«Año del centenario de José María Arguedas»
La globalización capitalista -que hoy recae en una crisis que puede ser épica- impuso hace unas décadas, en nuestro país desde los 90, una nueva edición de liberalismo económico con características extremas y dogmáticas. El reinado del mercado como panacea para los problemas económicos y sociales trajo como consecuencia la inhibición del rol del estado para todo control del capital privado, reducción del gasto público social, el remate de empresas estatales -muchas muy rentables-, la flexibilidad laboral o las leyes restrictivas que facilitan el despido de empleados y trabajadores.
Si en todo el mundo esto devino en incremento del desempleo, pérdida de ingresos salariales, desprotección de servicios sociales, en países como el nuestro -que llegó a mayores niveles de economía primario exportadora, de desindustrialización y de desaliento de la agricultura para el mercado interno, como fruto de los intereses de las sobreprotegidas inversiones extranjeras y de los tratados de libre comercio- los problemas sociales, de por sí agudos, se potenciaron.
Los efectos en nuestro país de la economía neoliberal implementada por los organismos financieros internacionales son, hasta hoy, esencialmente los mismos: incremento del desempleo -encubierto con altas tasas de subempleo o empleo precario-, pérdida del salario real, decremento dramático del porcentaje de las personas que cuentan con seguro social y de salud, incremento de la delincuencia y de las modalidades cada vez más violentas de delinquir, y en los sectores juveniles y de menores los multiplicados problemas del pandillaje, drogadicción, niños de la calle, prostitución. Aunque el último lustro se haya incrementado los ingresos fiscales, los índices de pobreza -salvo en la publicidad direccionada de aquel gobierno- han decrecido muy poco y, en cambio, se ha ampliado la desigualdad social por carencias redistributivas. Las altas tasas de TBC son muy reveladoras, el Perú ocupa el primer lugar en América Latina a lado de Haití, el país más pobre. Siendo Lima, de lejos, la ciudad de mayor incidencia de tuberculosis en toda la región, según fuentes recogidas del Ministerio de Salud y el Colegio Médico del Perú.
La política de congratulación con el capital extractivo ha permitido, además, la afectación del medio ambiente y el relegamiento de los pueblos andinos y etnias amazónicas a un implacable irrespeto a su existencia y a su identidad.
La primera política «cultural» es, por tanto, la promoción de este empobrecimiento y descomposición social que, en el paroxismo por la sobrevivencia, rebaja en el poblador las posibilidades de su educación y crea, contrariamente, una cultura de la violencia. Además de alterar, con la incursión inconsulta del capital y del autoritarismo del estado, las condiciones de vida de los pueblos originarios y, con ello, su propia identidad étnica.
Otro elemento de esta primera política cultural, relacionada estrechamente a la privatización del estado y de los recursos nacionales, y a la disputa por la obtención de beneficios en los contratos con el estado en un contexto autoritario, de medidas tomadas de facto desde el poder ejecutivo o con los congresos cómplices, es la corrupción institucionalizada. Es la concesión de ventajas que se oferta a las empresas con la complicidad de los principales funcionarios del estado y la de sus políticos, agentes, lobistas, en un conglomerado de corrupción. Desde el desfalco de los ingresos por las privatizaciones de las empresas públicas en la década de los 90, pasando por las arbitrariedades empresariales: despidos, cierres , sobreprecios, defraudación tributaria, licitaciones ganadas bajo la mesa, productos sin control de calidad, argucias para incautar clientes (las tarjetas de crédito últimamente), hasta la infección en todos los ministerios y dependencias: Salud, Transporte, Energía, etc.
Todo lo cual no puede producirse sin la codicia del capital liberalizado y la complicidad de los funcionarios del estado, implementadores obnubilados de esa política. Por eso, la corrupción no es sólo hecho personal o simplemente inmoral, es hecho sistémico, es el correlato del neoliberalismo económico que empuja y encuentra en los políticos oportunistas llegados al poder la horma de su zapato. Como acto delincuencial desde la más alta administración del estado, dirige una descomposición ética y social de efecto traumático. La corrupción institucionalizada multiplica la marginación de los más débiles, ratifica el encumbramiento de los más fuertes, y de éstos, a los peores; devalúa todo mérito personal, institucional o social y refuerza la cultura de la amoralidad y de la violencia. Además hace de la democracia, en la que pretenden mantenerse formalmente, una caricatura, el régimen neoliberal es por naturaleza autoritario, antidemocrático. Y esa práctica trasciende a todas las esferas de la sociedad.
Esta liberalización del mercado que debilita las entidades sin fines de lucro, las de capital local, deprime el mercado interno e impone la ley de la selva, ha permitido, además, la proliferación de «casas de cita», tragamonedas, bares nocturnos lumpenizados, templos, en muchos casos en locales que eran, en épocas anteriores, de instituciones reguladas, o culturales, obligadas a cerrar: cines, cine clubes, librerías, partidos políticos, etc.
Se puede decir que esta básica medida neoliberal, el del «ajuste estructural» económico, implementada desde el estado coaptado por el capital trasnacional y nacional monopólico, de las dos últimas décadas, ha promovido, como efecto reflejo, casi simultáneo, el desamparo social, la violencia, la corrupción, que son condiciones de deterioro y obstáculo de cualquier desarrollo educativo y cultural. Esta es la primera política cultural o, más precisamente, anticultural, que se implementó en nuestro país en los últimos veinte años.
