Otro fantasma recorre el mundo. La desaparición de la eurozona y, con ella, los magnificentes sueños de integración en el ámbito del capitalismo, va tornándose hipótesis preñada de crédito en la mira de más de un analista. Aferrado al badajo de la alarma Colleen Barry, entre otros, nos advierte de que las descontroladas deudas de varios […]
Otro fantasma recorre el mundo. La desaparición de la eurozona y, con ella, los magnificentes sueños de integración en el ámbito del capitalismo, va tornándose hipótesis preñada de crédito en la mira de más de un analista.
Aferrado al badajo de la alarma Colleen Barry, entre otros, nos advierte de que las descontroladas deudas de varios países amenazan con generar un caos en la Unión Europea, a tal extremo que la pregunta de si alguno dará la espalda a la divisa común, creada en 1999 y exhibida como símbolo de cooperación y armonía, ha sido sustituida por una más ríspida: ¿Sobrevivirá ésta?
Es decir, si hasta hace poco se especulaba acerca de que, en el peor de los casos, se expulsaría a miembros como Grecia y Portugal, cuyos problemas financieros podrían arrastrar al resto, a la manera de un vagón descarrilado en la cabeza de un puente sobre el abismo, hoy día se torna posibilidad real el que incluso los grandes decidan salirse del bloque. Y con su estampida, la debacle.
Aquí llega un maremagno de suposiciones, como Tarot lanzado sobre la mesa por manos nerviosas. Mientras unos señalan que en los Estados pequeños con fuertes adeudos existe la tentación de tomar las de Villadiego -pirarse, en buen romance-, y que la mismísima Grecia podría recuperar su competitividad retornando al dracma y devaluándolo; para otros, hasta la «impoluta» Alemania, harta de librar a los demás y desilusionada de la línea monetaria del Banco Central Europeo, podría esta sopesando el andar por su cuenta, apegada a su disciplina fiscal y a la credibilidad del Bundesbank.
Ahora, entre los augures se enseñorea el criterio de que ninguna ruptura, ni siquiera temporal, devendría amistosa u ordenada, a causa de la férrea articulación del mercado. Quizás por ello, y a pesar de que muchos se negaron de inicio a brindar la mínima asistencia a Atenas, para no comprometer la propia prosperidad por quien acumula un déficit en el producto interno bruto cuatro veces por encima del 3 por ciento exigido como cifra tope, hace unas semanas la Unión Europea decidió rescatar a la insolvente, con la autorización de un paquete de 110.000 millones de euros (el 80 por ciento de la UE y el resto del ubicuo Fondo Monetario Internacional), destinados a afrontar los vencimientos más urgentes de una «deuda soberana», conforme al mexicano Alejandro Nadal.
Y no es que los demás hayan sanado del reconcomio provocado por la mendaz declaración del Gobierno griego anterior, encabezado por Kostas Karamandis, de que el déficit público era de apenas 3,7 por ciento del PIB, cuando en verdad ascendía al monumental 12,7 por ciento, a lo cual se unía un endeudamiento público de alrededor de 130 por ciento, situación develada por el actual gabinete del socialista Yorgos Papandreu. Sucede que los socios han puesto sus barbas en remojo, temiendo el efecto cascada que podría involucrar a Portugal y España, en un comienzo, y consumar el desplome del euro. Había, pues, no sólo que salvar a la milenaria, sino igualmente a la moneda compartida. Y para proteger a esta última, el 9 de mayo los 16 entrecruzaron lanzas y, en pose de mosqueteros («todos para uno»), se comprometieron a calzar la divisa con un paquete de más de 500.000 millones, erogación a la que se suma una de 220.000 millones, procedentes… del FMI, por supuesto.
Solamente que, como denuncia Nadal, si el proyecto original de un Viejo Continente articulado fue concebido como heredero del pacto social de posguerra, en un momento de reconstrucción y reconciliación, así como de la distribución mediante una estrategia de ingresos que propició una demanda agregada robusta, a la post-re la UE alcanzó su plenitud en medio del frenesí neoliberal de los noventa: «política monetaria obsesionada por la lucha contra la inflación, política fiscal comprometida con el dogma del presupuesto equilibrado y una política de contención salarial que llevaría a serios desequilibrios estructurales». Frenesí que los centros de poder se resisten a abandonar y que sufrirán con creces en carne propia pueblos como el de Grecia, que, según diversas fuentes, afronta una deuda externa neta de cerca de 208.000 millones de euros; España, 950.000 millones; Italia, cerca de 347.000 millones; Portugal, 177.000 millones; Irlanda, 123.000 millones…
Interrogantes de orden, entonces: ¿Hasta cuándo los griegos, por ejemplo, soportarán un desempleo de 12,1 por ciento? ¿Hasta cuándo aguantarán unas medidas de austeridad concebidas para el pago en tiempo de unos débitos que el Gobierno trata de zanjar con un ahorro en tres años de 30.000 millones, traducidos en la baja de inversiones, del consumo, en mayor pobreza? La respuesta anidaría en la ola de huelgas que asuela al Estado heleno. Sí, tal vez el más terrorífico fantasma que recorre el planeta no sea precisamente el de la desaparición de la zona del euro.
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