Vacila desde todos los frentes el bipolarismo que desde 1989 se había erigido como principio base de todas las asambleas electivas, a imitación del sistema anglosajón. En Europa, políticamente más compleja, no funciona. Franceses, italianos, alemanes conocen bien poco el uno del otro – sólo lo hacen quienes tienen poder de decisión: la Comisión de […]
Vacila desde todos los frentes el bipolarismo que desde 1989 se había erigido como principio base de todas las asambleas electivas, a imitación del sistema anglosajón. En Europa, políticamente más compleja, no funciona. Franceses, italianos, alemanes conocen bien poco el uno del otro – sólo lo hacen quienes tienen poder de decisión: la Comisión de la UE, el Banca central, el Ecofin, la coordinadora de las policías- pero las poblaciones están investidas de los mismos procesos que están dislocando los respectivos escenarios institucionales. Común es el reacomodarse de un centro que tiende a cortar las alas de las coaliciones que reflejan sectores importantes pero políticamente minoritarios de la sociedad. Este es el verdadero objeto de la peligrosa navegación del centroizquierda de Romano Prodi en estas semanas sobre los pacs y sobre la política exterior, con el refinanciamiento de la misión en Afganistán y la ampliación de la base norteamericana en Vicenza. Y todavía más difícil será, en las próximas semanas, la mesa de las jubilaciones.
La primera negación del bipolarismo llegó hace tiempo desde Alemania con la Grosse Koalition entre la SPD y la CDU, que también había cortado las famosas alas extremas, y volvió a la palestra en las últimas elecciones: en este caso el bipolarismo funciona sólo como medida de las relaciones de fuerza, en un sistema de gobierno compartido de dominación moderada, es decir, centrista.
En Italia, la mayoría del centroizquierda está volcada en el mismo sentido, y no sólo el ala ultra de la Margherita y de Mastella, que querrían librarse de las llamadas izquierdas radicales, o sea Rifondazione, PDC, quizás los Verdes y sustituirlas con los votos de la UDC y algún tránsfuga de Forza Italia.
No es sólo una tentación parlamentaria, inducida por la exigüidad de los números, especialmente en el Senado: es el deseo de la mayor parte de los medios antiberlusconianos, basta leer los editoriales de Eugenio Scalfari, no sospechoso personalmente de querer mayorías variables, pero intolerante hacia aquello que llama «maximalismo» de las izquierdas.
En Francia, el clásico duelo fatal y final entre dos ideas de país que tomarían cuerpo en las elecciones presidenciales del próximo abril, es encarnado por el repentino emerger en la coalición gubernativa saliente por una especie de Follini-Rutelli trasalpino, François
Bayrou, que amenaza a los candidatos de la UMP, Nicolas Sarkozy y del Partido Socialista, Segolène Royal. No es que el candidato centrista parezca poder vencer, pero está mordiendo a uno y a la otra, que hasta ahora dominaban sin contrastes la escena. En el sistema de voto francés, en la primera vuelta pueden presentarse todos aquellos que tengan quinientas firmas de ya electos, mientras que a la segunda van al ballottage sólo los primeros dos. En concreto, el 21 de abril estarán en campo del lado de la saliente centroderecha Jean Marie Le Pen (un cocktail de Almirante y Bossi), Nicolas Sarkozy, actual ministro del Interior y ultraliberal, y el rampante François Bayrou, mientras que la actual oposición presenta seis nombres, por los socialistas Segolène Royal, ex ministra del gobierno Jospin y presidente de una gran región, Marie George Buffet, secretaria del PCF, Arlette Laguiller, inoxidable líder de Lucha Obrera, Dominique Voynet por los Verdes y, si obtienen como parece las quinientas firmas de sponsors, Olivier Besancenot, secretario de la Liga Comunista Revolucionaria y José Bové por el ecologismo sin partido. Hasta hace tres semanas, la animadora de un exitoso programa ecológico en TV parecía poder alcanzar un puesto transversal análogo a aquel que se propone Bayrou.
