Ya ha pasado un año desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania. Cuando empezó todo, la propaganda del Kremlin garantizaba la caída del «régimen de Kiev» en pocas horas, la toma de la capital ucraniana en pocos días y que los líderes de Europa Occidental se arrodillarían ante Moscú.
Nos aseguraron entonces que los europeos se congelarían de frío sin el gas ruso. Sin embargo, a medida que el invierno llega a su fin, los propagandistas glorifican la paciencia del pueblo ruso, que soportará sin chistar todas las penurias que lo acechan. Un nuevo tema entre los analistas pro-Kremlin es que la guerra continuará durante al menos otros diez años; de hecho, eternamente. Pues nadie augura que en diez años la situación vaya a mejorar.
El carácter inevitable de la derrota militar es ahora evidente, incluso para muchos de los que celebraron con entusiasmo la invasión y la apoyaron ideológicamente. Véanse, por ejemplo, los recientes discursos del héroe de la «primavera rusa» de 2014, Igor Gurkin [alias Igor Ivanovich Strelkov, ex FSB, ultranacionalista, que había desempeñado un papel importante en 2014 durante la anexión del Donbass y Crimea], que llamaba antes a la movilización y a la guerra hasta la victoria y que ahora diserta principalmente sobre los escenarios de derrota.
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Ahora, el principal tema de debate es si la economía puede sostener la creciente demanda y cómo esta afectará al sistema político. En el verano
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de 2022, las sanciones provocaron una grave caída de la producción, mientras que en enero de 2023 asomó un déficit presupuestario muy importante. Sin embargo, ninguno de estos acontecimientos fue vivido como un desastre social, sobre todo porque la situación del país se ha ido deteriorando constantemente durante los últimos diez años, de modo que los problemas actuales parecen formar parte de la vida normal: subida de precios, salarios bajos y muchas de las dificultades cotidianas a las que la gente está acostumbrada desde hace tiempo. ¿Significa esto que nada ha cambiado en Rusia durante el último año? De hecho, ha habido cambios, y son significativos.
Aunque en los primeros que siguieron la invasión de Ucrania la mayoría de los rusos simplemente no notaron la guerra, la movilización que tuvo lugar en septiembre de 2022 fue suficiente para cambiar la conciencia de la gente. No hay ninguna razón para equivocarse sobre el resultado de la movilización – después de todo, la retirada estratégicamente más importante del ejército ruso (la rendición de Kherson) se produjo después del envío de miles de reclutas al frente. La huida masiva de jóvenes y de familias de Rusia, que comenzó tras el anuncio de la movilización, provocó que al menos un millón de personas abandonaran el país. Según algunas estimaciones, la cifra supera los dos millones. En otras palabras, el número de rusos que emigraron tras la movilización es exactamente comparable al número de refugiados ucranianos que huyeron a Occidente, aunque no hubo combates en el territorio de la propia Rusia. [La cifra total de refugiados ucranianos, en febrero de 2023, «residentes» -con «estatuto de protección temporal» que permite «la libre estancia y el trabajo»- en Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Croacia, Bulgaria, Rumania y los países bálticos es de unos 2,5 millones; en Alemania, Austria, Francia, Italia, España, Portugal, Bélgica y los Países Bajos, el total es de unos 1,65 millones (Redacción de A l’encontre].
