Hace tiempo que en toda Europa suenan las alarmas, y que, en muchos países de la Unión, amplios sectores sociales observan las actitudes xenófobas, racistas e intolerantes propias de la extrema derecha, a veces, con indiferencia (como si no fuera un asunto que les afectase) y, a menudo, con simpatía, asumiendo el discurso fascista que […]
Hace tiempo que en toda Europa suenan las alarmas, y que, en muchos países de la Unión, amplios sectores sociales observan las actitudes xenófobas, racistas e intolerantes propias de la extrema derecha, a veces, con indiferencia (como si no fuera un asunto que les afectase) y, a menudo, con simpatía, asumiendo el discurso fascista que señala al extranjero, al refugiado, al pobre, como una amenaza, como un enemigo, como alguien que merece la humillación y el castigo, la cárcel o la deportación.
La crisis económica, con el recetario neoliberal y la política de austeridad y eliminación de derechos laborales y cívicos que han impulsado la mayoría de gobiernos europeos; los nuevos nacionalismos y movimientos de extrema derecha, y la ciega subordinación de la Unión Europea a Estados Unidos, con el apoyo (abierto, resignado o tácito) a las guerras lanzadas por Washington en Oriente Medio, que han traído la crisis de los refugiados, configuran las hechos más importantes que han hecho estallar las costuras de Europa, sumida hoy en una gravísima crisis. Porque la crisis no la han causado los atentados terroristas, a pesar de su gravedad en Copenhague, París, o Bruselas; ni los refugiados que llegan a Europa: ellos son una de las consecuencias de la irresponsable política exterior que Occidente ha impulsado.
Un somero examen de la situación en Europa constata el reforzamiento de la extrema derecha: desde Francia, donde el Frente Nacional se ha convertido en el principal partido del país, hasta Alemania, donde la aparición de Pegida y de AfD (que ha obtenido buenos resultados en las recientes elecciones regionales alemanas, sobre todo en Sajonia-Anhalt), los dos países que forman el eje de la Unión, pasando por la mayor parte del continente. La extrema derecha holandesa se ha convertido en la principal fuerza política del país. En Hungría, la deriva del gobierno de Orban, con sus propuestas abiertamente xenófobas, le lleva a afirmar que quienes llegan a sus fronteras huyendo de la guerra no son refugiados, sino una amenaza para los húngaros. La pendiente hacia la extrema derecha ha llevado incluso a la Academia Húngara de Ciencias a tomar la decisión de cerrar el Archivo Lukács en Budapest, en una muestra más de la persecución de los instrumentos y del imaginario de la izquierda
En Polonia, el nuevo gobierno de Beata Szydło (con Kaczyński en la trastienda), cabalga también el nacionalismo y el rechazo a los extranjeros, además de intentar borrar de la historia del país el recuerdo de los dignos brigadistas internacionales que combatieron al fascismo en España. La imposición del feroz ajuste en Grecia, con la rendición de Syriza y Tsipras, mantiene un fuerte partido fascista, Amanecer Dorado. Incluso en Francia, la contaminación de las tóxicas ideas de la extrema derecha ha llevado a Hollande a impulsar una ley que anule la nacionalidad francesa en algunos casos de terrorismo; propuesta que, en origen, lanzó el Frente Nacional de Le Pen. Por su parte, el gobierno danés ha aprobado la confiscación de bienes a los refugiados para que sean ellos mismos quienes paguen los gastos que Dinamarca tenga atendiéndolos. Es un robo legal, una vergüenza, una ignominia que empieza a recordar el robo de los objetos de valor a los deportados protagonizado por los nazis en el infierno de la guerra de Hitler. Todos esos gobernantes, como Orban, mantienen que la oleada de refugiados sólo traerá delincuencia y terrorismo a Europa, y otros, como el gobierno británico, se niegan a aceptar refugiados, al tiempo que la sesgada política informativa de grandes medios informativos consigue, al mismo tiempo, que una parte de los ciudadanos dirija su ira no hacia banqueros y gobernantes, cómplices de la gran estafa de la crisis económica, sino hacia los refugiados pobres.