La segunda política cultural es la entronización ideológica que trajo consigo este neoliberalismo económico y que cubre el mundo actual: el cinismo del egoísmo lapidario como valor. No es que el individualismo no rigiera siempre el mundo manejado por los sistemas capitalistas sino que era considerado éticamente como un antivalor y practicado vergonzantemente, aún por las élites económicas y políticas. Los valores aceptados socialmente seguían siendo los del pensamiento clásico o los demoliberales: conciencia, igualdad, fraternidad, justicia. O los seculares valores cristianos, amor al prójimo, piedad con los pobres, etc. Con el capitalismo neoliberal éstos fueron desechos e impuestos los de carácter economicista: competitividad, productividad, éxito, eficacia, calidad, que fueran levantados como valores épicos y vendidos en el mercado mundial como recetas únicas y totalitarias. De esta manera, con la caída del muro de Berlín, la restricción de los Estados del Bienestar, el repliegue del movimiento social, se derrumbaron también los paradigmas histórico culturales: la ilustración, el humanismo, la liberación social, el socialismo. Junto con el único sistema imperante y viable, a saber, el capitalismo unipolar, se impuso también el pensamiento único. La herencia cultural e histórica de la sociedad civilizada, los paradigmas clásicos, son un escollo, una rémora para la posmoderna moral del éxito y del individualismo lapidario, es pensamiento premoderno, tradicional, antediluviano, en tanto y en cuanto no reconoce que el bienestar material y social dependen de la productividad y la eficiencia, y esta última se corrobora en el mercado. Nada que no sea tu esfuerzo personal puede generar riqueza real. La colectividad, la solidaridad, o un Estado Social que pueda representar a éstas, son ficciones, utopías, especulaciones impracticables. El bienestar material y social, y hasta la riqueza, abierta y factible en este mundo de las libertades económicas y de las oportunidades, se gana con tu competitividad puesta a prueba entre las fuerzas de la oferta y la demanda. Si lo eres (ser competitivo) lo mereces y si no, tienes que desarrollar esas capacidades, no has sido todavía lo suficiente.
Así pues, los fantasmas de todas las filosofías burguesas reaccionarias del pasado han vuelto con fuerza, el voluntarismo, el darwinismo social, el existencialismo, la «filosofía de la vida», pero legitimados e imponiéndose en la conciencia popular por el peso de la hegemonía económica y la modernidad. El «superhombre» de Nieztsche no ha vuelto en su forma aristocrática del derecho que, por el peso natural de su fuerza e inteligencia, tenga que reinar obligadamente la «raza de los señores» por sobre la «raza de los esclavos», sino en su forma posmoderna de la democratización posible del éxito y la riqueza, posible y factible para cualquiera siempre que demuestre el peso de su capacidad individual, su competitividad, su «meritocracia» . Es la forma ideológica del capitalismo abierto, del «todos somos capitalistas», del «capitalismo popular». Quienes no se han adaptado a los tiempos y reconvertido sus capacidades están merecidamente condenados a la marginación social. Nadie más que ellos mismos, los excluidos, son los responsables de esa exclusión.
Este sujeto posmoderno, masificado, uniformizado en lo banal, en la sensación de lo instantáneo, se vende a través de los medios masivos de comunicación, la televisión, la informática y multimedia. Se despliega imponente en los diarios rebajados a niveles brutales, hijos de la corrupción ; y en la publicidad; en las ofertas académicas de moda (márketing, gerencia, publicidad); se trasluce en todos los asesoramientos para los programas de autoayuda y microempresa, y en sus ediciones financiadas sobre «historias exitosas» de «microempresarios»; en las ONGs que destinan fondos en el interior del país hasta para la educación en género, ecología e identidad étnica, pero con enfoques sospechosamente segmentados, «propositivos», desligados de los conflictos de clase, reivindicaciones por la tierra, de las cuestiones estructurales del poder capitalista; la ideología dominante se difunde en los sermones de los gurús económicos, en los «expertos», lobistas, consultores y políticos sostenidos por el poder económico, y hasta en las cátedras de maleables y «actualizados» intelectuales de izquierda que se compraron el discurso de la modernidad para corregir sus ideas primigenias y no quedarse al margen de la historia posmoderna y así desacreditarse en el sistema. Se revela en la lógica del liberalismo a ultranza, sin medida ni valores (el tragamonedas es la nueva droga masiva que no respeta mujeres ni niños), en la pantalla virtual del chat y los videojuegos procaces y cínicos que manipulan niños y adolescentes con desenfado, y se manifiesta en la socialización violenta y en el lenguaje grosero que, con naturalidad, llena todo el vocabulario de nuestros niños y jóvenes.
Así moldeado el individuo actual, consumista y sin paradigmas, es un sujeto sin trascendencia, desamparado; sin ideas ejes, sin norte, sin el auxilio de ningún racionalismo filosófico o científico, el entretejido dinamismo del mundo global, virtual o real, se le presenta inasible y complejo, nada es simple y lineal, todo es relativo, es el dominio de lo subjetivo. La sensación de inestabilidad, de lo volátil, hace presa en él, la inseguridad, la incertidumbre es el otro lado de la moneda.
La vida espiritual o el correlato espiritual de este sujeto neoliberal, de este hombre supermoderno, pero desamparado de cultura y de paradigmas, en sus ansias de seguridad se refugia en la religiosidad más tradicional y conservadora -la penetración de sectas religiosas o del Opus Dei en las élites-. Y es lógico, esa ausencia de racionalidad científica, histórica o cultural, deviene en sujeción a los fundamentalismos más rancios y anacrónicos..
