Habrá que esperar para ver hacia donde van los «grillos», pero de momento hay algo que se puede constatar: el hundimiento de todo lo que significó el PCI. No ha hecho falta ninguna represión, ellos mismos se han entregado. No hay que perder mucho el tiempo con la otra izquierda, la derivada de la antigua […]
No hay que perder mucho el tiempo con la otra izquierda, la derivada de la antigua socialdemocracia italiana. Después de un siglo de historia, lo que quedaba desapareció también de la manera más penosa posible. Su principal exponente acabó sus días en el Túnez de Ben Alí, pues para algo tenían que servir las relaciones con la que todavía se hace llamar Internacional Socialista. Por cierto, que nadie busque en las hemerotecas alguna crítica escrita por cualquiera de los «intelectuales orgánicos» del PSOE-PSC; perdería el tiempo.
Otra cosa muy compleja ha sido muerte de «la gran esperanza» comunista oficial, el PCI. El partido comunista más importante en los países capitalistas desarrollados en la «dopoguerra», mucho más abierto y evolucionado que su potente homólogo francés (PCF).
Su mítica se había forjado sobre todo en la Resistencia. Y todo el mundo reconocía que sus «partisanos» no habían permitido que Mussolini muriera en la cama, e incluso llevaron a cabo una significada depuración de mandos fascistas, aunque insuficiente como dejaban entender películas como La larga noche del 43 (1960), de Florestano Vancini, o Libera, amore mio (1975), de Mauro Bolognini, que incidían amargamente en como el aparato fascista se trasmutó en la Democracia Cristiana.
El PCI había logrado encauzar un vasto movimiento de masas tan extenso que durante un tiempo quitó el sueño al Imperio, aunque tal expansión estaba atravesada por fuertes contradicciones, y desde luego, no amenazaba el Imperio.
Fundado por la extrema izquierda socialista en Livorno en 1922, bajo el liderazgo de Amadeo Bordita (un revolucionario «intransigente» sobre el que habría que hablar más) y Antonio Gramsci. Pero este PCI poco tenía que ver con el que lideraba Palmiro Togliatti en el momento de la «svolta di Palermo». Togliatti no quería ninguna revolución, su apuesta no era otra que la reconstrucción del Estado, facilitar que la Democracia Cristiana liderara esta reconstrucción. Se objetará que las tropas norteamericanas estaban allí, que el Mando Aliado no había dudado en echar mano a la Mafia para sus planes, y es cierto. Pero en el fondo, esta no era más que una excusa como la que utilizó Carrillo en 1977. Cuando existe una voluntad en cambiar las cosas, los pasos atrás impuestos por las circunstancias adversas (a veces hay que saber retroceder en una huelga), son para preservar los logros, y preparar nuevos avances nada más que se pueda.
El PCI de Togliatti acabó adoptando a Gramsci como florero, pero su finalidad era el propio partido, la ascenso social de sus cuadros dirigentes.
Como es público y notorio, Togliatti mantuvo unas relaciones privilegiadas con Stalin. Cuando en 1956, se enteró del contenido del informe de Kruschev para el XX Congreso del PCUS, se plantó en Moscú…con el objetivo primordial de evitar que las «revelaciones» no afectaran a él y a su partido. En la fase siguiente, el PCI apareció como el partido más autónomo de la «patria socialista», y se mostró mucho más abierto que su homólogo francés, pero su naturaleza no fue en absoluto diferente, siguió siendo una finalidad en sí mismo solo que todavía más tibia. Siguió siendo un partido jerárquico que no toleraba la disidencia, que controlaba firmemente a sus intelectuales, y no permitía que sus bases tuvieran vida propia.
Por este camino, el PCI llegó casi a dar al «sorpasso, cuando en las elecciones generales de 1976 superó el 34% de votos. Así, lo mismo que sucedió en Francia con el mayo del 68, el PCI, actuó igualmente como la última barricada del sistema ante una ola de huelgas y movilizaciones mucho más dilatada, pero en el fondo, más profunda que la de francesa. Hasta entonces, el PCI había defendido la propuesta de un «compromiso histórico» por llevar a cabo reformas graduales legales que permitieran ir avanzando al socialismo, Tal propuesta se vio ilustrada con la experiencia chilena de la «Unidad Popular» chilena bajo batuta de Salvador Allende, pero el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, detrás del cual estaba la Trilateral, Berlinguer y la dirección del PCI, dieron otro paso hacia atrás.