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Paralelamente, no hay que hablar del fracaso total de la campaña de movilización. Aunque militarmente no produjo los resultados significativos esperados, pues permitió en el mejor de los casos la reconstitución de unidades de combate en el frente, su consecuencia inesperada fue una mejora de la situación económica general en las regiones más desfavorecidas del país. Fue en ellas donde la convocatoria a las armas encontró menos resistencia, ya que los propios movilizados admitieron que alistarse en el ejército era más rentable que quedarse en sus casas, trabajando por una miseria, o sin trabajar en absoluto. Las familias que habían perdido toda fuente de ingresos estaban muy contentas de recibir subsidios por sus maridos e hijos asesinados, ya que los fondos recibidos les ayudaban a pagar deudas y a resolver otros problemas domésticos. Los hombres del interior de Rusia no estaban dispuestos a arriesgar sus vidas y a morir por Putin, pero mostraban una disposición fatalista a sacrificar la vida por sus familias. Hay que reconocer que esta percepción tan generalizada y pronunciada sorprendió a muchos analistas, incluido el autor de estas líneas. Lo cierto es que la reeducación socioeconómica de la sociedad, que tuvo lugar durante las reformas neoliberales, tuvo mucho éxito. Los incentivos del mercado funcionan en condiciones de pobreza y desintegración mucho más eficazmente que las emociones humanas básicas, incluido incluso el instinto de autoconservación.
Desde luego, el descontento y la resistencia crecen de forma palpable, pero también está claro que no han llegado a un punto en el que se conviertan en peligrosos para el sistema. Los actos de sabotaje ferroviario organizados por grupos clandestinos de diversas tendencias ideológicas, los incendios provocados en oficinas de enrolamiento militar e instituciones estatales, la destrucción de coches decorados con símbolos militaristas y otras acciones de este tipo suceden con más frecuencia que antes, pero siguen siendo excepciones en todo el país. Un problema mucho más grave para el gobierno es la división dentro de sus propias filas.
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El síntoma más notorio de una división política dentro del sistema fue el enfrentamiento abierto entre el ejército regular y la empresa militar privada Wagner, creada por Yevgeny Prigozhin. Después de haber obtenido el derecho de facto a ignorar las leyes y los procedimientos establecidos por el Estado, Prigozhin formó su propio ejército privado, equipado con artillería, tanques y aviones, alimentado por el reclutamiento forzoso de prisioneros en centros penitenciarios. En contravención de la ley rusa, los secuaces de Prigozhin aplican su propia justicia militar, celebran ejecuciones públicas de desertores y amenazan con fusilar a sus soldados sin dilación si tratan de huir. Desde el verano [europeo], existe una lucha abierta por el poder entre Prigozhin y los generales de carrera, en la que los insultos se suceden y se producen enfrentamientos armados entre el personal militar y los mercenarios de Wagner, estos últimos poco dispuestos a reconocer las normas de conducta establecidas por las Fuerzas Armadas.
No obstante, el conflicto entre los generales y Prigozhin no es más que la parte visible del iceberg. La burocracia gubernamental, absorta en asuntos económicos y financieros, y los organismos de seguridad del Estado no están contentos con el problemático giro de los acontecimientos. El llamamiento del gobierno a las grandes empresas para que contribuyan voluntariamente con 250.000-300.000 millones de rublos [3.110-3.740 millones de euros] al presupuesto para cubrir el déficit, que ya había alcanzado el billón de rublos en enero [las estimaciones – CNBC – sitúan el déficit en enero de 2023 en 1.700.000 millones de rublos a fecha de 15 de febrero – ed.], no fue recibido con entusiasmo. Las empresas más grandes, que antes eran las mayores beneficiarias de las reducciones fiscales del gobierno, no sólo no han mostrado voluntad de contribuir, sino que anunciaron públicamente su voluntad de no hacerlo. El problema no es el dinero como tal. La industria rusa se enfrenta a una crisis de sobreacumulación de capital, en la que los fondos libres no pueden invertirse de forma rentable y, además, debido a las sanciones, el dinero depositado en el extranjero no puede ser retirado. Pero estas empresas, incluidas las vinculadas al Estado, simplemente no le encuentran sentido a financiar un presupuesto que amenaza con aumentar el déficit de forma incontrolable. Un Estado que insiste en financiar una guerra que de todos modos ya está perdida
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Para los círculos dirigentes rusos, un rápido acuerdo con Occidente sigue siendo la única opción realista. Sus adversarios en Europa y en Estados Unidos no descartan de plano esta opción. Pero cualquier acuerdo implica inevitablemente serias concesiones por parte del Kremlin. En el mejor de los casos, un tal acuerdo implica la retirada de las tropas a las posiciones originales que ocupaban antes de que comenzara la guerra, lo que equivale a admitir la derrota. Al mismo tiempo, prolongar el conflicto no hace más que agravar la situación y choca con el hecho de que las condiciones para un alto el fuego sólo irán empeorando. De hecho, conservar el control de Luhansk y Donetsk -que se encuentran bajo protectorado ruso de facto desde 2014- es incierto; y en el futuro existe incluso la amenaza de perder la Crimea anexionada. Por supuesto, ninguna de las partes le va a pedir la opinión a los habitantes de Donbass y Crimea.