O también, en concordancia con la era de la tecnología y el automatismo, la oferta en el mercado de la técnica espiritual. La transformación de sí mismo se alcanza gracias a las técnicas psicocorporales o psicoesotéricas. Una metaciencia ajustada al mercado. Es decir, un pragmatismo y un eclecticismo también en la cura corporal y espiritual.
En la posmodernidad, pues, proliferan toda clase de sectas, fundamentalismos, supersticiones, esoterismos, la metafísica. Los gurús, los guías espirituales, los predicadores, los metacientíficos, hacen su agosto, se levantan como en la noche medieval a ser los salvadores del alma y del cuerpo enfermos de la era de la tecnología y la posmodernidad.
No es el vértigo tecnológico lo que se enjuicia -en el capitalismo es inmanente el dinámico desarrollo de las fuerzas productivas- sino su sujeción deshumanizante, su uso operativista y automatizado para las necesidades del mercado y los poderes económicos, procedementalismo y automatización puestos como cultura exclusiva y masificada en el mundo de hoy. Ni la máquina antes ni la electrónica comunicacional hoy son intrínsecamente malos, al contrario. La gran socialización que promueve ésta está poniendo en jaque la camisa de fuerza de las relaciones de apropiación privada. Las propias trasnacionales del cine, música o del libro, de soporte convencional, se quejan de la competencia de la era digital, abierta y casi inasible al control comercial. Como lo avizoró Carlos Marx, la tecnología creada en el capitalismo, estimulada por los afanes de lucro y de su supervivencia reproductiva, guarda la potencialidad de mejorar, ahora sí, la calidad de vida, el desarrollo material y espiritual de la generalidad de las personas. Un orden social menos autodestructivo descubrirá su potencialidad para favorecer la elaboración de un tejido social más progresivo y humano, un manejo integral de información, pensamiento, ciencia y cultura, la elaboración de planificaciones centrales y regionales. Hoy mismo, en el lado de la reserva humana y de una emergente juventud envuelta en el proceso de los conflictos sociales que el propio sistema en declive genera, se germina la posibilidad de esa utilización integral e íntegra. El intercambio cultural alternativo a través del espacio virtual: música, poesía, pintura, artículos; los debates contra las medidas gubernamentales que afectan el trabajo, la educación o la salud; las propuestas económicas y políticas contestatarias a las oficiales y las que contrarían a las formas de gobierno imperantes; el redescubrimiento del pensamiento clásico o revolucionario y su debate. Asimismo, las campañas a través del twitter o facebook contra personajes y programas continuistas en las elecciones políticas y, por cierto, las convocatorias masivas a protestas y el repliegue oportuno por medios digitales. Una juventud acunada en la tecnología informática pero frustrada en un sistema en descomposición irreversible, usa los medios que domina para expresar no sólo su descontento, sino también su capacidad de organización y sus propuestas. Ya no entona con la Generación X ó Y. Vuelve sus ojos a la generación de sus abuelos y presta oídos a la filosofía de la lucha social y del cambio.
La tercera política cultural es la propiamente dicha, la política del sistema educativo formal y de la administración del patrimonio cultural, implementadas desde los aparatos burocráticos del estado. La política educativa se diseña desde los 90 con la dictadura fujimorista y se mantiene con todos sus componentes por lo menos hasta el último lustro de gobierno aprista. Componente del «ajuste estructural» neoliberal, es ejecutada por el Ministerio de Educación con auspicio de los organismos financieros internacionales como toda la política económica.
Se trata de liberalizar también el mercado de la educación para reducir gasto público -el ideal de la oligarquía financiera es un estado recaudador y no interventor, salvo para proteger sus intereses- y ajustar social y culturalmente a los ciudadanos para ser funcionales al nuevo orden tecnológico y posmoderno, tanto desde la educación básica en la formación de la nueva generación informática como hacia la desmovilización del molesto sector magisterial (cuya organización sindical y politización es perturbador al sistema).
Con la lógica económica capitalista trata a la organización educacional como empresa, a los docentes como medios de producción, a los padres de familia como clientes y a los alumnos como producto (el capital humano). Al punto que, en esta lógica, se llegó a dar a los directores de escuela el papel de «gerentes», ya desde la primera década de la experimentación privatizadora de la educación. El propio cambio de nominación, en los últimos años, de las escuelas o centros educativos por «instituciones» educativas tiene ese mismo sesgo, igual que los primeros decretos leyes de «autonomía» en gestión escolar que se dieron, es decir, la promoción del autofinanciamiento educativo.
Los ensayos de capacitación del «nuevo enfoque» pedagógico desde la década de los 90, propuso el cognitivismo -el constructivismo- que significó una formación pedagógica subjetivista, a la par de pragmática y utilitaria, castrada de la herencia cultural, «tradicional». Véase la reducción curricular en las áreas de formación humanística y científica, carácter cognitivista de la formación educativa que, por eso, restó fomento a las artes y al deporte, cosa que va muy acorde, además, con la lógica de reducción del presupuesto público y a su abierto sesgo privatista. Rasgo privatista que se expresó en normas que alentaban los distintos «aportes» de la «sociedad civil» (padres de familia, organismos privados), hasta el ensayo de municipalización de este último lustro, municipalización que ha sido, por su fracaso, eliminada también por la nueva administración.
La campaña de desprestigio a la escuela pública, sumado a las facilidades para la fundación de escuelas particulares con los requisitos mínimos, hizo proliferar toda clase de escuelas privadas, para todos los bolsillos, apuntalando la educación como un negocio más-recurso de autoempleo de muchos docentes o de inversionistas pequeños, así como de grandes en zonas de mayores recursos–, siendo uno de los factores del despoblamiento relativo de los centros escolares del estado. Amén de que se dejó a la suerte de cada institución particular el manejo curricular y la calidad educativa -en su mayoría de bajo nivel-, así como los negociados con textos escolares con determinadas editoriales, la venta de uniformes escolares, etc.