Luego, el hundimiento del PSI, les dejó abierta la puerta para ocupar su lugar, eso sí con otro discurso, y esa se convirtió en su «meta final».
Esta historia me quedó más cercana cuando en 1986, gracias a mi amigo, Antonio Moscato, el único profesor especializado en la historia del movimiento obrero que tenía una cátedra con este nombre. Entonces pasé una semana en «el tacón de Italia» ofreciendo algunas conferencias sobre el 50 aniversario de la guerra y la revolución española. Recuerdo que por entonces llegó a mis manos un número especial de «La Unitá», en la que destacaba un artículo muy extenso de Antonio Elorza, por entonces, todavía militante del PCE. Pues bien, el trabajo no hacía mención al asunto de la intervención soviética y del papel de Stalin en la guerra española, y ponía el hincapié en la entrega de la militancia de base del PCE y las JSU, algo que, por supuesto, nadie había cuestionaba. Que el PCI seguía «históricamente» anclado en sus «tradiciones» lo demostró un hecho vivido por Pelai Pagès en mayo de 1987, cuando fue invitado por un sector de la asociación de antiguos partisanos que no debían comulgar mucho con las tesis históricas oficiales. Pelai, por supuesto, ofreció una versión en la que se reivindicaba las barricadas de Barcelona. Eso ofendió al PCI, que se hizo visible cuando fue a amonestarle el hermano de Gian Carlo Pajetta, uno de los líderes históricos del PCI. Este le advirtió que aquello no se volvería repetir, que el PCI era el que gestionaba la entidad y no lo iba a permitir más. De esta generación sobreviviría en el primer plano de la política, Giorgio Napolitano, miembro del PCI desde 1945, y diputado desde 1953, y un buen arquetipo de político corrupto.
Durante aquella estancia, la tesis de Moscato y demás amigos italianos era que los cuadros del PCI estaban desesperados por ocupar cargos en la administración. Por llegar a ser de una vez, un partido de gestores del sistema sin hacerle asco a nada, eso sí, con un discurso «socialista». En ello estaban, cuando les cayó encima las ruinas del «socialismo real», ante lo cual, no tuvieron problemas en tirar la borda todo su pasado. Algunos de los portavoces de la mayoría llegaron hasta el extremo de darle la razón al anticomunismo neoliberal, y el secretario general D´Alema, llegó a afiliarse…al Opus Dei y declarar su admiración por Wotyla, y siguió en su puesto, Quedó inmortalizado en Aprile de Nanni Moretti, cuando, para desesperación de Moretti, ni tan siquiera se atrevía a replicar a Berlusconi, de «decir algo de izquierdas».
En medio del desconcierto general, la mayoría acabó convertido en un émulo italiano del partido demócrata italiano. Ahora actúan como la mano izquierda de Monti, con excepción al parecer en algunos lugares donde todavía quedan restos de militancia más de de izquierdas. Un personaje especialmente representativo de esta involución es sin duda Giorgio Napolitano, miembro del PCIO en 1945, parlamentario desde 1953, más eurocomunista que Berlinguer, hasta llegar a sentarse a la diestra de Berlusconi y de trazar una biografía de «capo» político inquietante. El principal valedor de Napolitano aquí es Antonio Elorza, quien siempre ha tenido palabras elogiosas para el personaje. Llama la atención la apreciación de Elorza sobre Beppe Grillo: desde el anarquismo se puede ir al fascismo…
De este tronco surgieron dos fracciones, la neoestaliniana de Cosutta, homologable a lo que aquí es el sector del Partido Comunista de Cataluña y parte del PCE, y la de Fausto Bertinotti, muy apreciado en los tiempos de la movida altermundialista de Génova y que gozó entre el personal más combativo de un importante prestigio entre nosotros. Muestra de ello fue la edición del libro, Ideas que nunca mueren (El Viejo Topo, Mataró, 2002), un título que parece desmentido por los acontecimientos. «Refundazione» se había hecho el «hara kiri» cuando colaboró con la política institucional de «El Olivo», una política tan podrida como la nuestra. Ni uno ni otro ha obtenido representación en los últimos comicios Por lo que parece evidente que el PCI, si no había muerto del todo en los años noventa, poca vida le queda ya, si le queda alguna. Su lugar más obvio parece ser los Museos.
