Desde la concepción del poder constituyente, el poder constituido es el orden social producto de la libre determinación de los sujetos sociales. El poder constituyente elimina el extrañamiento de las personas, es decir, la ruptura política y ética que el mercado produce entre nuestros actos y sus consecuencias. Lo «decente» en la economía de mercado […]
Desde la concepción del poder constituyente, el poder constituido es el orden social producto de la libre determinación de los sujetos sociales. El poder constituyente elimina el extrañamiento de las personas, es decir, la ruptura política y ética que el mercado produce entre nuestros actos y sus consecuencias. Lo «decente» en la economía de mercado es satisfacer el propio deseo siempre que se tenga dinero para hacerlo. Comprar en las grandes superficies un producto barato desconsiderando que, tras el precio ventajoso, una multinacional norteamericana o europea, en base a una producción a gran escala y distribución mundial ha conseguido una gran eficacia económica a costa de arruinar y desarraigar a los campesin@s de ese país y condicionar la dedicación de grandes recursos sociales para facilitar dicha distribución global y producir una gran contaminación y agotamiento de los recursos combustibles fósiles. De la libertad para elegir hacia donde aplicar la propia capacidad de actuar, dependen las consecuencias de dichos actos. De las consecuencias de los actos de todos los individuos, depende la configuración del orden social.
El poder constituyente no es la Constitución o el poder estatal legitimado por las mayorías de las constituciones modernas, sino la posibilidad de construcción y reconstrucción permanente del orden social por parte de los sujetos sociales activos, es decir del pueblo. Una permanente actividad de autodeterminación, construcción y reconstrucción del orden social que nunca llega a cristalizar, de una vez y para siempre, en un orden social o Constitución determinada.
En la filosofía política de la modernidad, el orden social o poder constituido, es resultado de la limitación de la libertad de las personas.
En la dictadura el orden social exige la subordinación de la voluntad de los individuos. El individuo es libre sólo en la medida en que está sujeto a la voluntad del Estado. En la democracia liberal, el orden es el resultado de una «mano invisible» que conjuga, milagrosamente, el egoísmo de los individuos, para producir un orden social armónico. Pero, este individuo «liberal», solo puede ser libre dentro de las leyes del mercado, porque estas son, según este discurso, la expresión de su propia naturaleza egoísta. En ninguno de los dos casos, el orden social tiene nada que ver con la libre voluntariedad de las personas consideradas como seres sociales.
El poder constituyente rompe con estas nociones de libertad enajenada y otorga al tiempo una enorme capacidad de aceleración de la historia. Desde el poder constituyente el pasado no explica el presente sino que el presente solo se entiende por el futuro. Lo que hagamos o dejemos de hacer hoy, se calificará mañana por el orden social resultante.
El poder constituyente aparece como una noción enfrentada a cualquier orden jurídico o constitucional, como un poder expansivo con un tiempo propio, sobredeterminado, revolucionario. Frente al constitucionalismo, que teoriza la limitación de la democracia mediante frenos, contrapesos, normas y garantías, el poder constituyente concibe la democracia como gobierno absoluto y la política como la potencia de las masa populares que se autodeterminan.
Desde el punto de vista jurídico, el poder constituyente es un acto imperativo de la nación que se autodetermina y como fuente omnipotente y expansiva de la norma constitucional, organiza todo el derecho. Autodeterminación es a potencia lo que constitución es a acto. Autodeterminación exige hablar de potencia, no de poder. La noción de poder está limitada al acto en el que se concreta la posibilidad de hacer una diversidad de actos. El origen del poder constituido, de la Constitución, es la potencia o poder constituyente.
El poder constituyente es una fuerza que quebranta, desquicia e interrumpe todo equilibrio preexistente y toda posible continuidad. Una fuerza impetuosa y expansiva, ligada a la preconstitución social de la organización política democrática. Esta fuerza, como causa eficiente del orden social, requiere la autodeterminación de sujetos políticos que, con una mirada a la totalidad, construyan una racionalidad propia y alternativa a la del poder constituido.
El poder constituyente como fuerza motriz de la democracia radical y de la revolución, no es una dimensión inmanente [1] de la historia, sino que depende de la capacidad de autodeterminación de los sujetos sociales sojuzgados. El poder constituyente no surge de la nada, sino de la conciencia de la opresión y de la voluntad de confrontación con la misma. Para desarrollarse, el poder constituyente debe organizarse como contrapoder. Pero, al hacerlo, entra en colisión con su misma naturaleza. En ese trance, debe elegir entre lo que le hace contradictorio, convirtiendo lo que es una crisis conceptual en una tragedia y lo que le hace impotente, convirtiendo la potencia revolucionaria en recursos literarios para la lucha de frases, los sueños de los traficantes y los traficantes de sueños.