Todo lo cual incrementó el costo educativo en general, rebajó el nivel del aprendizaje (la reiterada posición rezagada en América Latina, en comprensión lectora, lo revelan así) que, asimismo, incluye el bajo fomento de las artes y el deporte en las escuelas. Se incrementó la violencia y la deserción escolar y, consecuentemente, se ha producido una mayor elitización educativa.
La devaluación del «insumo» maestro para considerarlo en un rol secundario -mero «facilitador» y no intermediario de la herencia histórica y cultural de la sociedad civilizada-, la proliferación de institutos de formación pedagógica por la desregulación económica del modelo, han contribuido a la rebaja del nivel docente, propugnándose así su inestabilidad laboral y la rebaja de salarios. La evaluaciones implementadas supuestamente para agarrar al toro por las astas de la deficiencia de la educación pública, según esta propuesta, especialmente el factor maestro, se reveló falsa y punitiva, por el carácter unilateral de las pruebas y porque, la «meritocrática» nueva Carrera Pública Magisterial aprobada en el último lustro (hoy igualmente en observación), que anunciaba elevar el estímulo económico, no apela a un presupuesto suficiente y su espíritu central apunta a la flexibilización laboral.
Las consecuencias han sido la caída del nivel salarial docente, aumento del porcentaje de maestros con título pedagógico desempleados, elevación del estrés y carga emocional, en consecuencia desmejoramiento de la calidad docente. Desmejoramiento de la calidad docente al que las evaluaciones han contribuido, al ser resultadistas y propugnar un docente «especialista» y no el de formador integral, el del auténtico pedagogo. De ahí la apertura -irrespetando la carrera profesional- del ingreso de «otros profesionales», ajenos a la actividad educativa con tal que dominen su «disciplina». Todo en el contexto de una concepción pragmatista de la educación. Y abarrotando, con esto, aún más el mercado laboral magisterial y contribuyendo a la inestabilidad social del docente, estrategia última de la propuesta.
De manera que si bien hasta los años 80 la educación, inserta en sociedades de herencia oligárquica, se debatía en crisis endémica, tenía una serie de falencias de inserción, era inequitativa y no había solucionado, ni mucho menos, la propuesta de una educación que permitiera el desarrollo de un hombre libre y soberano como era el ideal de los proyectos educativos clásicos; tenía, sin embargo, postulados avanzados como los de Paulo Freire y experiencias exitosas como la cubana o también experiencias de alfabetización como en Nicaragua. Entre los 70 y 90 la tasa de alfabetización, verbigracia, estaba evolucionando en América Latina. Tras largos años de reforma educativa y de experiencia neoliberal, y tras las metas por alcanzar «calidad educativa», ésta, según todas las mediciones, ha empeorado. Y precisamente porque para esta propuesta mercantilista de la educación no existen los problemas sociales, no existe el contexto social de descomposición y pobreza, ahí no se encuentra el problema, sino en la solución individual o la iniciativa privada.
Ante la falencia educativa y ante la pregunta, ¿por qué no aprenden nuestros niños y jóvenes?, la respuesta neoliberal fue amañada, ideológica, una farsa, ya que cualquier reflexión racional, de cara a la realidad, respondería que no aprenden nuestros niños y jóvenes porque, en primer lugar, están desnutridos (5 de cada 10 niños peruanos sufren anemia y 2 de cada 10, desnutrición crónica, una de las más altas en América Latina, según la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar- ENDES) Y es colosal cómo, en estas dos últimas décadas, consecuente con la ideología practicada, no se dio prioridad a una política de ayuda alimentaria -cohesionada, mínimamente eficaz– para los niños de las escuelas públicas; sí se fue pródigo, en cambio, cuando de clientelaje político se ha tratado. Los niños no aprenden porque los colegios públicos con sesgo privatista han incrementado los gastos de los padres de familia, afectando todavía más el precario ingreso familiar y, consiguientemente, la permanencia de los chicos en la escuela o manteniéndolos muy precariamente en ella; los niños y jóvenes no aprenden porque la metodología pedagógica impuesta -pragmática, reduccionista, segmentada, carente de estructura lógica-histórica de las materias-ha rebajado y anarquizado la enseñanza, además porque los profesores de por sí con carencias, no están estimulados ni capacitados integralmente, más bien maltratados y tratados punitivamente, más allá de su inestabilidad laboral recurrente. Los niños no aprenden porque en un país de mercado desregulado y corruptela estatal, los medios de comunicación, vendidos y comercialmente desbocados, son particularmente denigrantes, amorales, sin «autocensura». Los niños no aprenden porque se ha incrementado la violencia social que infesta a vista y paciencia todos los espacios sociales con sus valores tan difundidos mediáticamente y tan poco contrarrestados, el oportunismo, el ventajismo, entronizados cínicamente, sin ningún reparo social.
