En ocasiones anteriores, cuando me tocó hablar de las lecciones aprendidas del proceso de cambio en Bolivia durante el gobierno de Evo Morales del que fui parte, y conociendo también lo que pasó con el proceso ecuatoriano en el gobierno de Rafael Correa, o en el salvadoreño encabezado por los gobiernos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), indiqué que para la izquierda continental es importante asumir que no se trata únicamente de conquistar por vías electorales el gobierno, cosa importante y necesaria, pero no suficiente para garantizar la transformación revolucionaria de la sociedad.
Lo fundamental es construir los sujetos históricos que gestarán las grandes coyunturas para los cambios revolucionarios, profundizando con su movilización esos cambios, al tiempo que organizan sus poderes populares. Es a esto que le denominamos la estrategia del doble poder transformador: implementar medidas de cambio desde el poder institucional de los gobiernos de izquierda, pero también construir y fortalecer los poderes populares desde abajo.
Con frecuencia se comete el error de confundir sujeto histórico con sujeto electoral. Es verdad que en determinadas circunstancias el sujeto histórico transformador puede y debe expresarse electoralmente, pero ello no significa que debamos interpretar una masa votante como si ya fuera el sujeto histórico. Esta equivocación, en la que suelen caer algunos proyectos políticos, se origina en la concepción institucionalista del Poder, que ha llevado a que organizaciones de izquierda, en la medida que absolutizan la vía democrática formal, se van convirtiendo en eficientes maquinarias electorales al mismo tiempo que debilitan sus estructuras sociales de base y abandonan el trabajo de masas. No es sólo que se desideologizan en términos revolucionarios, sino que van cambiando de ideología, asumiendo como propia la concepción liberal-burguesa-representativa de la democracia.
Por ello es que para hacerse viables en la competencia electoral, estas organizaciones atemperan sus programas, moderan sus discursos, cambian los antiguos denominativos partidarios por otros nuevos menos radicales, difuminan las fronteras ideológicas, flexibilizan sus políticas de alianzas, cambian el perfil de sus candidatos y asumen la mercadotecnia política como principal herramienta que va sustituyendo el trabajo de bases. El gradualismo es la idea rectora de todas estas prácticas, cuyo nefasto antecedente fue la socialdemocracia europea que, como sabemos, se liquidó a lo largo del siglo veinte como opción política revolucionaria. En América Latina, la centroizquierda institucionalista de Chile fue la que más aplicó esta vía, formando gobiernos de concertación que terminaron administrando el modelo neoliberal chileno.
Recuerdo que allá por el año 2009, cuando me tocó asistir en representación del gobierno boliviano a una de esas cumbres hemisféricas que organiza la Organización de Estados Americanos (OEA), hablaba José Insulza, por entonces secretario general del mencionado organismo, afanándose por convencer a quien quisiera escucharlo de los logros del progresismo chileno cuyo sello era el “avance gradual, pero sostenido”. Del revolucionario que trabajó como secretario en la cancillería en la época de Allende ya no quedaba ni rastros en Insulza, como muchos otros se había convertido en un liberal adocenado. Se comprende que el pueblo chileno se haya cansado de esta centroizquierda gradualista, convertida en Chile luego de las últimas elecciones a constituyentes, en un factor políticamente secundario.
¿Es el gradualismo la única vía? Por supuesto que no, las organizaciones revolucionarias latinoamericanas debemos trabajar en la construcción de sujetos históricos asumiendo que es un largo e ininterrumpido proceso, que supone nuevas formas de pensar y actuar cada vez más colectivas, comunitarias y solidarias. Esto debe reflejarse a su vez en formas organizativas en las que una verdadera democracia participativa y directa se ejerza, retornando la propia democracia, desde su instrumentalización liberal-burguesa cada vez menos democrática, a su original significado: el poder del pueblo.
América Latina atraviesa por una coyuntura en la que se disputan el predominio continental los proyectos populares de transformación revolucionaria y los proyectos de regresión neoliberal con fuerte componente fascista.
En Bolivia la derrota de los golpistas en las elecciones de octubre de 2020, que permitió la recuperación del proceso de cambio con el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), cuyo retorno sin embargo no se da con el mismo nivel de acumulación política de fuerzas que alcanzó el proceso boliviano en el período anterior; en Chile, el triunfo de los movimientos sociales y de la izquierda articulada a ellos en la elección de constituyentes de mayo de 2021; en Perú, el descomunal avance de los sectores populares y del movimiento indígena con el candidato Pedro Castillo en las elecciones presidenciales, y en Colombia, el levantamiento popular que ha mostrado novedosas formas de organización de masas, permiten vislumbrar la apertura de nuevos procesos de transformación social en Sudamérica, procesos en los que pueden consolidarse las organizaciones revolucionarias que conserven su vínculo con los movimientos sociales.
Sin embargo no todo son avances. La victoria del bukelismo en las elecciones legislativas realizadas en febrero de 2021 en El Salvador, el triunfo del empresario neoliberal Lasso en las elecciones presidenciales en Ecuador de abril de 2021, favorecido por el llamamiento al voto nulo que hizo la organización Pachakutik, son muestras de que la derecha neoliberal no está acabada en el continente.
La izquierda latinoamericana debe aprender de Colombia, Chile y Perú, que se están convirtiendo en epicentros de los procesos de transformación en el continente. Hay que sacar también las lecciones de El Salvador, Ecuador, Brasil y Uruguay. Cuando los partidos de izquierda se institucionalizan demasiado, cuando se separan del pueblo, cuando se convierten en una izquierda sistémica y moderada, son derrotados por la nueva derecha “popular” que ha aprendido a hablar al pueblo de manera directa. Cuando los partidos de izquierda son instrumentos políticos del pueblo, de los movimientos sociales, cuando son herramientas de la lucha de los de abajo, entonces se fortalecen y pueden avanzar junto a las masas. Este es el camino.
Alfredo Rada, exministro y viceministro en el gobierno de Evo Morales