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Crisis económica, cohesión social y proyecto europeo

Fuentes: Sin Permiso

El actual proceso de degradación social representa una verdadera terapia de choque para la población trabajadora europea, con el agravante de que la crisis, en todos los escenarios diseñados por las agencias especializadas, se agravará en los próximos meses, ante la inoperancia de las políticas económicas aplicadas hasta el momento. Sin embargo, no todo se […]

El actual proceso de degradación social representa una verdadera terapia de choque para la población trabajadora europea, con el agravante de que la crisis, en todos los escenarios diseñados por las agencias especializadas, se agravará en los próximos meses, ante la inoperancia de las políticas económicas aplicadas hasta el momento. Sin embargo, no todo se explica – ni por supuesto se ha desencadenado- por la crisis que está sacudiendo nuestras economías. Antes bien, las piezas básicas de una parcial pero significativa regresión en el modelo social ya eran claramente visibles en la Unión Europea (UE) de las últimas décadas; mucho antes, en consecuencia, de la eclosión de la actual crisis.

Veamos algunos ejemplos significativos al respecto. Desde la década de los 80 los salarios reales de la población han progresado a un ritmo moderado. La tónica general de los últimos años ha consistido en aumentos inferiores al 1%; lo que significa que, como todos los indicadores promedio ignoran las posiciones extremas, una parte de los trabajadores ha perdido capacidad adquisitiva. El vínculo salarios-productividad del trabajo que caracterizó las décadas doradas del capitalismo europeo en virtud del cual el crecimiento de ambas variables estaba relacionado, forma parte de la historia. Los salarios han tendido a «descolgarse» de la productividad; deconexión que, por cierto, ha sido un factor esencial en el crecimiento de los beneficios de las empresas, convirtiéndose de este modo en uno de los motores que ha alimentado de recursos al sector financiero.

El relativamente alto desempleo y sobre todo, el trabajo precario forman parte asimismo del paisaje europeo. Las diferentes modalidades de contratación «atípica» – contratos temporales, trabajo a tiempo parcial, contratos por obra y servicio- parece que han llegado para quedarse, al margen de cuál sea el ciclo económico; al margen, incluso, del signo político del gobierno de turno. La Confederación Europea de Sindicatos estima que en 2007 más de 100 millones de trabajadores tenían empleos de esta naturaleza. Esta situación no sólo se ha generalizado en el sector privado sino que también preside cada vez más las pautas de contratación de las administraciones públicas. Todo ello matiza la trillada afirmación de que la creación de empleo es el camino a través del que los trabajadores comparten los frutos del crecimiento. ¿Nada que decir sobre la calidad y la estabilidad de los puestos de trabajo? Y tan importante como ésto es la pérdida del trabajo como referencia para la construcción de ciudadanía. El vínculo que Europa alimentó entre trabajo-inserción social y condición ciudadana se ha quebrado hace ya algunos años, contribuyendo poderosamente al deterioro de nuestros sistemas democráticos y al incremento de la desconfianza respecto a la política.

El discreto balance en materia ocupacional, la continúa presión que las empresas y los gobiernos realizan sobre las rentas salariales, la débil posición negociadora de las organizaciones sindicales y la aceptación por parte de algunas izquierdas de lo esencial de los postulados neoliberales han contribuido a que la parte de los salarios en la renta nacional haya retrocedido desde la década de los setenta en la mayor parte de los países integrados en la UE, incluidos aquellos que mejor simbolizaban el modelo de cohesión social que, al menos en teoría, impregnaba el proyecto europeo. Si se tiene en cuenta que en el cómputo de los ingresos salariales se incluyen las remuneraciones de los directivos y de otros colectivos que disfrutan de posiciones privilegiadas, queda aún más claro el deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores de menor cualificación.

Aunque todavía lejos de los valores alcanzados por Estados Unidos -el país desarrollado con una fractura social más profunda-, los últimos años han conocido un incremento espectacular de la desigualdad medida en términos de distribución de la renta, abanicos salariales y concentración de la riqueza. Un dato aportado por el último informe de la Organización Internacional del Trabajo «World of Work»: si se comparan las retribuciones obtenidas por los directivos de mayor nivel de las grandes empresas -salarios pactados más stock options y diferentes bonus- y los salarios medios; aquéllos percibían más de 100 veces el ingreso de éstos. Ni rastro en este tipo de ingresos -que no han dejado de aumentar de manera vertiginosa en los últimos años- de las políticas de moderación salarial tan queridas por los gobiernos para el resto de los trabajadores.