El Plan Lector implementado en este lustro como avanzada de formación pedagógica -la importancia de la lectura- ha tenido siempre el sello y el espíritu de la educación neoliberal. Ha importado más la metodología individualista y subjetiva, la obtención informativa, la velocidad en la comprensión lectora, antes que la reflexión humanística y el tomar en cuenta la calidad de los textos en un plan de selección literaria. El pragmatismo en la producción de textos y de lecturas tomando casi como exclusiva referencia el entorno inmediato y cuasi anulando la selección de literatura clásica e histórica, nacional y mundial. Si bien el plan ha incrementado la cantidad de horas de práctica lectora, lo ha hecho sin importar la filtración cuantiosa de textos de contenido comercial, que junto también a la responsabilidad del maestro y la presión por cumplir en cantidad más que en calidad, está la presión ejercida por grandes editoriales en este mercado desregulado y en un estado no interventor. Las que han medrado especialmente en los colegios privados de todo nivel, inflando los precios para sobornar a autoridades del colegio, en perjuicio de los padres de familia. El estado en cambio sí ha hecho presencia para los contratos de edición de textos escolares para el sector público, textos por lo demás mediocres, no sólo por el contenido estrecho ajustado a la metodología educativa neoliberal sino hasta en cosas tan elementales como las ortográficas, falencias que se han denunciado.
En el terreno de la educación superior, desde el control de las universidades públicas por la intervención militar en la década de los 90, se vivió el mismo proceso: reducción del presupuesto, normas para la obtención de «recursos propios», reducción de remuneraciones docentes y evaluación estandarizada y humillante para éstos. El recorte curricular del bagaje cultural y humanístico en las carreras profesionales son otro efecto desculturizante y acientífico de la educación superior en el modelo neoliberal.
La proliferación de institutos privados superiores -ya lo comentamos, sin control de calidad ni regulación- y la desordenada creación de universidades privadas, facilitadas por decretos leyes de la misma modalidad que para la creación de cualquier tipo de negocio privado, condujeron a la anarquía académica y descenso de la formación profesional. Por el afán de lucro se ofertó una multiplicidad de especialidades profesionales y de postgrado, incluida la formación profesional a distancia; al punto que muchas carreras profesionales difieren unas de otras dependiendo de la universidad de la cual proceden los egresados. Para no hablar de las irregularidades legales y corrupción en estas instituciones, así como de la sobreexplotación al alumno-cliente.
Los efectos generales en la esfera de la educación superior saltan a la vista: mayor elitización provocada por la dificultad de acceso aun a las universidades «públicas»- los «ingresos propios» han elevado las tasas de matrícula y los pagos que realizan los postulantes, manteniendo incluso un sistema injusto de preuniversitaria para obtener ingresos-; rebaja del nivel de formación profesional; desnaturalización del rol de las universidades como foro universal, cultural y científico; despolitización y aculturación del estudiante universitario.
El proyecto neoliberal de educación es sistémico y ha negado un auténtico proyecto educativo nacional que, precisamente, empate con un reordenamiento social y económico alternativo al imperante y que responda a la necesidad de desarrollo y progreso social realmente democrático.
Si los recursos productivos y la educación formal se han tratado como meros medios de drenaje rentista, rebasando principios básicos de la legalidad democrática, medioambiental y de los derechos sociales y humanos, otro tanto ha ocurrido con la administración del patrimonio cultural. Y no es ni mucho menos una política sólo experimentada en el Perú, viene ocurriendo por ejemplo aún en México, un país con fuerte tradición cultural nacionalista, carácter que José Vasconcelos le dio postrevolución. Y, no obstante, desde la firma del Tratado de Libre Comercio, se viene propugnado cambios legislativos para adecuarla a la gestión empresarial del manejo cultural. «El neoliberalismo ha condenado a desaparecer no sólo a los pobres de México sino también a sus culturas. Para el neoliberalismo no existe el Desarrollo Cultural que no es otra cosa que el desarrollo espiritual del pueblo, lo que puede existir acaso es el «folklore» que puede dejar dólares a la economía vía el turismo» «El patrimonio cultural solo puede ser útil en tanto sea generador de divisas. El México antiguo es para los turistas y no para la identidad de los mexicanos…» (La política cultural del estado mexicano de cara al s. XXI, www.toltecayotl.org).
Ya desde los 90, después de las políticas de ajuste, el decremento relativo del presupuesto del estado abandonó las políticas de preservación y fomento del desarrollo cultural e, igual que en los sectores productivos, alentó la inversión de capital trasnacional en el sector. Pero el capital no ingresa allí donde su inversión no le reporte rentabilidad y, salvo que esté presente un estado regulador, no considerará la preservación de los monumentos arqueológicos, por ejemplo, como prioridad. Ningún sector le reporta más que la explotación del patrimonio arqueológico y turístico en general. Y allí fue el sector donde con todas las ventajas ingresó con más fuerza el capital. Los demás sectores del patrimonio cultural y del arte, cine, literatura, música, etc., siempre han sido dominio de las verdaderas industrias culturales internacionales.
Con la creación del Ministerio de Cultura -el último año del régimen pasado- se ha pretendido unificar todas estas acciones de sesgo privatista, en un solo haz de política cultural neoliberal, absorbiendo todas las instancias culturales, incluyendo las dependientes del Ministerio de Educación, ya muy ocupado en liberalizar la educación como para ocuparse por el sostén a la manera tradicional de los otros sectores culturales como las que se encargara el Instituto Nacional de Cultura. La creación de un ministerio que desarrolle la gestión privatizadora en ese «marco de la modernización del estado».
La secuela de esto ha sido la mayor marginación presupuestal para la preservación y conservación o promoción del patrimonio cultural, tanto de los monumentos arqueológicos, documentarios o de las expresiones artísticas -a pesar de los mayores recursos del fisco en el lustro pasado- de manera que, como complemento de ello se desarrolló una política aparatosa y monumentalista (infraestructural), como la edificación del Teatro Nacional, verbigracia, que -pasada la inversión pública en su construcción- apuntaba a su autofinanciamiento, con gestión del capital privado. Criterio exclusivamente infraestructural que esconde la mezquindad hacia el gasto permanente y prioritario en el cuidado técnico y el mantenimiento del patrimonio, como hemos sido testigos con la rapiña que han sido objeto las entidades que preservan los documentos históricos: Biblioteca Nacional, Archivo General de la Nación. Todo lo cual se hizo autoritariamente y de facto, expresándose en la pose personalista, muy ajustada al egocentrismo del mandatario anterior.