El PCI era citado por muchos militantes del PSUC y del PCE. Por supuesto, ninguno se podía imaginar lo que acabaría sucediendo. Pero quizás sea el momento de evaluar el porqué de todo esto, porque todo un modelo de partido ha acabado su trayectoria, y lo ha hecho colectivamente, con más pena que gloria, aunque ya hacía mucho tiempo que los comunistas más honestos, habían buscado otros derroteros.
Entre estos admiradores, recuerdo especialmente a Jordi Guillot, personaje clave en las hasta entonces combativas Comisiones Obreras de la Sanidad. Miembro del «aparato» del PSUC, Guillot fue nombrado en 1978, secretario general de la Federación de Sanidad de Cataluña del sindicato con un procedimiento estalinista clásico: vaciando la asamblea de afiliados «incontrolados», logrando el nombramiento a «vaso cerrado», o sea votando entre los «comitards» (por allí andaba Joan Coscubiella) donde el sector crítico éramos minoría. En medio de las ásperas disputas de entonces, me viene a la memoria una ocasión en la que Jordi evocó casi en clave lírica, la línea de «acumulación de fuerzas» del PCI. Como si se tratara de llenar una tinaja, y no de algo mucho más complicado. Luego vendría lo que vendría en el PSUC, pero Jordi ya había dejado su carrera para convertirse en un profesional de la política, institucional por supuesto.
A esta guisa, Guillot fue concejal en L´Hospitalet, representante de IC en el «Consell d´Administració de la Corporació Catalana de Radio i Televisió» (1988-1992), amén de miembro de una ONG llamada «Caixa de Catalunya», y al final, ha sido recompensado con un buen asiento en el Senado, lugar donde actúa (nunca mejor dicho) como si sus posicionamientos tuvieran alguna utilidad social en la más gravosa e inútil de todas las cámaras, lo que es ya decir. Pero hay algo que está fuera de duda: esta actuación escénica le comportará al senador…una pensión que recompensará toda una vida profesional. Un tiempo en el que los de abajo han ido sumando derrotas tras derrotas, como en Italia.
La última vez que tuvo el gusto de asistir a un debate con Jordi Guillot, fue cuando en respuesta a una propuesta de Ramón Luque para IC se abriera hacia la izquierda y no hacía el PSC, intervino con ironía para preguntarse donde estaba esa izquierda. Inquirió si Ramón se refería a un grupo llamado Batzac, sobre el que salía una pequeña nota en El Periódico, lo que provocó un murmullo de risas entre los asistentes. No había, pues, otra izquierda. Por supuesto, no iba a ser él, el que la buscara entre esos grupúsculos extraviados de la historia. Batzac (golpazo en catalán), que fue el «Espai Alternatiu Jove» de Cataluña, no tardaría en crear Revolta Global, donde recabaría un servidor cuando EUiA, pero esta es ya otra historia.
¿A dónde quiero ir a parar con todo esto?, pues a la conclusión de que ninguno de los desastres de la política italiana de los últimos tiempos (Berlusconi, la llegada de los neofascistas al gobierno, etc.), son la consecuencia de la «debacle» política, social, cultural y moral de esa izquierda impresentable. De unos comunistas arrepentidos que se habían creído de verdad lo del fin de la historia.
Parece que habían hecho suyo aquel viejo dicho castellano: «Sí no lo puedes vencer, únete a ellos».
Fuente: http://www.kaosenlared.net/component/k2/item/49095-comunismo-italiano-un-epitafio.html