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Conmoción geopolítica, vacío estratégico y confinamiento como recurso económico

Fuentes: Rebelión

A diferencia de lo actuado en 2008, pasados tres meses de la detonación bursátil del 9 de marzo último, Estados Unidos no ha logrado articular un plan internacional para afrontar esta crisis, más grave aún que la precedente.

Por el contrario, la pandemia y luego el desenfreno policial que acabó con la vida de George Floyd completaron la irracionalidad del sistema y mostraron la parálisis estratégica de la Casa Blanca. El mundo está despertando por estos momentos a la realidad geopolítica en la que la decadencia del mayor imperio le impide contar con una potencia rectora. El capitalismo mundial ha perdido el eje.

Nada más elocuente que el atolondrado intento de Donald Trump por realizar una reunión del G-7, el cenáculo imperialista hasta ahora hegemonizado por Washington. Primero buscó hacer una reunión por video-conferencia programada para el 10-12 de junio. Luego, por tuiter, exigió un encuentro presencial de los siete mandatarios en Camp David, para fines de junio. Ante el rechazo de sus socios, el presidente acosado esgrimió otra carta: invitar a India y otros tres países a engrosar el G-7 y realizar la reunión en septiembre. Antes de la propuesta, hizo trascender que quería a Rusia de regreso en ese ámbito. Con un G-10, o G-11 del que se excluye a China, el objetivo del Departamento de Estado es ubicar a su principal rival enfrente de cualquier acuerdo conjunto para salir al cruce de la crisis. Los riesgos de semejante táctica no podrían ser exagerados.

Huérfanos

Aún no hay respuesta a este último llamado, pero ya está a la vista lo esencial: en 2008 Estados Unidos no tuvo el menor traspié para sumar al G-20 a países como Argentina, Brasil y México (los dos primeros con gobiernos supuestamente progresistas), para enfrentar el colapso económico y la amenaza cierta de una dinámica revolucionaria en América Latina. Hoy, descarta a estos y otros socios menores, trata de engrosar el desnortado G-7 y busca el choque frontal con China. Argentina, Brasil y México, con realidades diferentes, comparten la condición de huérfanos en un mapamundi desquiciado.

Estados Unidos emprende el rumbo de colisión desde posiciones controvertidas. Hay por estos días una rebelión de masas sin precedentes, aunque sin un proyecto alternativo. El poder se desgrana: tres ex presidentes (James Carter, George W Bush y Barack Obama) se pronunciaron contra el actual ocupante de la Casa Blanca. A ellos se sumaron el ex secretario de Estado Colin Powell –afroamericano- y senadores de peso como Willard Romney, todo lo cual plantea un riesgo electoral para Trump y sus socios en el complejo militar-industrial-financiero. Sea como sea el resultado de este juego de realineamientos, cuenta sobre todo el rechazo del ministro de Defensa Mark Esper al reclamo de Trump por tropas militares para intervenir contra la sublevación de masas provocada por el asesinato de Floyd. Fractura y debilitamiento del poder central en Estados Unidos son signos de otra pandemia, que no demorará en hacerse visible para el mundo entero.

Vale subrayar lo obvio: no fue la movilización de las masas, ni el efecto devastador de la peste que se cobró a la fecha 113 mil vidas en Estados Unidos, lo que desequilibró al sistema y traspasó sus parámetros. La fuerza que rompió el fiel de la balanza fue la crisis estructural de la economía capitalista, el aumento descontrolado de la lucha interburguesa, la caída de la tasa de ganancia. Ocurrió lo inverso: esta fuerza incontenible produjo la sublevación de masas al interior de Estados Unidos y comenzó a extender sus efectos a Europa.

En el enunciado está la conclusión: hay un desigualdad desmesurada entre la crisis del sistema y la capacidad de sus víctimas –es decir, la conciencia y organización- para afrontarla. A la vez, la irreversibilidad de la crisis demuele otro supuesto, hasta no hace mucho pensable como momento de transición y actualmente imposible: la armonía de un mundo pluripolar. La acelerada confrontación entre Estados Unidos y China es sólo el más estridente de los conflictos internacionales que se multiplican en el planeta.

Se replantean así las hipótesis que a uno y otro lado del espectro ideológico dominaron durante muchos años. A derecha e izquierda la teoría política está desenfocada y no logra siquiera esbozar una respuesta. La crisis, en tanto, avanza. Los liderazgos reformistas burgueses no atinan a balbucear propuestas económicas frente a esta combinación tan anunciada como desestimada de caída mundial capitalista.