La introducción del concepto Industrias Culturales -empleadas por lo demás en otras latitudes de política neoliberal- rebela este enfoque en el manejo cultural del país, tal como el mundo de los negocios lo vio históricamente cuando descubrió su veta rentable, la «cultura de masas», la mercantilización cultural, la cultura del entretenimiento-. Sólo que en países como el nuestro el lugar de las «industrias culturales» ya están copados por las multinacionales del cine, música, editoriales. Por eso la ilusión de que con el «moderno» acicate de «industria cultural» los hacedores de cultura nacional: escritores, cineastas, músicos, etc., puedan también tener su lugar dentro del contexto de las políticas del «libre mercado», es eso, una ilusión, salvo que sean parte de un proceso social hacia un estado nacional, y su lucha se convierta -no en una lucha exclusiva mercantil- sino en la forja de una política cultural, nacional y regional, que reivindique la cultura como riqueza social, como desarrollo espiritual de los pueblos, involucre a éstos en el acceso y creación cultural.
Veamos la experiencia vivida por algunos sectores del patrimonio cultural y de las «industrias culturales».
El patrimonio arqueológico
El patrimonio cultural de los recursos naturales y arqueológicos, ha sido reducido al turismo predador. Desde esta perspectiva ha llevado a una focalización de las «ofertas turísticas» más rentables, especialmente el Santuario Nacional Machu Picchu, descocándolo de su esencia de ícono de la identidad nacional. Ya desde hace años la red hotelera y el servicio de trenes que se ha ido tendiendo en función exclusiva del cliente (el turista extranjero), ha irrespetado el paisaje y la vida natural de la zona, de las comunidades aledañas, para no hablar de la connotación racista en el trato al campesino y al visitante peruano, más allá de que éstos no estén en condiciones, en general, de entrar al circuito de ofertas costosas de estos servicios. El estado ha estado ausente para regular el exceso de estas empresas, para integrar en un proyecto reivindicatorio a las comunidades campesinas aledañas y para dar alternativas de acceso decente al propio connacional.
Ese mismo concepto que emplea cualquier negocio de cualquier rubro en el sentido de que el móvil siempre es «la satisfacción del cliente» (es decir, del que compra la oferta turística, fundamentalmente el visitante extranjero) se ha manejado para establecer la cantidad de visitantes al sagrado Mausoleo. Las consultoras privadas que han manejado este asunto con aceptación del estado -y que en este último lustro han desconocido completamente el vigente Plan Maestro 2005-2015 sustentada en las normas de la Unesco, que establecen una capacidad de carga turística máxima de 2500/día, que suficientemente autofinancia y además previene la preservación del patrimonio-, tales consultoras elaboran sesudos estudios que han establecido cargas de más de 3400 y proyectándose a 6800 visitas por día. Proceso de sobreexplotación focalista – no alienta un desarrollo integral del circuito turístico nacional-, con la secuela del deterioro progresivo del Santuario. Además, con esta misma perspectiva de lucro, amplía las áreas circundantes copándolos con hoteles y otras instalaciones que atraviesan la ciudad inca, el camino del inca, etc., e, insólitamente, poniendo en duda la propiedad del Estado en estos terrenos de la «zona turística expandida», considerándolos privados o privatizables.
«Se puede mejorar diversos aspectos de gestión específicamente turística -concluye un informe de Manuel Dammert, responsable técnico del vigente Plan Maestro 2005-2015 de Machu Picchu-, para una más adecuada gestión de los visitantes, y con más amplia presencia del empresariado nacional y las comunidades campesinas, pero sin esa extraña ampliación de áreas turísticas a las que se niega propiedad del estado, sin excluir a los porteadores, y sin transformar el Itinerario cultural de caminos inca en una ruta de hotelería.» «No es solo que la Unesco vuelva a venir en enero del 2012, y existe la probable declaratoria de poner a Machu Picchu en la lista de los sitios del Patrimonio en riesgo. Sobre todo se trata que el Cusco y los peruanos afirmemos uno de los más importantes sitios sagrados del mundo andino como parte de la afirmación nacional y desarrollo descentralizado, con los cambios que el país ha iniciado.» (M. Dammert, Machu Picchu: puesta en valor o depredación, diario La Primera, 06.08.2011)
La cultura literaria
Es recurrente la mayor pauperización de la cultura literaria en el país y el abandono a su suerte de los creadores y artistas, a pesar del esfuerzo y capacidad de éstos que de manera individual o asociados crean, imprimen, fomentan foros y movimientos culturales a lo largo del país. Las causas han estado en el acentuado deterioro social y de valores ideológicos, sumado al decremento educativo que ya hemos evaluado (el Plan Lector aunque ha incrementado la demanda de lectura, ha sido demanda de baja exigencia cultural formativa gracias a la concepción constructivista implementada y al contexto de oferta comercial del que se posesionaron determinadas editoriales por el liberalismo económico -y, en esa razón, de la vista gorda de los las entidades oficiales, empezando por el Ministerio de Educación-, oferta comercial que cae como anillo al dedo a la concepción pragmatista de cultura de la propuesta neoliberal). Se suma a esto el poco serio fomento cultural. Promolibro, manejado en la línea muy respetuosa del «rol subsidiario del estado», es decir, no entrar allí donde el mercado puede «satisfacer» la demanda -léase las empresas privadas- ha sido mezquino presupuestariamente en fomentar la lectura y el libro peruano, aunque no muy mezquino, precisamente por eso, en el manejo burocrático de sus funcionarios.