Por cierto, la fascinación que, al menos en los sondeos, provocan estos personajes viene del hecho de que parecen romper un juego prefijado entre roles. Pero es apariencia, porque ellos no pueden más que colocarse en el baricentro de las fuerzas que hay en campo, y varían con su variar. Hoy por hoy es una opción centrista. En 2007 no mucho queda de las categorías que estructuraban la derecha y la izquierda hasta 1990; en Francia, al contrario que entre nosotros, aún está viva la opción antifascista, y si por desilusión o despecho llegara todavía una vez más al segundo turno Jean Marie Le Pen, todos los votos se dirigirían hacia su rival, cualquiera éste fuese, como en 2002 se volcaron sobre Jacques Chirac, incluso jóvenes e inmigrantes de los banlieues con las banderas al viento. Y como si el sentido común más allá de los Alpes hubiera heredado de la segunda mitad del siglo XX la intolerancia hacia el racismo y el antisemitismo, cosa que entre nosotros no ha sucedido cuando Berlusconi ha capitalizado a los fascistas. Mientras que es cada vez más confusa en la escena de la representación política la contradicción social. Desde 1945 hasta los años ’70 parecía – y sería cuestión de reverlo sin esquematismos – que el antifascismo contenía en sí una valencia progresista: fascismo y nazismo habían llegado a arrojar en los campos de exterminio a judíos, gitanos y bolcheviques después de haber devastado todas las organizaciones políticas, sindicales y obreras. Pero hoy, a pesar de sus filiaciones imperativas, el liberalismo parece haber perdido los estigmas de un autoritarismo al menos preparatorio de una posible precipitación fascista. Esta se propaga hasta las izquierdas históricas. Sucedió, en suma, el proceso inverso de cuando la percepción de una profunda contradicción entre las clases había penetrado en la cultura democrática en absoluto marxista, sino liberal. Así, las constituciones post bélicas están bajo ataque y el tratado constitucional europeo ignoraba o diluía en fórmulas vacías cada recuerdo. No por caso los trabajadores franceses y holandeses votaron no.
Es innegable que este oscurecimiento esté inserto en el cuadro de la globalización, pero es también irrebatible que el dominio capitalista que la induce no tiene nada de objetivo y separado del choque de intereses y de ideas en la sociedad. Ahora, esta presunta objetividad está siendo introyectada por las izquierdas históricas, abatiendo hasta los residuos de las socialdemocracias, por lo que nuestro centroizquierda, la oposición francesa y en Alemania la de la CDU, a pesar de que cuentan con las izquierdas «radicales» para batir al centroderecha, tienden a librarse rápido de ellas después. ¿Por qué otra cosa sino ha sido atormentada la coalición de Prodi? Prodi se hizo ilusiones de gobernar las contradicciones con razonabilidad y, vocablo preferido, equidad. Así ha actuado sobre la finanziaria, así sobre la lluvia de liberalizaciones iniciadas por Bersani, que sólo golpeaban directamente nichos corporativos, y así hasta ahora ha aplazado el tema jubilaciones no obstante los estrépitos de la Comisión o los bien educados pero precisos mandamientos del gobernador Draghi.
Pero estos se desencuadernaron rápido. Primero se hizo presente el choque sobre la política exterior. El gobierno ha tenido fe en el retiro de Irak, pero en cuanto al resto privilegia todavía la línea de un Bush en declive, en lugar de la de la nueva mayoría democrática que rige el Congreso e incluso el Senado, y apunta a un cambio de ruta en Medio Oriente. ¿No debería Italia mirar hacia ella como hacia un futuro ya iniciado? Parece en cambio que nuestro gobierno tiene el ojo fijo en una administración no sólo desastrosa sino también derrotada, que rige todavía sólo bajo las reglas de un extremismo presidencial. Así, si en el caso de Irak el centroizquierda se ha mantenido al margen, facilitado por el hecho de haber sido una guerra decidida unilateralmente, no pudo desenredarse de Afganistán (que por otro lado en el programa de la Unión no había sido ni siquiera considerado) y donde el conflicto se hace cada vez más incandescente.
Si en este punto se encuentra una mediación (la famosa «discontinuidad») ésta no basta para hacer una política exterior. Si en Irak y en Afganistán la prioridad italiana es salvar las vidas italianas, es bastante poco para sostener que tenemos una posición fuerte sobre la tragedia que, por otra parte, hemos contribuido a crear.
El punto central para aquel sector del mundo y para el mundo en general, incluidos nosotros, es la retirada de los Estados Unidos por una razón diferente y urgente: mientras nuestra presencia fue y sigue siendo probablemente más grave para nosotros que para los afganos o iraquíes, la norteamericana constituye el detonante que ha prendido fuego Medio Oriente y multiplicado el fundamentalismo hasta desbarajustes impensables antes del 11 de septiembre y en crecimiento exponencial. Los Estados Unidos se han transformado en el símbolo mismo del enemigo, han dado todos los motivos para ello, y hasta que permanezcan allí no será posible la paz y se embrollarán también los conflictos internos. Que los EEUU se vayan es una prioridad mundial, y para Europa cuestión de vida o muerte. No es tarea sencilla, tanto más cuando falta un proyecto pacífico alternativo, que no consista sólo en beneficencias sino en iniciativas políticas – ante todo en lo que respecta a la cuestión Israel y Palestina, ya atrozmente dañada. Frente a la amplitud del problema, ¿Qué sentido tiene que el gobierno se limite a desengancharse, y con dificultad, de la intervención armada? No menosprecio los movimientos de Massimo d’Alema, no por casualidad Italia es objetivo de los embajadores (poquitos) que han escrito la irrisoria, además de irritante carta de reproche a nuestro gobierno. Seamos serios, después del retiro no se han propuesto sino vaguedades frente a la hoguera que la guerra norteamericana ha alimentado como un fósforo sobre la paja y que no bastará ni siquiera el retiro norteamericano para apagar. Es una ruina humana, política, cultural de dimensiones crecientes.
