El debate de fondo, subyacente también en la próxima cumbre de la OTAN, es entre dos opciones: reforzar el intervencionismo militar de la Alianza Atlántica (y su conexión Indo-Pacífico) o apostar por una auténtica autonomía estratégica europea.
En un reciente artículo, “La identidad europea y la OTAN”, he repasado la polémica, particularmente francoalemana, sobre la crisis de la identidad europea y el cambio de estrategia militar de la OTAN hacia la ‘victoria’ total frente a Rusia. Aquí doy un paso más y explico el dilema de la estrategia de seguridad y defensa de Europa. Al calor de la guerra en Ucrania y sus implicaciones y al hilo de un nuevo y adecuado enfoque pacifista, progresista y crítico, analizo varios temas entrelazados: el problema de la subordinación europea a la OTAN, la necesidad de la autonomía estratégica europea y la conveniencia de una actitud realista, pacifista y ética.
La subordinación europea a la OTAN
¿Cuál es el problema estratégico para Europa? No la inferioridad militar europea, en su conjunto, cuya superioridad es evidente para el propio Putin, sino la falta de una estructura coordinada de defensa común. Es una cuestión política, de falta de determinación colaborativa de los Estados europeos, no de condiciones básicas para tener una fuerte capacidad operativa, suficientemente disuasora frente a cualquier adversario.
De momento y a pesar de los avatares de estas dos últimas décadas, desde la guerra en Irak, la voluntad de las élites europeas es la subordinación de la defensa europea ante un mando operativo estadounidense, la ausencia de autonomía estratégica de los ejércitos europeos para determinar una línea de acción específica. La cuestión es que su supuesto modelo político, social, democrático y de relaciones internacionales, con características e intereses distintos del de EEUU y su proyecto imperial, no se puede consolidar con la subordinación estratégica-militar y de seguridad.
Hay que recordar, y lo reafirma el general José Enrique de Ayala (“Por qué lo llaman democracia cuando quiere decir poder”, 6/06/2022), que la misión de la OTAN no es promocionar la democracia frente a la autocracia sino asegurar su primacía geopolítica y militar para defender los intereses de los países miembros y, sobre todo, los privilegios de poder de EEUU con la subordinación europea. Además, también ha estado compuesta por países autoritarios, tiene acuerdos con otros muchos y ha intervenido en causas injustas. Una vez desaparecida la URSS y el Pacto de Varsovia como potencia mundial casi paritaria, la OTAN no tenía un bloque de poder alternativo.
El declive de EEUU como imperio prepotente y exclusivo, particularmente en el campo político-económico, junto con la multipolaridad de intereses de poderes intermedios (China, India, Rusia, Irán…) y las tentaciones autónomas europeas, es lo que hace que las administraciones estadounidenses (con algunas diferencias entre demócratas y republicanos) intenten revertir el deterioro de su hegemonismo con una fuga hacia delante a través de su mayor fortaleza: incremento de la militarización y el intervencionismo.
Pero esa dinámica choca con varios obstáculos: la actitud cívica opuesta al incremento del gasto militar y al riesgo de involucrarse directamente en una guerra, por parte de mayorías sociales amplias, principalmente, de las bases de izquierda; la renuencia de las élites políticas europeas (francesas, alemanas e italianas) que expresan sus propios intereses autónomos y a pesar del giro atlantista de la socialdemocracia nórdica (y española); la relativa neutralidad de los Estados con mayor población mundial, con guerras y conflictos diversos, y que se ven afectados por las graves consecuencias socioeconómicas y humanitarias por un conflicto, para ellos, secundario.
La autonomía estratégica europea
La autonomía estratégica europea se debe asentar en un proyecto diferenciado, más allá de lugares comunes que le atan a EEUU como Occidente, el mundo libre o las democracias. Los valores europeos y el bienestar de sus sociedades, una vez superada la nefasta tradición competitiva de las dos guerras mundiales y el pasado colonialista, debieran apuntar a superar la guerra como mecanismo de resolución de conflictos y el militarismo como garantía (contraproducente) de la paz.
El debate de fondo, subyacente también en la próxima cumbre de la OTAN, es entre dos opciones: reforzar el intervencionismo militar de la Alianza Atlántica (y su conexión Indo-Pacífico) o apostar por una auténtica autonomía estratégica europea. Esta última no para proyectar el mismo objetivo geopolítico y de dominación mundial, sino para avanzar en un orden socioeconómico y de regulación mundial más pacífico y cooperativo, a tenor de los grandes principios universales y del derecho internacional auspiciado por la ONU. Y, por supuesto, con garantías de seguridad y capacidad disuasiva ante los peligros derivados de la pugna de distintas élites nacionales-imperiales. Es la posición más realista para salvaguardar la prosperidad y la seguridad mundiales.
Esa dependencia estratégica también tiene sus costos para las sociedades europeas. De forma inmediata, está la realidad que se trasluce sobre las consecuencias económicas -incluida la inflación con pérdida generalizada de poder adquisitivo- y de seguridad para la ciudadanía europea ante la eventualidad de la prolongación y la agudización de la guerra incluida la amenaza nuclear, así como sus repercusiones de inestabilidad sociopolítica.
