Más de 150 días sin gobierno, continuos nombramientos por parte del Rey Alberto II de «formadores» o «informadores» con el objeto de gestar una coalición gubernamental a la desesperada, voto en bloque del sector flamenco para «escindir» a los francófonos de Bruselas Hal-Vilvorde (BHV) de ciertas facilidades… La impresión inicial de todo esto es que […]
Más de 150 días sin gobierno, continuos nombramientos por parte del Rey Alberto II de «formadores» o «informadores» con el objeto de gestar una coalición gubernamental a la desesperada, voto en bloque del sector flamenco para «escindir» a los francófonos de Bruselas Hal-Vilvorde (BHV) de ciertas facilidades… La impresión inicial de todo esto es que Bélgica no va a resistir mucho, pero, ¿en realidad llega a tanto semejante crisis?
La perspectiva actual contempla más temprano que tarde la ruptura entre flamencos y valones, según la lectura que de los corresponsales extranjeros en Bruselas puede hacerse. Sin embargo, como en muchos otras partes (Kosovo para los serbios, mismamente), lo que predomina es el je m´en fous («me da igual») en vez de atender a las estruendosas declaraciones del que con seguridad se convertirá en primer ministro belga, el flamenco (de nombre francés) Yves Leterme.
Así, la gravedad ha trascendido a los medios cuando lo que se reforma son los asuntos lingüísticos de ambas comunidades (1). En efecto, los representantes de Flandes votaron al unísono «escindir» de los francófonos de BHV las ventajas adyacentes. ¿Resultado? Se puso fin a una anomalía histórica: BHV, que no la región de Bruselas-Capital (B-C), no se halla en otro lugar sino en Flandes (2). Los pueblos con mayoría francófona, por su parte, deberían pasar a formar parte de la región de Bruselas-Capital (B-C), le pese a quien le pese.
La «mancha de aceite» francoparlante que la región bruxelense constituye en el epicentro de Flandes difícilmente dejará de extenderse. Los inmigrantes, tradicionalmente de origen africano, hablan francés, por lo que lógicamente perseguirán trabajar en Bruselas o Valonia.
Y respecto a los pueblos de importante minoría francófona en BHV, ¿éste será su fin? «De ningún modo», responde Philippe van Parijs, profesor de la Universidad Católica de Lovaina. «Pueden, como cualquiera, instalarse en Flandes, pero a sabiendas de que el aprendizaje de la lengua flamenca es requisito indispensable para ser plenamente ciudadanos de su región.» Hasta aquí, ¿hay algo de extraño?
Claro que lo hay. Cuando un 60% de la población utiliza una lengua materna diferente a la recurrida por el otro 40%, las relaciones población-población y población-Administración siempre serán mucho más complejas.
Por supuesto que, tanto para Leterme como para la clase política valona, lo más fácil y útil electoralmente es acusar al vecino de «vago» o «insolidario». Las relaciones entre la «rica» Flandes y la «deprimida» Valonia nunca estuvieron exentas de dificultades desde la fundación de Bélgica, en 1830. El francés, lengua de las élites herederas de la Ilustración, no cejó durante una centuria de tratar de asentarse allí donde el neerlandés era lengua popular. ¿Que acabada la II Gran Guerra, tan sólo un puñado de obreros se empleaban en holandés? No ahora, desde luego.
En este contexto, el desafío reside en que desde el momento en que Flandes y Valonia, siempre con Bruselas de por medio, materialicen la asunción de todas sus competencias posibles dentro de un Estado federal, habrá que ver cómo conjugarán ambas la relación con la región vecina. Y, puesto que se han necesitado tantos días para reparar un estropicio lingüístico, probablemente dicho desafío pase por ser también lingüístico. O, dicho más sencillo, que cada zona aporte su granito.
A sabiendas de que la mayoría de los belgas apuestan por la unidad, las generaciones venideras habrán de adquirir recíprocamente el neerlandés y el francés. ¿Y las generaciones actuales? Evidentemente, alguien que acaba de recuperarse de una lesión no puede pretender ser el primero en llegar a meta. Comprender la desigualdad presente en Bélgica no significa resignarse a la separación forzosa.
Una vez haya sido formado Gobierno, podrá comprobarse si la reforma federal ha dado sus frutos. De esta manera, la «tâche» de Leterme se verificará no cuando éste acuse de «fainéants» (perezosos) a los valones, sino en sus posiciones más o menos agresivas hacia el Irán de Ahmadineyad, en los presupuestos generales del país o en su aceptación del neoliberal Tratado de Lisboa.
El final es predecible: el populismo vlaams o wallon (3) se dilucidará en el programa que la coalición naranja-azul (derecha cristiano-liberal) aplique el próximo cuatrienio, con permiso de las regiones.
Bélgica, que según no pocos ha sido el Estado ‘hazmerreir’ de Europa en el transcurso de los últimos cuatro meses, habrá sabido antes que nadie reconocer el «principio de territorialidad lingüística» preconizado por van Parijs. En adelante es probable que las controversias derivadas del habla sean reconocidas por todos y aplacadas mejor.
¿Acaso hay motivos para reírse aquí, desde España? Quizá el ‘esperpento’ belga no sea sino una lección de sosiego ante los nacionalismos candentes. Finalmente, aunque hayan hecho falta varios meses, el fantasma separatista puede perder su sábana pacíficamente.
Notas:
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Existen tres comunidades lingüísticas: la neerlandófona, la francófona y la germanófona, con competencias casi exclusivamente ligadas a la lengua empleada en cada una de estas zonas.
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Al igual que tres comunidades, Bélgica se divide a su vez en tres regiones con importantes competencias económicas, garantes del Estado federal. Éstas son: Flandes (que unifica sus tareas a las de la comunidad neerlandófona), Valonia y la región bilingüe de Bruselas-Capital. Hay, asimismo, unos 6 millones de flamencos, 3´5 millones de valones y más de un millón de bruxelenses. Por último, reseñar que la periferia de Bruselas (Bruselas Hal-Vilvorde o BHV) pertenece al Brabante Flamenco, esto es, a Flandes y no a la capital.
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‘Flamenco’ y ‘valón’ en neerlandés y francés respectivamente.