Organizaciones como el Partido Popular danés, el Frente Nacional francés, el Partido del Progreso noruego, el Partido Popular suizo, la Lega Nord italiana, el UKIP británico, el Partido de los Auténticos Finlandeses, el Partido por la Libertad holandés, el FPÖ austríaco, los Demócratas suecos, la Alternativa para Alemania (AfD), entre otros, atizan el miedo y la desconfianza hacia los refugiados y los inmigrantes, presionando a los gobiernos. Junto a ello, la abierta tolerancia de los gobiernos bálticos (en Estonia, Letonia y Lituania) con los grupos de extrema derecha, y, algunos, abiertamente nazis, que lleva a celebrar públicamente hechos protagonizados por el ejército hitleriano en la II Guerra Mundial y a organizar desfiles de los veteranos de las SS, en abierta complicidad con los gobiernos, mientras aumenta la represión contra la izquierda y continúa la conculcación de los derechos cívicos de la minoría rusa en los tres países bálticos. Por no hablar, fuera de la Unión Europea, del cómplice silencio de la gran mayoría de gobernantes europeos ante el horror de Kosovo, y ante la actividad de los grupos nazis y de extrema derecha en Ucrania, cuyo golpe de Estado fue inspirado por Estados Unidos y la Unión Europea, para después apoyar al gobierno golpista de Yatseniuk y Poroshenko. La terrorífica matanza de Odessa, hace apenas dos años, donde los nazis quemaron vivos en el edificio de los sindicatos, a decenas de personas, ni siquiera fue criticada por Washington y Bruselas, cuyos responsables frecuentaron a dirigentes de los partidos de extrema derecha fascista Svoboda y Pravy Sektor. En la Unión Europa, apenas la izquierda comunista ha denunciado la represión en Ucrania, la ignominia del golpe de Estado, la impunidad de los grupos nazis que recorren el país. Ni la derecha, ni la socialdemocracia, ni la mayor parte de esa nueva izquierda surgida de la confusión, ha considerado importante impulsar la solidaridad antifascista con Ucrania, pese a hechos tan graves como la ilegalización del Partido Comunista de Ucrania. Así se ha llegado a la situación actual, donde la impunidad con que actúan las organizaciones nazis hace que sean habituales hechos como los de Lviv, donde un grupo de más de doscientos fascistas atacaron y apedrearon el hotel donde iba a celebrarse un encuentro de homosexuales.
La parálisis de la Unión Europea viene de lejos, y su silencio ante el atropello a los derechos democráticos en los nuevos miembros del Este de Europa, ha sido acompañado por la inoperancia para combatir los brotes fascistas y xenófobos en el conjunto de la Unión. Sin olvidar que sus países miembros aceptaron que la CIA norteamericana, con la connivencia de gobiernos e instituciones europeas, organizase centros clandestinos de detención, y a veces de tortura, en Europa: en Lituania, Rumania, Italia, España, entre otros países, los sicarios de la CIA encerraron e interrogaron brutalmente a personas detenidas en distintos países, que fueron trasladadas ilegalmente en el marco de la «lucha contra el terrorismo».
A la crisis griega y la amenaza de salida de Gran Bretaña (a la hipótesis del Grexit, se añadió el Brexit), con la suspensión práctica del acuerdo de Schengen que suprimió los controles fronterizos entre veintiséis países europeos, se añade la disolución del proyecto federal europeo: a las tradiciones reservas nacionalistas y de partidos conservadores, se une una parte de la izquierda que apuesta por la liquidación del euro (como en Grecia), y, tal vez, de la propia Unión, hipótesis que en el marco de una crisis económica de la que no se vislumbra la salida, alertan de la voladura de la Unión Europea. ¿Mejoraría la suerte de los trabajadores la disolución de la Unión Europea? Al margen de la evidencia de que la actual Europa neoliberal y las estructuras creadas desde el Tratado de Roma suponen duras hipotecas para la población, y de que el debate sobre las escasas posibilidades reales de abordar su reforma en el actual escenario político lleva a algunas fuerzas a optar por su desmantelamiento, es muy dudoso que las fuerzas populares afrontasen unas mejores perspectivas con la desaparición de la Unión Europea, por no hablar de que los distintos países afrontarían una mayor, y tal vez definitiva, subordinación ante Estados Unidos, además de la desaparición práctica de Europa como protagonista en las grandes cuestiones internacionales.