Habrá que esperar al desarrollo de la experiencia de las mayorías ciudadanas europeas (y del mundo) para comprobar la dimensión y la expresión pública que adquiere la indignación cívica masiva frente al deterioro vital, social, económico y político-cultural producido por esta estrategia insensata de la pugna imperial. Paralelamente, habrá que llenar de contenido y apoyo cívico una identidad europea autónoma, democrática y pacífica. Esa es la perspectiva de un nuevo movimiento pacifista y las tendencias progresistas frente a la involución autoritaria y militarista.
Lo que está detrás de las preocupaciones de las élites francoalemanas (y otras) por mantener sus opciones de potencia autónoma de EEUU, son las desventajas europeas respecto de EEUU derivadas de la prolongación de la guerra y los efectos de reducción de legitimidad pública de su clase política por el deterioro vital de sus sociedades. En un principio, la llamada soberanía europea no tendría una especial connotación progresista y pacifista. En el caso de Francia, revaloriza su escudo nuclear y su tradicional nacionalismo de gran potencia que abarca a África. En el caso de Alemania, con ese gran incremento del gasto militar de cien mil millones de euros, pretende elevarse a la gran potencia europea y, por sí sola, conseguir una abierta superioridad ante Rusia, cuando ahora está empatada, y consolidar su influjo económico-político en la UE y, en especial, en toda la zona centro oriental europea.
Esa autonomía estratégica, aun sin una reorientación pacifista, serviría para paliar algunos de los efectos perniciosos del aventurerismo estadounidense en pro de su primacía mundial. Tenemos ejemplos recientes: la guerra en Irak con la oposición del eje francoalemán, intolerable insubordinación para EEUU que se encarga de castigar ahora, y el fiasco de Afganistán en que a petición estadounidense, poco legítima, tuvieron que participar los europeos a regañadientes en el marco de la OTAN… en mitad de Asia.
Lo que genera cierta división europea y atlántica son las consecuencias actuales de la guerra en Ucrania y su gestión interna y externa, con la actitud precavida ante la estrategia de prolongarla hasta la hipotética victoria sobre Putin. Por un lado, las élites francesa, alemana e italiana, partidarias de activar las dimensiones diplomáticas para acercar un acuerdo, priorizando el acortamiento de sus efectos. Por otro lado, el Gobierno ucraniano y el estadounidense (con otros países europeos ‘dispuestos’) con la prioridad de derrotar al ejército ruso. Pero el foco se desplaza desde la inicial y justa exigencia ucraniana, como país injustamente agredido, a rechazar la criminal agresión rusa, al reajuste de poder internacional con la primacía de EEUU y el debilitamiento ruso, incluso su cambio de Régimen; y ello infravalorando los riesgos de una confrontación general.
Pero no se trata solo de configurar otro polo de poder más, con su hueco neocolonial al lado de otros grandes imperios. La autonomía estratégica o, si se quiere, la nueva identidad europea, tiene sentido para configurar una posición europea y mundial diferenciada de la política de bloques y el militarismo, siendo realistas con la seguridad propia e internacional, pero reforzando los componentes colaborativos, de desarrollo socioeconómico y sostenibilidad medioambiental a nivel mundial.
Una actitud realista, pacifista y ética
Para ello se necesita el estímulo y la cooperación de las tendencias pacifistas y de izquierda, europeas y norteamericanas (y rusas), cuya orientación progresista y participación relevante es imprescindible, superando el relativo desconcierto actual. Junto con la asociación de las mejores dinámicas colaborativas de los países menos desarrollados, desde América Latina hasta África y Asia, en pro de un orden social más justo y democrático, reforzando las agencias multilaterales, empezando por la propia ONU y la justicia internacional.
La tarea es compleja. El pacifismo europeo en los años ochenta (crisis de los euromisiles, oposición a la entrada de España en la OTAN) y en el año 2003 (frente a la intervención estadounidense en Irak), generó una amplia cultura democrática y participativa, con fuerte contenido ético y solidario. También permitió cierta renovación y regeneración de las izquierdas políticas. Y forzó otra dinámica diferenciada de la política de ambos bloques militares, de la que, en parte, es deudora la actual apuesta por la autonomía estratégica europea. El reto ahora es la articulación de un nuevo pacifismo realista y ético.
Junto con un pensamiento complejo es necesario un enfoque realista ligado a una teoría crítica, igualitaria-emancipadora-solidaria, es decir, a los grandes valores del progresismo europeo y los derechos humanos. La tendencia mayoritaria en las élites políticas e intelectuales es el posibilismo adaptativo a las dinámicas dominantes de los poderosos. Es cuando en nombre del realismo analítico y político se desplazan los ‘principios’, se manipulan o se quedan en retórica formalista. Se trata del oportunismo convencional. El faro debe ser las necesidades y demandas de las mayorías populares, atendiendo a la realidad de las relaciones de fuerzas sociopolíticas y, en su caso, de los equilibrios estratégico-militares y de poder.
En definitiva, hay que analizar el papel de los actores en cada contexto y combinar las distintas prioridades. Eso sí, para evitar caer en el posibilismo adaptativo y hacer frente a las dinámicas reaccionarias y autoritarias, hay que considerar los grandes valores asentados en la experiencia igualitaria-emancipadora-solidaria de la humanidad. Las estrategias alternativas deben ser realistas y tener en cuenta las grandes tendencias estructurales y sociopolíticas de fondo. Y la democracia, la paz, la seguridad y el bienestar social siguen siendo objetivos fundamentales.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
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