El número de personas privadas de los recursos necesarios para llevar una vida digna ha experimentado un inquietante crecimiento. En 2005 Eurostat contabilizaba 78 millones de personas en situación de pobreza, lo que representa el 16% de su población. Si bien es cierto que los desempleados y ciertas minorías son los colectivos más vulnerables, ha emergido con fuerza la categoría de «trabajadores pobres». Esto es, personas que aún teniendo un empleo se encuentran cerca o por debajo del umbral de la pobreza, lo cual de nuevo invita a reflexionar sobre la mala calidad de una parte sustancial de las nuevas ocupaciones.

Son muy diversos los factores en liza que podrían dar cuenta de esta deriva social. No es el menos relevante de ellos la financiarización de las economías europeas. En primer término, desviando cantidades ingentes de recursos desde la economía productiva y social hacia «el casino», donde, si los actores implicados estaban dispuestos a asumir el riesgo exigido por los mercados, se podían obtener beneficios extraordinarios. Ello no sólo ha significado desviar cantidades ingentes de recursos hacia el segmento financiero de la economía; en paralelo, como quiera que una parte del ahorro de la población se ha canalizado en esa dirección a través de las instituciones que lo gestionan, quedaba expuesto, además, a los vaivenes propios de mercados con un perfil marcadamente especulativo.

En segundo lugar, premiando (estimulando) a los ejecutivos y a los accionistas, no sólo de los establecimientos estrictamente financieros, de modo que sus decisiones se encaminen a aumentar el valor de la empresa en términos accionariales. Conseguir un alto valor en bolsa de la firma se ha convertido en el objetivo central de los gestores, en cuyo caso los accionistas y los directivos recibían cuantiosas remuneraciones, en forma de dividendos y stock options, entre otras.

En tercer lugar, abriendo nuevos espacios a la intervención de los mercados. Si antes el principio de cohesión social exigía el inexcusable compromiso de lo público, ahora, cada vez más, prevalece el criterio de que los equilibrios sociales los debe proporcionar el mercado, crecientemente sometido a la lógica financiera. Naturalmente, dado que «el campo de juego» en el que se desenvuelven las personas y los colectivos, lejos de ser plano, está muy desnivelado, los costes y las oportunidades que ofrece ese mercado se distribuyen de manera muy desigual.

En cuarto lugar, hemos conocido la expansión de un segmento del mercado considerablemente opaco, que permanece fuera del control de los estados nacionales y, por supuesto, de las autoridades comunitarias. En esos mercados operan lobbies con recursos y poder suficientes para condicionar e hipotecar las políticas económicas nacionales. Las «manos visibles» del mercado, los ganadores del casino, apuestan por un capitalismo con instituciones débiles, que contribuyan a consolidar el «campo de juego» que más conviene a sus negocios. Nada más alejado de los postulados de cohesión social y de control democrático que en teoría encarna el proyecto europeo.

Así pues, la «anomalía» financiera no constituye un fenómeno ajeno, externo, al proyecto comunitario, importado de Estados Unidos, sino que está presente en la dinámica europea. Por esa razón, el análisis de las perturbaciones financieras entra en el corazón del debate, mucho más amplio, de la Europa que queremos y de las estrategias de desarrollo sostenibles que deben alimentar este proyecto. Dicho debate por supuesto no se cierra -mejor dicho, se cierra, equivocada o interesadamente, en falso- con el «hallazgo» de que la intervención del Estado es tan urgente como necesaria. En otras palabras, ni el proyecto europeo, ni su vertiente social, quedan legitimados ni tampoco reforzados por el hecho de asistir a una masiva intervención de los Estados nacionales destinada a evitar el colapso económico. Más bien al contrario, la mínima coordinación de los planes de rescate, la privilegiada posición de buena parte de los grupos receptores de los recursos públicos, el escaso control que se ejerce sobre su utilización y su coste social arrojan serias dudas sobre la verdadera naturaleza de la revitalizada presencia de los Estados nacionales. En este contexto, no es suficiente con apelar, antes y ahora, a Más Europa, apelación que tiene todo su significado si se entra a la cuestión verdaderamente esencial: Qué Europa. La respuesta a este sencillo y atrevido interrogante nos apremia hoy aún más que ayer.

Pedro Chaves es Profesor de Ciencia Política, Universidad Carlos III de Madrid.

Fernando Luengo es Coordinador del Grupo de Investigación «Europa y Nuevo Entorno Internacional», Instituto Complutense de Estudios Internacionales, Universidad Complutense de Madrid.

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2407