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Cualquier acuerdo real en las condiciones actuales significaría un desastre político para Putin. Por eso, a pesar de las declaraciones formales a favor de las negociaciones, la orientación central del Kremlin es la de mantener la guerra indefinidamente. Ni Occidente ni las élites rusas se muestran satisfechos con tal giro de los acontecimientos, por no mencionar que la mayoría de la sociedad rusa tampoco está nada contenta con esa perspectiva. Al no esperar concesiones aceptables por parte de Moscú, los círculos políticos occidentales decidieron finalmente levantar las restricciones a las entregas de armas a Ucrania. Comenzó con un envío importante de tanques, vehículos blindados y misiles de largo alcance, al que seguirán inevitablemente aviones. Hay muchas razones para creer que estas decisiones fueron precedidas por intentos de negociaciones entre bambalinas que convencieron a los estadistas occidentales de la absoluta insensatez de Putin y de su círculo íntimo. Aparentemente, una parte significativa de la burocracia dirigente rusa, de los negocios y del aparato militar llegó a la misma conclusión.
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El año que ha transcurrido desde el comienzo de la guerra ha dejado claro que el sistema político ruso necesita un cambio radical. Todo aquello que no sea una reforma sólo puede conducir a una mayor desintegración de las instituciones estatales y al deterioro de una economía que ya está en crisis, lo que no le conviene a nadie. Pero la única forma de cambiar de rumbo consiste en desalojar a Vladimir Putin del poder. Por supuesto, el presidente en funciones no estaría de acuerdo, pero tampoco lo estarían muchos de los que lo rodean, porque son conscientes de que, sin un padrino, perderán rápidamente su puesto y quizá se conviertan en chivos expiatorios. Después de todo, alguien tendrá que ser sancionado por sus errores y delitos. En este caso, enviarlos a La Haya como criminales de guerra podría ser el aterrizaje más suave posible para ellos, ya que la experiencia de la historia rusa demuestra que en circunstancias en las que el estado de derecho no funciona, el destino de los responsables derrotados es verdaderamente terrible.
Pese a la censura permanente y a la represión intermitente, en Rusia ya se habla casi abiertamente de estas hipótesis. Cada día, Moscú a finales de febrero de 2023 se parece más a Petrogrado a principios de febrero de 1917. El grado de pertinencia de esta analogía se revelará en un futuro muy próximo. Por supuesto, el liderazgo de Putin puede aferrarse a sus posiciones. Pero esto no hará más que retrasar el inevitable desastre, que será tanto más extenso cuanto más tarde se produzca.
Boris Kagarlitsky, nacido en Moscú en 1958, fue un disidente y preso político en la URSS bajo Brezhnev, luego diputado del ayuntamiento de Moscú (arrestado nuevamente en 1993 bajo Yeltsin). Desde 2007, dirige el Instituto de Estudios de Globalización y Movimientos Sociales en Moscú, un importante grupo de expertos de izquierda ruso. Es editor de la revista en línea Rabkor y autor de numerosos libros, de los cuales los dos más recientes en inglés son ”Empire of the Periphery” (Pluto) y “From Empires to Imperialism” (Routledge).
Fuente: https://russiandissent.substack.com/p/on-the-first-anniversary-of-the-war
Traducción Correspondencia de prensa