Además, en ese contexto de estrechamiento del mercado cultural, la política de liberalización de las importaciones (Ley del Libro) ha dado más de los mismo, beneficiando a las grandes distribuidoras y editoriales internacionales y al libro extranjero. Por el contrario, los incentivos, en ese contexto, poco ayudaron a las empresas editoras nacionales, editoriales nacionales que son precisamente las que están en la mejor disponibilidad de publicar al autor nacional y promocionar a los nóveles. Nada de eso ocurrió, al contrario, para no morir de inanición, tuvieron que banalizar su oferta literaria (Coello; Sí se puede) a la par que las empresas internacionales que nos abundan con libros esotéricos, de autoayuda o literatura ligera.
Ante tal deterioro social y abandono cultural, las editoriales pequeñas son un punto aparte de gestión empresarial y literaria, pero también expresión de sobrevivencia de esa condición social del país. Son prácticamente fuentes heroicas de autoempleo y autopublicación -financiamiento propio de autor en impresión, además de distribución- de la gran cantera de escritores y poetas peruanos de la ancha base social, limeña y regional, muchos de gran talento pero invisibilizados.
Las grandes editoriales, no obstante favorecidas con las exoneraciones, responden a la demanda de los sectores sociales de élite -aún más en este proceso de mayor elitización– y para algunos mercados con posibilidad de gasto como los colegios privados o colegios religiosos semiprivados. Naturalmente no promueven al autor nacional -ni el estado estuvo presente para proponer determinadas condiciones de fomento del autor peruano- o a lo más lo hacen con los ganadores de premios que organizan internacionalmente favoreciendo a autores que provienen generalmente de esas mismas élites y que se ajustan a la demanda de producción literaria comercial del mundo actual.
La piratería no es, aunque la agrava, la causa de la crisis editorial nacional. Aquella es también consecuencia de la desregulación del mercado y del deterioro social, lo que sumado a las facilidades de la tecnología actual, ha campeado en el disminuido mercado interno. Así como las grandes editoras campean, por sus altos precios, en los sectores favorecidos. Estrujadas entre ambas se debaten las editoriales formales locales.
La tarea está clara para el nuevo periodo, como en los demás sectores culturales: exigencia de un estado nacional que desarrolle tanto el mercado interno como la industria local, apuntalando al desarrollo social, así como reasumir su rol, por décadas muy abandonado, hacia el fomento integral de la cultura. En esta labor el escritor, el creador, tiene un rol que jugar, no en la mira pequeña de demandas coyunturales o muy específicas como si, gracias a la vanidad -como decía José Carlos Mariátegui, propio del artista- reclamara una posición de sector privilegiado, sino en la mira del compromiso con la suerte, los derechos y las reivindicaciones del pueblo del que forma parte. La suerte malquista del escritor sin seguro y sin pensión y que se muere de hambre y muere abandonado, es la suerte de millones de peruanos en la condición de país castigado, situación que mejorará o hará digna la vida, si el escritor también, como sujeto social, organizándose y luchando con su pluma y con su talento, contribuye a aupar esta perspectiva abierta de cambio social.
El cine nacional
Las demandas al estado de incremento de presupuesto (o cumplimiento de lo previsto en ley) para el fomento descentralizado de la producción nacional de cine -o de audiovisuales-, así como mecanismos regulatorios de fomento para hacer más competitivo el cine nacional ante el cuasi monopolio de las películas de Hollywood, eran demandas recurrentes desde mucho tiempo. Pero con la creación del Ministerio de Cultura, en el último año de gobierno aprista, se dio un salto cualitativo para atrás. Se pretendió consumar las políticas neoliberales como en los otros sectores económicos y sociales. Se promovió la promulgación de una ley en el Congreso favorable a los «majors» (las grandes distribuidoras) estableciéndose que, a condición de bajar a 0% su tasa de impuestos, realicen, en la práctica, un aporte voluntario o donativo para contribuir con los fondos para promover el cine nacional. Junto a la disolución de CONACINE -entidad más representativa del cine nacional- y su sustitución por una entidad burocrática y autoritaria, conllevó a la pérdida de presupuesto y al manejo caprichoso de los incentivos para el cine nacional: suspensión arbitraria, hermetismo, cambio de jurados a última hora, en los premios y concursos previstos, como lo denuciaran diversos comunicados de la Unión de Cineastas del Perú.
«Por suerte esta iniciativa (la ley favorable a los majors) no llegó a prosperar…, porque hubiera significado la privatización del apoyo cultural al decretarse adicionalmente la pérdida del presupuesto de CONACINE», dice un comunicado de la UCP del 28.07.2011. Pero ya la propia Presidenta de la Comisión de Cultura del Congreso se había pronunciado en diciembre de 2010: «No cabe duda tampoco de que la ley aprobada por el Pleno es una ley lobbista promovida por las llamadas «majors» (las cinco grandes distribuidoras). Con esto se completa la dominación de nuestra cinematografía por Hollywood y sus empresas, quienes, además de no pagar impuestos por el ingreso de las copias de películas, transferirán a su matriz central US$ 5 millones adicionales al año…, continuando, asimismo, con su política de relegar y maltratar la presencia del cine nacional en las pantallas. Esta es una ley inédita promovida por estas empresas». Y el mismo comunicado de la UCP concluye: «la creación del Ministerio de Cultura …no resultó muy beneficiosa para la comunidad cinematográfica, pues la fusión por absorción del CONACINE, establecida en el Decreto Supremo inicial del ministerio, ha significado para todo efecto práctico la desaparición del organismo oficial, recayendo las atribuciones y decisiones de la ley en un funcionario, que ni siquiera pertenece al sector, acompañado de una decorativa y finalmente irrelevante Comisión Consultiva Nacional de Cinematografía (COCONACINE).»