En las urnas y en las calles, la extrema derecha es cada vez más visible, y, muchas veces, pasa a la acción. Las agresiones contra refugiados en Alemania, las inquietantes y vergonzosas escenas de la policía de algunos países reprimiendo violentamente a quienes huyen de las guerras y la devastación causada en Oriente Medio (en Siria, en Iraq, en Afganistán, en Libia, en Yemen) por Estados Unidos, con el apoyo europeo, forman parte de ese degradado paisaje moral donde se debate una agónica Unión Europea. Aquel hombre que orinaba sobre una mendiga en el puente de Sant’Angelo de Roma; los seguidores futbolísticos que humillaron a otros mendigos en Barcelona, o los entusiastas partidarios de un equipo de fútbol holandés que se divertían lanzando monedas en la Plaza Mayor de Madrid a mujeres que pedían limosna, riéndose de su pobreza, en un gesto de tan feroz inhumanidad, debe llevar a preguntarse dónde estamos, que está ocurriendo. Porque, aunque esas escenas se olvidan con rapidez, revelan que el odio y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno han arraigado en Europa: esos seguidores del equipo de fútbol holandés que humillaron a las mendigas de la plaza Mayor de Madrid, en una situación idónea y con el poder en sus manos, se comportarían como los esbirros nazis de las SS.
Ahora, Europa, atenazada por el miedo, ha optado por un vergonzoso acuerdo con Turquía para la deportación de los refugiados, que ha llevado a Amnistía Internacional a denunciar que el convenio entre Bruselas y Ankara «es una violación histórica de los derechos humanos». Ese acuerdo con Turquía es similar al suscrito con Marruecos, y ya empieza a tener consecuencias: las patrullas costeras turcas han agredido con palos a precarias embarcaciones de refugiados que intentan llegar a las islas griegas, y la propia actitud del gobierno de Erdogan no llama, precisamente, a la tranquilidad: su exaltado nacionalismo reprime ferozmente a la población kurda del Este del país; bombardea a los kurdos sirios; es cómplice del incendio y la guerra en Siria, donde arma y financia a grupos terroristas; e influye en el conflicto entre Armenia y Azerbeiján por Nagorno Karabaj, atizando las reclamaciones azeríes.
Algunos analistas advierten de que tal vez diez millones de refugiados intentarán llegar a Europa a lo largo del año 2016, y aunque otros observadores rebajan la cifra, las perspectivas alarman a los responsables de la Unión Europea y a los gobiernos, que temen la reacción de una parte de los ciudadanos, sin reparar en que el conjunto de la Europa comunitaria ha acogido a poco más de un millón de personas, mientras que los países de Oriente Medio albergan a la mayoría de los refugiados: Turquía a más de tres millones, Jordania a dos millones y medio, y el pequeño Líbano (que tiene una población de cuatro millones de habitantes) a un millón y medio. La Unión Europea, que se comprometió a acoger a sólo 160.000 personas, aunque ha incumplido sus compromisos, simula ignorar su responsabilidad conforme a la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados , firmada en Ginebra en 1951, que estipula con claridad las obligaciones de los gobiernos. Para justificar su clamoroso incumplimiento, los gobiernos europeos alegan falta de recursos, aunque eso no les ha impedido dedicar ayudas millonarios al sistema financiero, al tiempo que apretaban el dogal a la población y daban prioridad a los pagos a grandes inversores y deudores sobre las necesidades de la población europea más pobre. Por fortuna, miles de voluntarios suplen con su esfuerzo la falta de atención de los gobiernos a los refugiados, y una parte de la población contribuye con ayudas, alimentos, ropa, a paliar la catástrofe humana. La Comisión Europea cree que llegada de refugiados será «uno de los asuntos determinantes para Europa en las próximas décadas».