¿Quién reconoce sus dimensiones? Ni siquiera la izquierda radical, si se limita al retiro de nuestro contingente, como hasta ahora ha hecho. Es verdad que no puede ser sólo Italia, debería ser Europa. ¿Pero Italia está presionando sobre Europa? Ni siquiera hacemos un decente trabajo de análisis: ¿por qué en un país como Afganistán, que no era por cierto de los más atrasados, han vencido los talibanes? ¿Por qué están de nuevo recuperándose? ¿Por qué Irak ha oscilado peligrosamente de Saddam Hussein a los chiítas y de éstos al más brutal conflicto interétnico e interreligioso? ¿Qué ha pasado con los palestinos que se asesinan en la franja de Gaza? Una deriva mortal se ha abierto paso. Y no se necesita mucho para ver que en ella han ayudado, hechas todas las proporciones, también dos debilidades opuestas de las izquierdas europeas, viejas y nuevas: la línea de la injerencia humanitaria y la de un elogio indiferenciado de las diferencias al punto de prescindir del esquema que las pueda garantizar: un sistema político compartido de coexistencia. La nuestra es una parálisis político-intelectual.
Inútil es desacomodar los grandes problemas para el caso de Vicenza. Bajo ningún argumento razonable se justifica la elección de duplicar o ampliar una base norteamericana destinada a operaciones logísticas de los EEUU hacia el Medio Oriente (¿qué otra cosa si no?). El actual gobierno no debe honrar las elecciones contingentes del gobierno precedente. Que por lo demás van contra lo opinión pública norteamericana expresada en las últimas elecciones.
La fragilidad de Prodi en este punto es tan evidente que parecen hasta excesivas las preocupaciones de la protesta vicentina de no tener consigo el «gobierno amigo». ¿No son autónomos los movimientos, no han nacido para empujar y no para ser empujados? Que la manifestación del 17 de febrero será grande es una cosa cierta [aproximadamente 100.000 personas, N. de la R.]. Será un problema para la comuna de Vicenza, que no parece dotada de grandes luminarias, y quizás para la mayoría, pero que se las arregle la mayoría.
Sobre ésta me permito dos palabras. Nadie ha obligado a nadie a «candidatearse» en una coalición que se sabía desde el inicio dividida en diversos frentes cruciales: no se hace política sólo desde un recinto parlamentario. Y esto se lo digo a las conciencias inquietas. Pero nadie obligaba a Romano Prodi a hacerse acompañar por conciencias que sabía inquietas y motivadas por culturas tan diferentes: no se rodea uno de posiciones tan articuladas sin pagar un precio.
No es correcto que, dentro y fuera de la mayoría, se sugiera al presidente del consejo pasar por sobre las excitaciones en absoluto imprevistas ni superficiales de muchos, hasta que no haya otra vía de salida que asumir la responsabilidad de hacer caer al gobierno, reabriendo el camino a un gobierno de derecha. Y no es correcto que una minoría, aun seriamente motivada, responda: no eres autosuficiente, te hago caer hoy o preparo tu caída mañana si recoges votos de otra parte. Una coalición como esta impone a todos y en igual medida ir hacia una mediación, que a veces consiste simplemente en escuchar al otro. Sobre la cuestión de Vicenza, Prodi debe escuchar aquello que no es sólo una preocupación personal de un grupúsculo de parlamentarios. Un gobierno fuerte debe saber también volver atrás.
¿No lo hará? El problema simétrico se le plantea entonces a las izquierdas radicales. Yo no importo nada, pero no he acusado nunca a Rifondazione de haber hecho caer el gobierno de Prodi la primera vez, cuando éste rechazó proceder sobre una, claramente prometida, «fase dos». Es el no haberse ido lo que ha producido la sucesiva derrota del centroizquierda, no la elección de Bertinotti.
No estoy segura de que si estuviera hoy en una de las dos cámaras me comportaría del mismo modo. Pero no es un caso que, cuando en el pasado me ha sido propuesto entrar no he aceptado.
Rossanna Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del diario italiano Il Manifesto.
Traducción para www.sinpermiso.info de Ricardo González-Bertomeu