Durante los próximos días 27 y 28 de este mes tendrá lugar en Barcelona la llamada Cumbre Euromediterránea, a la que se prevé asistirán 35 jefes de Estado y de Gobierno de varios países que conforman el entorno geopolítico del Mare Nostrum. Los representantes de la Unión Europea y de una docena de estados africanos […]
Durante los próximos días 27 y 28 de este mes tendrá lugar en Barcelona la llamada Cumbre Euromediterránea, a la que se prevé asistirán 35 jefes de Estado y de Gobierno de varios países que conforman el entorno geopolítico del Mare Nostrum. Los representantes de la Unión Europea y de una docena de estados africanos y asiáticos, todos ellos ribereños de este mar salvo Jordania, tendrán ocasión de revisar cómo ha evolucionado la situación en esta crítica zona, diez años después de que, en la misma capital catalana, se inaugurara entre grandes expectativas el llamado «Proceso de Barcelona», cuyos objetivos incluían tres atractivas metas: (1) instaurar un espacio de paz y estabilidad; (2) establecer una zona de prosperidad compartida; y (3) acercar a sus pueblos mediante intercambios entre sus sociedades civiles.
No parece que el acercamiento de pueblos mediante las trágicas pateras que periódicamente abordan las costas europeas, ni las famélicas avalanchas que se estrellaron contra las vallas fronterizas en Ceuta y Melilla el pasado verano permitan detectar avances positivos en el tercero de los objetivos citados. A menos que se considere un provechoso «intercambio entre sociedades civiles» la creciente migración clandestina que, explotada por las habituales mafias especializadas, atraviesa ese mar huyendo de la miseria, la represión política y la falta de esperanzas que se extienden, implacables, por el continente africano.
Ni en el más sonrosado de los mundos cabría considerar que la situación en Gaza -por poner un ejemplo de reciente evolución política en un territorio mediterráneo- suponga un cierto grado de «prosperidad compartida», a menos que no se trate de repartir equitativamente entre el sufrido pueblo palestino los angustiosos índices de paro y los acuciantes síntomas de desesperación humana que le aquejan.
Por otra parte, como recuerda el comunicado difundido por Attac, «los programas de cooperación multilateral destinados a ser el instrumento de cooperación para el desarrollo del sur no representan más que un ridículo 1,2% del presupuesto de la UE, frente el 44% invertido en subvencionar la agricultura de la UE». Así pues, tampoco se perciben avances notables respecto al segundo objetivo.
Y en relación con el primero, ni la paz ni la estabilidad se han asentado en el Magreb, donde un pueblo todavía exiliado sigue esperando, con creciente impaciencia, que se cumplan las resoluciones acordadas por la ONU para gestionar aquella vergonzosa descolonización que, hace ahora 30 años, supuso uno de los más humillantes episodios de la moderna historia de España. Desde el Sahara Occidental hasta Siria, la inestabilidad es la regla general (en ella prosperan los fanatismos de raíz religiosa) y las perspectivas de paz duradera siguen perteneciendo al mundo de los sueños.
Para complicar aún más la cuestión basta constatar que el extremo oriental mediterráneo está sometido a los efectos de ese maremoto que se abate sobre Iraq (y cuya propagación amenaza a toda la zona), desventurado país donde los repetidos errores de la política exterior estadounidense han hecho surgir un campo de prácticas para el terrorismo como jamás pudo imaginar Ben Laden.
En los diez años transcurridos desde el comienzo del «proceso de Barcelona» un nuevo factor ha irrumpido con fuerza -y con sangre- y amenaza con descarrilarlo: el terrorismo de raíz islámica. Éste se ha extendido por el mundo, con especial incidencia en Europa. Inmigración y terrorismo, falazmente combinados, incitan insensiblemente a la conveniencia de establecer una nueva «marca africana», que, al modo de sus antecesoras carolingias, proteja desde la orilla meridional mediterránea, de Marruecos a Libia, la prosperidad europea. Protección en la que el componente militar parece cobrar un desproporcionado relieve, en línea con la estéril militarización del antiterrorismo propugnada por EEUU.
Mal que nos pese a los pueblos mediterráneos, este mar ha ido perdiendo peso en la geopolítica mundial. La debilidad congénita de la política exterior europea contribuye mucho a ello. Para EEUU es una simple vía de aproximación al crítico Oriente Medio, pero no es la única, ni la más importante en su estrategia global. Los tentáculos militares de la superpotencia se extienden por el océano Índico y las estepas del Asia Central. Hasta el mismo concepto de «Oriente Próximo Ampliado» (un auténtico contrasentido acuñado en Washington), que se extiende desde el Magreb hasta la frontera occidental de India, permite comprender que, en el juego de las grandes piezas que considera la política exterior de EEUU, el Mediterráneo es un simple eslabón más.
A pesar de lo dicho, no conviene despreciar la posibilidad de que durante dos días alcancen relevancia mundial las complejas cuestiones que preocupan a los pueblos mediterráneos. Que puedan oírse voces distintas y, a veces, muy enfrentadas. Que se debatan los asuntos esenciales de la convivencia entre las dos orillas mediterráneas. Aunque para ello sea preciso organizar otra conferencia cumbre, con todo su acompañamiento de inercias, componendas y transacciones habituales, que tan a menudo desvirtúan las reuniones al más alto nivel. Al fin y al cabo, mejor dialogar que bombardear.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)