Las presentes líneas no se pretenden una nota periodística en sentido estricto. Para serlo, debería haber una fuente fidedigna de donde surgió lo informado, una investigación pormenorizada de lo que se informara, una pretendida neutralidad profesional en la forma de presentar el tema. No digo con esto, entonces, que lo aquí presentado es una pura […]
Las presentes líneas no se pretenden una nota periodística en sentido estricto. Para serlo, debería haber una fuente fidedigna de donde surgió lo informado, una investigación pormenorizada de lo que se informara, una pretendida neutralidad profesional en la forma de presentar el tema. No digo con esto, entonces, que lo aquí presentado es una pura reacción visceral. Sin dudas, no. Es, en todo caso, una reflexión en voz alta (si es que alcanza a ser tal; prefiero no presumir y decir: unas cuantas preguntas), fundamentada en una razonable duda. ¿Neutra? No, sin dudas no. Hay aquí una decidida toma de posición: escribir estas líneas implica abrir un cuestionamiento sobre lo que estamos acostumbrados a consumir mansamente como «noticias».
El mismo día en que tiene lugar una sesión del G8 en Escocia, días después de los monumentales conciertos del Live 8 -fabuloso montaje ¿anti pobreza?- con un llamado a la no-violencia, con el agregado -azaroso o no- de la elección de Londres como sede de los Juegos Olímpicos 2012, el malo de la película, el asesino sediento de sangre de Al Qaeda vuelve a atacar en ese escenario: en la capital del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
Sin la más mínima sombra de duda es condenable cualquier forma de ataque terrorista. Si el hecho de hacer volar por el aire a una cantidad de población no combatiente, que va a su trabajo, que viaja en un medio de transporte público, se define como una expresión política, definitivamente eso es un método de hacer política muy, pero muy equivocado. La vida de cualquier inocente no justifica, en modo alguno, un fin último pretendidamente político. Claro que, aunque estemos acostumbrados y se nos haya hecho ya normal, tampoco lo justifica una guerra. ¿Son acaso más legales, menos odiosas, más «buenas» las bombas inteligentes que caen sobre Bagdad o Falluyah que el explosivo que destroza un tren en Londres o en Madrid? Pero dejemos eso de momento.
Los ritos de estos últimos tiempos ya nos tienen acostumbrados a una reunión anual de los siete mandatarios (siempre varones, siempre viejos, siempre blancos -bueno, también hay un oriental- pulcramente vestidos con impecables trajes y corbatas) -ahora con el agregado de un octavo, enviado de la «arrepentida» Rusia-, representantes de las grandes economías que manejan el mundo: el G8. Paulatinamente este grupo ha ido convirtiéndose en un virtual gobierno planetario, fijando líneas para toda la población mundial, aunque formalmente no es sino un encuentro de jefes políticos de países interesados en la situación general. Con apenas el 10 % de la población global total, los países que componen el G8 concentran el 60 % de la riqueza total de lo producido a escala mundial. Por otro lado, albergan a la gran mayoría del 1% de los más ricos del mundo (apenas 50 millones de personas) que tienen ingresos equivalentes a los del 42 % de los más pobres (unos 2 mil 700 millones de seres humanos). Además, el G8 controla el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el derecho de veto de cuatro de los cinco miembros permanentes; tiene poder mayoritario de decisión en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Mundial y reúne, en conjunto, el aparato militar más desarrollado y sofisticado de la tierra.
¿Pero quién los eligió como gobierno del mundo? ¿En nombre de quién ejercen su poder en tanto amos del planeta?
La reacción ante sus cumbres también ha pasado a ser parte de la historia reciente; en cada ocasión que se reúnen -con gastos en seguridad escalofriantes; para la presente cumbre de Gleneagles, Escocia, se gastaron 40 millones de dólares- el repudio hacia ellos por parte de las organizaciones civiles va en aumento. Repudio que pone de manifiesto el sentir de las poblaciones con relación a las políticas económicas que recorren el mundo, que no es otro que el de su profundo rechazo. Año con año, ese repudio torna más evidente la crisis estructural de la que la economía capitalista no puede -ni obviamente quiere- salir. Y consecuentemente, ese repudio torna también, año con año, más complicadas esas cumbres.
