo, de sus autos, de su modo de vida, pero también conocen que existen medios de transporte a mano para invadir «el cielo».

Y los refugiados del África, de medio oriente, del Asia van hacia Europa, y no hay nadie que les detenga. Antes Gadafi o Saddan Husein realizaban el trabajo sucio: eran un seguro que detenía con sus feroces soldados a los migrantes que venían caminando desde el corazón del África y el Asia. Pero ahora Europa no cuenta con los colmillos de sus excolaboradores y los migrantes se lanzan al mediterráneo, un mar que se tiñe de rojo desde Egipto y Arabia Saudita hasta Lampedusa, Sicilia y las Islas Canarias en Grecia, Italia y España.

Pero como ya no están los Gadafi que impidan el paso de los migrantes, y como el mar tampoco les detiene, son los «presidentes» europeos que ordenan conducirles con engaños en trenes a nuevos «centros de refugiados» o deciden levantar muros en las fronteras en un vano intento de detener el tsunami; inclusive hay millonarios que ofrecen comprar islas para concentrar a los migrantes. Y todo ello mientras las hordas neonazis atacan y prenden fuego a los tiendas de los refugiados.

Pero la masiva afluencia que viene del sur esta cambiado las reglas de la confrontación bélica. Si los conflictos en la guerra fría no llegaron a la destrucción por el «equilibrio del terror», hoy los imperios no podrán salir impunes de las operaciones coloniales contra sus adversarios. La foto de Aylan lo demuestra: allí permanece en la playa como crudo testimonio que en un mundo global las víctimas colaterales no están lejos y nadie les podrá olvidar. Los nuevos bárbaros, están allí, se infiltran por el mar, por las montañas, por las alambradas, para entrar en los territorios imperiales y quitarles el sueño a sus propios ciudadanos, que ya no podrán vivir en paz mientras sus gobiernos hacen la guerra.

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