Ese es panorama que ha dejado la conjunción de la crisis económica, las guerras imperialistas norteamericanas en Oriente Medio y el acoso a las organizaciones de izquierda y sindicatos obreros en todo el continente: a la destrucción de derechos sociales y obreros dirigida por gobiernos de derecha y gabinetes socialdemócratas; a la imposición de enormes sacrificios a la población, que ha visto aumentar la explotación y ha visto reducidos sus salarios; a la precarización del trabajo y la ruptura de los mecanismos de solidaridad; a la destrucción o el debilitamiento de las organizaciones obreras y de izquierda (sustituidas, a veces, por partidos que han adoptado el neoliberalismo: el ejemplo italiano con el Partido Democrático de Renzi no es el único) gracias a una permanente deslegitimación impulsada desde todos los resortes del poder económico, y, también, a la aparición de nuevos partidos de confuso discurso que huyen de las tradiciones de la izquierda y que suponen, más que la recuperación de la iniciativa, la manifestación del desconcierto, se añade el horizonte de un escenario político dominado por la derecha y la extrema derecha, como ha ocurrido en las recientes elecciones polacas, donde las hipótesis de gobierno se repartían entre la derecha de la Plataforma ciudadana de Tusk y la extrema derecha del partido Ley y Justicia (PiS) de Duda y Kaczyński. Algo similar podría ocurrir en Francia, donde la pérdida de espacio social por la izquierda abre la hipótesis de un enfrentamiento entre la derecha de Fillon y la extrema derecha de Le Pen para las elecciones presidenciales de 2017. Ese reforzamiento de la extrema derecha y de los partidos fascistas, contrasta con la debilidad de la izquierda europea, inmersa en la dispersión, la ilegalización (el Partido Comunista de Ucrania ha sido prohibido), y con la construcción de instrumentos formalmente opositores que ni siquiera se atreven a romper de forma clara con el neoliberalismo y con las ataduras militares de Europa: la tácita aceptación de la OTAN por Podemos es un ejemplo.
En una reciente entrevista, Perry Anderson ilustraba la aparición de fuerzas «reales o potenciales» de oposición con los ejemplos de las manifestaciones en Brasil durante las competiciones futbolísticas de 2014, con las manifestaciones de Estambul y Hong-Kong y, en Europa, con la aparición de Podemos en España. No parece que sean destacamentos relevantes, ni tan siquiera de izquierda en algunos casos, sino más bien episodios efímeros o espejismos. Sólo algunos partidos de izquierda y organizaciones progresistas trabajan para combatir el nuevo monstruo fascista que asoma en tantos lugares de Europa. La indiferencia ante el sufrimiento de los refugiados mostrado por los gobernantes europeos, las escenas de Idomeni, las risotadas de la plaza Mayor de Madrid, son un síntoma de los peligros que acechan, y que anuncian los llamamientos patrióticos, los viejos y nuevos nacionalismos, el rechazo a los «extranjeros», la violación del derecho internacional y del imperativo deber de socorro a quienes huyen de la guerra de que ha hecho gala la Unión Europea, ignorando los convenios internacionales suscritos y la obligación de respetar los derechos humanos de los refugiados.
Europa se llena de xenofobia, de centros de detención ilegales, de policías y aduaneros, de cámaras de vigilancia, de ataques a centros de acogida, de alambradas. Europa no quiere refugiados de las guerras, mientras la extrema derecha y el fascismo cabalgan sobre el odio al «diferente», al pobre. Miles de personas que huían de las guerras imperiales de Oriente Medio han muerto ahogadas, forzadas a peligrosas travesías, y seguirán muriendo mientras Europa no habilite vías legales y seguras. Las escenas de los refugiados viviendo entre el fango de los campos fronterizos griegos, los niños perdidos, las miradas de indefensión, la inhumana respuesta de Europa al sufrimiento ajeno.
Mientras el populismo y el nacionalismo vuelven a recorrer el continente, el fascismo reaparece como un indicio que no debe trivializarse porque el fanatismo asociado a tantos exaltados xenófobos y, a veces, seguidores del fútbol podría derivar rápidamente en grupos abiertamente violentos, fascistas: ya ocurrió en Yugoslavia en los años noventa, donde los primeros enfrentamientos que dieron paso a la guerra civil fueron protagonizados por los extremistas más fanáticos de los equipos de fútbol. Cuando la movilización de la extrema derecha europea presiona a los gobiernos y marca la agenda política, la izquierda se debate confusa, temerosa. Organiza la solidaridad y el combate a la xenofobia, pero la respuesta se revela débil, incapaz, por ahora, de cambiar el escenario. La vieja receta fascista de levantar alambradas de espino en las fronteras ha sido adoptada por muchos países europeos. La inhumana Francia de Daladier y Bonnet que encerró a decenas de miles de republicanos españoles, que habían combatido al fascismo, entre campos de arena y cercas de reclusos en las playas de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien y Gurs, es la Europa de hoy que detiene y encierra a tantos refugiados en los campos griegos, para deportarlos después, en el momento en que parece sucumbir a la parálisis y al miedo, y Estados Unidos sigue arrojando dinamita al voraz incendio de Oriente Medio.
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