Como estudiada respuesta a ese clima de protesta popular que ya había comenzado en Escocia días antes de la cumbre y que, desde la óptica de los poderes, se preveía de difícil manejo, se organizó el festival Live 8, publicitado evento dizque para presionar a los mandatarios del G8 a tomar acciones concretas contra la pobreza y para pedir más ayuda para el Africa, el continente perdido. Llamativo montaje: en estos grandes ocho super conciertos desarrollados en otras tantas ocho ciudades con estrellas de la música pop (ninguno con tradición contestataria por cierto), la consigna era la «protesta» pacífica, subliminal mensaje para desacreditar toda forma de protesta violenta (de real protesta, dicho en otros términos). Llamativo -o execrable- que todo ese montaje se hiciera con los aportes de las grandes empresas multinacionales, aquellas que representan los mandatarios del G8 justamente y causantes únicos del desastre económico y social del mundo.
En este clima de bajarle el perfil a la protesta violenta, casualmente -una vez más, casualmente- aparece en escena el «villano». Una vez más, entonces, la archipoderosa, omnipotente, ubicua, monstruosa organización de Osama Bin Laden, Al Qaeda, aparece con su cuota de violencia irracional.
Insistimos: en modo alguno se puede justificar una carnicería como la ocurrida ayer en Londres. Y en modo alguno, desde una visión de «poderes conspirativos ocultos», querríamos decir que estos atentados son producto de los mandatarios reunidos en Gleneagles. Pero como mínimo deben abrirse algunos sanos interrogantes. ¿Por qué se insiste tanto, pero tanto, casi enfermizamente, con la «guerra contra el terrorismo» y no con la «guerra contra la pobreza»? ¿Tanto poder puede tener una organización como la de este ¿ex? agente de la CIA? ¿Por qué los atentados de estos «bárbaros fundamentalistas islámicos» son tan funcionales a esa guerra contra el terror? Después de estos bombazos, enérgicamente condenables por cierto, ¿se llegará a consensos reales en la cumbre del G8 para terminar con las injusticias en el mundo, con la pobreza, con el desastre medioambiental, o se reforzará una vez más la guerra contra el terrorismo?
La guerra mediática es una, cuando no la más, de las más asimétricas y perversas guerras en relación al poder que disponen las partes enfrentadas. A la guerra convencional de los ejércitos regulares los pueblos le han opuesto, en muchos casos con éxitos contundentes, las guerras de guerrillas. Pero a la guerra mediática las grandes masas desarmadas no tienen mucho, o nada, que oponerle. Si diez, cien, mil veces por día vemos y escuchamos que los «fanáticos musulmanes de Al Qaeda quieren destruir los cimientos de la democracia», finalmente terminaremos por creerlo (los humanos tenemos límites muy a la mano, no olvidar).
Como comencé diciendo: esto no es una noticia. Y no es un escrito neutral. Es una pregunta necesaria: ¿por qué nos siguen manipulando tanto? La muerte nunca puede ser una buena noticia, en absoluto. ¿Pero por qué no insistir respecto a que mueren muchas más, infinitamente muchas más personas de hambre evitable, de diarrea evitable, de ignorancia evitable que los que mueren en estos bombazos repudiables?
Seguramente terminará la actual cumbre del G8 sin ningún gran acuerdo real para combatir las carencias elementales que sigue sufriendo muy buena parte de la humanidad así como el evitable deterioro medioambiental (deterioro que obedece a la loca sed de lucro y no a otra cosa) pero sí habrá un reforzamiento del llamado a la guerra antiterrorista. Las carencias pueden esperar; la guerra no. ¿No es llamativo?
¿No es llamativo esto de los bombazos? ¿No suena un poco raro que después de la participación del hombre más rico del planeta (a costa del trabajo de otros, claro) en un llamado a la ¿pacífica lucha contra la pobreza? en la parodia de espectáculos que fue el Live 8 sobrevengan estos atentados?
Como esto no es una noticia sobre los bombazos sino una pregunta sobre ellos, no podríamos menos que cerrar el escrito con un comentario más que adecuado: «¿A quién debe dirigirse la propaganda? ¿A los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (…) La tarea de la propaganda no consiste en instruir científicamente al individuo aislado, sino en atraer la atención de las masas sobre hechos y necesidades. (…) Toda propaganda debe ser popular, y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige. (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas, por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea.» Adolf Hitler, «Mi lucha».