Si no fuese patético, podría causar sonrisas un texto reciente del primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong: “las problemáticas relaciones entre Estados Unidos y China plantean profundas cuestiones acerca del futuro de Asia y el perfil del futuro orden internacional. Los países asiáticos no quieren ser forzados a elegir entre Estados Unidos o China”. Según esta interpretación, los países del sudeste asiático “gozaron lo mejor de ambos mundos, construyendo relaciones económicas con China a la vez que mantenían fuertes lazos con Estados Unidos y otros países desarrollados”.

¡Destino cruel!: “Si Estados Unidos eligiera en cambio tratar de contener el crecimiento chino, correría el riesgo de provocar una reacción que podría colocar a los dos países en un camino de décadas de confrontación”. Lee Hsien Loong entiende que ambas potencias “no están necesariamente embarcados en un curso de confrontación, pero la confrontación no puede ser descartada”. (The Endangered Asian Century, Foreign Policy, 4 de junio de 2020).

Si los titulares del poder ejecutivo en Brasilia y Buenos Aires tuvieran el hábito de pensar la política mundial y escribir sobre ella, dirían lo mismo que Lee Hsien Loong, trasladado a la región: “los países latinoamericanos no quieren ser forzados a elegir entre China y Estados Unidos”. Para fortuna de sus partidarios, Jair Bolsonaro y Alberto Fernández permanecen alejados de estos engorrosos problemas. No obstante, a los tumbos, sin siquiera el mérito de esbozar un pensamiento de largo alcance, recorren el mismo camino. Desguarnecidos, ciegos, ignorantes de una realidad que les es ajena, en cualquier caso serán pasto de los efectos locales y regionales del descalabro internacional.

La irracionalidad gana terreno

Como nunca en la historia del capitalismo, el mundo sufre un vacío estratégico de poder mundial. Esto no implica que las leyes del sistema de producción basado en la propiedad privada de los medios de producción dejen de cumplirse. Por el contrario, la coyuntura excepcional que vive el planeta acelera el desarrollo de dos de esas leyes fundamentales: centralización (llamada habitual y erróneamente “concentración”) de capitales y aumento de la explotación relativa y absoluta del trabajo humano. Con la pandemia como argumento y el confinamiento como excusa, se está llevando a cabo un proceso feroz de absorción de riquezas en cada vez menos manos, a la vez que se proletarizan más y más franjas de quienes se consideran capas medias y ahora se encuentran encerrados mientras sus negocios y profesiones cambian de lugar en el organigrama social, para quedar bajo la férula de capitales de mayor envergadura.

Así, mediante la centralización el sistema resuelve circunstancialmente la pugna interburguesa y, a la vez, gracias a la parálisis de la clase trabajadora, imposibilitada para defender el precio de la fuerza de trabajo, aumenta la tasa de ganancia. A término, estas aparentes soluciones se transforman en lo inverso: aumento de la desocupación, disminución de la demanda global, agravamiento de la confrontación intercapitalista, radicalización de la lucha de clases.

No lo dice sólo la teoría científica que estudia el capital. No es un pronóstico. Está a la vista de todos. Basta con un único ejemplo: en Estados Unidos, desde marzo y hasta fines de abril, 40 millones de trabajadores perdieron su empleo. Uno de cada cuatro empleados. Otros 2 millones 100 mil se sumaron en mayo, mes en el que panegiristas desconcertados celebraron la incorporación al trabajo de más de 2 millones de empleados. Sin embargo, la cifra de 42 millones de nuevos desocupados puede ser largamente inferior a la realidad (‘Still Catching Up’: Jobless Numbers May Not Tell Full Story; The New York Times, Patricia Cohen, mayo 28). Días después agudos economistas anunciaron que Estados Unidos está formalmente en recesión. ¿No habrá algo de esto en la rebelión espontánea de millones contra el asesinato de Floyd? Buena parte del poder establecido, en Estados Unidos y el resto del mundo, carga las culpas de este cataclismo sobre el extravagante presidente de aquel país. Nadie hasta el momento lo atribuye al desenfreno de la irracionalidad intrínseca del modo de producción.

Ésa y no otra es la causa del espectáculo de una gran potencia en estado de descontrol, regida por un individuo aparentemente fuera de sus cabales. Pero quien avanza por el camino del fascismo y amenaza al planeta entero no es Trump: es un sistema exhausto, agónico, que no admite reformas.

@BilbaoL