El poder constituyente popular no es una categoría ontológica sino un deber ser, algo contingente [2] que hoy, sin ser imposible, es improbable. La historia se concentra en un presente determinado por la impetuosa dinámica constituyente del capital. El equilibrio del capital como verdadero sujeto político, depende de su despliegue ininterrumpido y de la violencia totalitaria con la que somete todas las formas de vida y sociabilidad a sus necesidades de valorización.
El poder constituyente considera la precariedad y la exclusión como fuerza negadora del orden excluyente y no como una anomalía a incluir en dicho orden. La crítica al capitalismo global y la superación de la complicidad de la izquierda capitalista, exigen construir los sujetos sociales que, no solo desde dentro, sino también desde fuera del mercado y del estado, pongan la fuerza necesaria para cambiar las reglas del juego en las relaciones sociales.
El Movimiento contra la Globalización, la Europa del Capital y la Guerra puede ser un cauce para que, en países desarrollados como España la cooperación de innumerables subjetividades y acontecimientos rebeldes, impidan la globalización de la desigualdad, la violencia y el desamparo. Sin organizar la acumulación de fuerza y el apoyo mutuo de las innumerables dinámicas de autodefensa, resistencia y antagonismo, esta proliferación es impotente.
La izquierda anticapitalista necesita, para ser izquierda, defender al trabajo asalariado en sus condiciones concretas y para ser anticapitalista, criticar teórica y prácticamente dicha forma de trabajo, incorporada por el capital a su lógica. Pero también necesita, como componente de un amplio movimiento social anticapitalista, criticar la subordinación de las mujeres a los hombres y las formas dominantes de alimentación, consumo y cuidados.
Es necesario defender el salario, aunque dicho salario sea el operador de la subordinación del trabajo al capital y de las mujeres a los hombres. También lo es exigir al Estado que sea garante de los derechos sociales, aunque el Estado sea el garante de la desigualdad. Pero limitarse sólo a eso es jugar dentro del mercado y del Estado. De ahí solo sale más mercado y más Estado. No habrá izquierda anticapitalista sin sindicalismo, feminismo y ecologismo anticapitalistas. Sin organizar a las masas de trabajador@s, precari@s, consumidor@s, mujeres y excluid@s, nos moveremos entre el mercado, el Estado y los intelectuales postmaterialistas que nos predican una lírica espontaneista de «éxodos» sin conocer las génesis.
Al criticar al capitalismo desde la crítica al trabajo asalariado y al trabajo de cuidados, estamos abriendo la posibilidad de que las personas trabajadoras, los hombres y mujeres, al hacer conscientes los principios económicos, políticos y culturales que nos colonizan, iniciemos un éxodo colectivo. Explorando caminos fuera de la subordinación de la relación salarial y de las mujeres a los hombres, fuera del consumismo como sinónimo de bienestar y del descompromiso político como sinónimo de madurez ciudadana. Este éxodo, exige ir más allá de la legítima defensa de las condiciones en las que vendemos nuestra fuerza de trabajo y de la forma en la que cuidamos y somos cuidados. Requiere que nos veamos como seres sociales, necesitados, no solo del trabajo, sino también de cuidar y ser cuidados, de la creación cultural y artística, de la deliberación y de la part
icipación política desde lugares sociales. Requiere que el movimiento sindical coopere y se mezcle con el resto de MMSS.
La crítica al capitalismo, para ser verdadera, debe contener la crítica a las formas habituales de trabajar, comer, consumir, cuidar y ser cuidados, pensar, desear, sentir y participar socialmente. Es decir, la crítica al capitalismo exige volver, de manera reflexiva, la crítica hacia nosotr@s mism@s, como trabajador@s asalariad@s, ciudadan@s y consumidor@s, hombres y mujeres que cuidan y son cuidad@s.
EN DEFENSA DE LOS DERECHOS SOCIALES, LA DEMOCRACIA Y EL DERECHO DE AUTODETERMINACIÓN. NO A LA CONSTITUCIÓN EUROPEA. LO QUE MAS LES DUELE: NO VAYAS A VOTAR.
Nota: Este artículo forma parte del libro: «Constitución(es). Autodeterminación(es). Movimiento Antiglobalización.», de próxima salida. Otros materiales: en la web del CAES www.nodo50.org/caes
[1] Inmanente: Lo que necesariamente debe suceder y está unido por naturaleza a un proceso (en este caso a la historia)
[2] Contingente: algo que puede, o no, suceder.