Y es que, sintomáticamente, quien como Director General de Industrias Culturales y Artes ha tenido protagonismo en todo este proceso de halo privatista en lo relacionado al cine nacional, ha sido un economista, experimentado funcionario público que ya había sido influyente asesor en el Ministerio de la Producción y en el manejo de las políticas de Turismo del régimen saliente. «Es pertinente tomar en cuenta estos antecedentes -concluye el comunicado de la UCP del 27.07.11- cuando existe una corriente de opinión, de la que es parte el ministro saliente Juan Ossio, de reunir la cultura y el turismo en un solo ministerio». Se refiere, claro está, al criterio puramente mercantil como se manejó el rubro del turismo con el patrimonio cultural en las otras áreas.
La nueva gestión que ha sustituido a alguien que era ajeno al sector por un cineasta -Christian Wiener- en la dirección general de Industrias Culturales, en cuyas propuestas trasluce la convicción de convertir al estado en eje para el crecimiento democrático del cine nacional y recuperar su perspectiva artística y de identidad nacional y multicultural, augura mejores perspectivas para el cine peruano. Porque no hay otra forma de pretender el desarrollo nacional del cine que no sea la dualidad promoción estatal y arte. El cine nacional sólo puede legitimarse como alternativa -ante el posicionamiento de facto de las grandes industrias culturales internacionales- con un cine que reivindique su identidad nacional y la diversidad cultural o regional, en una lucha por recuperar la naturaleza del arte como fuente de enriquecimiento espiritual, humanización y contribución al desarrollo social. Precisamente porque la alternativa puramente lucrativa dominante en el mundo es la que ha traído la desigualdad de desarrollo entre los países y la enajenación y deshumanización cultural.
Hay una actitud cínica o una confusión de algunos productores o actores mediáticos peruanos que, ante el alejamiento del público de las salas, pretenden que el remedio sea ser más machaconamente comercial pues el público «sólo quiere pasar un buen momento y basta», que el cine peruano está mal «porque todos quieren ser Felline». Cuando es precisamente lo contrario. La escuela de cine del Cusco de los años 50-60 señaló el camino a tomar con un cine documental, y asimismo de ficción, pero de profundo raigambre andino, o popular, que fue el fervor del público cusqueño y también limeño. «Cuando se estrena «Kukuli» en el cine Le París -dice uno de sus integrantes, el camarógrafo Luis Vignati- las colas eran enormes. Por primera vez se veía en el cine a gente campesina…, a gente de los barrios periféricos de Lima… Era la primera cinta hablada en quechua…» Pero aun cuando en los 80, o en períodos recientes, se ensayó buen cine hemos visto la respuesta del público, como la vemos en otras regiones de América Latina. Lo que ocurre es que el cine nacional mendicante tiene una ínfima participación en el circuito de cine en el Perú. Y además se pretende competir recurriendo a propuestas manidas, gastadas, que apelan, muy huachafamente, a los patrones de sexo y violencia del cine americano, con el ingrediente de lo grotesco como sello propio.
El fomento para una cobertura bastante mayor de participación en la pantalla nacional, unida necesariamente a una mejor propuesta de identidad cultural y artística, harán no sólo «competitivo» el cine nacional, sino que contribuirá a una verdadera cultura de masas y a un acercamiento auspicioso a otros países de nuestra región latinoamericana y, porque no, mundial.
Epílogo
La política neoliberal ha significado una amenaza letal, y lo sigue siendo, para el desarrollo cultural del país, pero porque lo ha sido para las condiciones materiales y sociales de existencia. Así como lo viene siendo en el mundo. Deprimió no sólo la condición educativa y cultural, moral y ética, así como el patrimonio cultural heredado y el quehacer artístico de las instituciones locales, sino que está afectando el ecosistema particularmente de las culturas vivas, de los pueblos originarios ubicados en las zonas de explotación de los recursos naturales. Amenaza del ecosistema que, naturalmente, no sólo depreda a las culturas vivas, sino que, con ellas, involucra la existencia humana en general.
Pero el efecto de desequilibrio humano ecológico se ve también en la ciudad, además del campo, no solo por la pauperización social, se da también transversalmente, afectando todo el espectro de la sociedad, con el perjuicio que las empresas liberalizadas hacen contra la calidad alimentaria y de salud -recientemente la penetración de transgénicos-, con la complicidad de un estado que desprotege militantemente a los ciudadanos.
No obstante, nuevas condiciones se abren que pueden permitir enrumbar hacia un reordenamiento social más racional y humanizado. Y aquí, otra vez, antes que sea demasiado tarde, la responsabilidad es transversal. Aunque el protagonismo fundamental es de los pueblos y sus organizaciones y, en esa carrera, los cultores del arte y la literatura tienen un rol decisivo que jugar.
Arturo Bolívar Barreto es poeta, narrador, luchador social. Ha publicado Historia singular del profesor Chicho Rivasplata y otros cuentos (1997), la novela Gotita (2002), el libro de poesía Creciente hora nuestra (2010); así como artículos y comentarios.
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