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Derecho al euroescepticismo

Fuentes: Atlántica XXII

Al euroescepticismo le pasa lo mismo que a ciertas prácticas sexuales, tiene muy mala prensa. La etiqueta ya tiene algo de malintencionada, sobre todo en boca de ciertos medios de comunicación. Para El País por ejemplo, los euroescépticos son algo así como una tribu provinciana y sin demasiadas luces empeñada en negar la ley de […]

Al euroescepticismo le pasa lo mismo que a ciertas prácticas sexuales, tiene muy mala prensa. La etiqueta ya tiene algo de malintencionada, sobre todo en boca de ciertos medios de comunicación. Para El País por ejemplo, los euroescépticos son algo así como una tribu provinciana y sin demasiadas luces empeñada en negar la ley de la gravedad. Aquí en España, ya se sabe, hemos sido muy europeístas. Para un país como el nuestro, pobre y acomplejado, que salía de una larga dictadura, la entrada en la Comunidad Económica Europea suponía un sueño transversal asociado a modernidad, progreso y bienestar. Por mucho que hubiera que dejarse algún astillero y alguna vaca lechera en el camino, todos los sacrificios merecían la pena para estar ahí, en ese selecto club, codeándose con los grandes. El PSOE de Felipe González pisó a tope en el acelerador de la integración europea. A falta de una profunda democratización por abajo de la sociedad española post-franquista, los socialistas jugaron a fondo la otra carta, la de vender una europeización por arriba. Para los intelectuales orgánicos del felipismo, la exorcización de nuestros males atávicos y la definitiva ruptura con nuestro pasado de charanga, pandereta y pelotón de fusilamiento se terminaría resolviendo con la entrada de España en Europa, del mismo modo que a nuestros militares se les pasarían las veleidades golpistas yéndose los fines de semana de maniobras militares y gin-tonics con los generales de la OTAN.

Aunque la adhesión al proyecto europeo sigue siendo muy mayoritaria en nuestra sociedad, ya quedan lejos aquellos maravillosos años ochenta y noventa en los que Felipe González y Helmut Kohl quedaban en la Bodeguilla para comer paletilla de cordero y hablar de Europa. Los fondos de cohesión se extinguen y el personal comienza a asociar UE y recortes, y no UE y autopistas. La percepción de que somos el pariente pobre del invento está en el aire, por mucho que Luis de Guindos trate de conjurarla dándose aires de que corta bacalao y tiene mando en plaza cuando juega a matón de cole con Syriza en las reuniones del Eurogrupo. Y es que no están los tiempos como para mucho entusiasmo europeísta cuando vemos cada día cómo la UE humilla y somete al chantaje más cruel a una Grecia exhausta que solo está pidiendo un respiro para recomponerse y poder ir pagando sus deudas poco a poco, en función de su crecimiento económico, y no de las exigencias de unos acreedores internacionales que son los primeros en saber que están imponiendo a la sociedad helena unos sacrificios inasumibles. Que un neokeynesiano templado y cool como Yanis Varoufakis se haya convertido en un apestado en las cumbres europeas, da idea de qué tipo de fundamentalistas neoliberales no están gobernando allá en Bruselas. Mucho cuidado, que hoy los talibanes financieros más acérrimos no están en los EEUU, sino a este lado del charco.

El equilibrio inestable entre una concepción más liberal y otra más socialdemócrata del proyecto europeo se rompió definitivamente en los años noventa con la caída del Muro de Berlín y la firma del Tratado de Maastricht, que supuso la victoria aplastante de las tesis neoliberales. El apoyo al TTIP, el Tratado de Libre Comercio con los EEUU, por parte de la mayoría de los socialdemócratas europeos, da cuenta del nivel de penetración en la izquierda realmente gobernante del discurso neoliberal y de los intereses económicos que éste representa. Hoy los más ardientes internacionalistas no son los obreros, como antaño, sino los capitalistas. Si en Francia buena parte de las clases populares han dado la espalda a los socialistas y están votando a Marine Le Pen, que por cierto hace campaña contra el TTIP y le hace carantoñas verbales a Syriza, es porque están viendo en el Frente Nacional a la única fuerza capaz de defender la soberanía francesa y el contrato social salvaguardado por la República frente a la globalización avasalladora de los ricos, que en Europa se llama UE y Pacto del Euro. Y es que, tristemente, en buena parte de Europa el papel que en Grecia y España están cumpliendo fuerzas democratizadoras y de cambio lo está ocupando la derecha nacionalista y xenófoba.

Frente a una europeización y una mundialización que han convertido las instituciones internacionales en máquinas trituradoras de los derechos democráticos, sociales y el medioambiente, el Estado nacional es por ahora el único parapeto que las clases populares tenemos para defendernos de un turbocapitalismo desatado y sin control. El problema sin embargo, como estamos viendo en el caso de Grecia, es que tampoco un Estado solo ante el peligro, sin aliados regionales, puede hacer mucho frente a una máquina de guerra perfectamente engrasada como la Troika. Alguien tendrá sin embargo que dar el primer paso mientras los otros se deciden, y esa tarea histórica, por suerte o por desgracia, les ha tocado a los griegos. La paradoja es que tal vez para refundar Europa primero tengan que romper con ella. Decía Engels que el primer deber de un internacionalista era defender la independencia de su país, luego ya vendría el resto. Quizá un sano euroescepticismo hacia este proyecto europeo sea el primer paso para que los pueblos de Europa refundemos en los próximos años este continente en una dirección mucho más democrática, justa y sostenible.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015

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