“Nosotros, como Ejército, durante la guerra teníamos tres prioridades de descabezamiento: el Triángulo Ixil en Quiché, los Cuchumatanes en Huehuetenango y la Universidad de San Carlos, cueva de guerrilleros”.
Ex oficial del Ejército de Guatemala en charla pública
En Guatemala, Centroamérica (décima economía de América Latina, pero con una de las mayores inequidades en la distribución de esa riqueza en todo el mundo), en estos días se libró orden de captura contra el actual rector y contra un ex rector de la universidad pública, la tricentenaria San Carlos de Guatemala –USAC–, una de las más viejas del continente americano. Ambos, como medida para evitar la prisión, “aparecieron” enfermos y hospitalizados. Curiosa enfermedad, por cierto.
No vamos a entrar en el análisis de ese hecho en concreto, porque carecemos de todos los elementos para ello. Se ha especulado que la medida, llevada adelante por la Fiscalía Especial contra la Impunidad –FECI– del Ministerio Público (creada a partir de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– por sugerencia del gobierno de Washington) es una señal del nuevo gobierno de Joe Biden que intenta retomar la lucha contra la corrupción impulsada anteriormente por la administración demócrata de Barak Obama, abandonada durante los cuatro años de presidencia de Donald Trump. Sin que ello sea ahora determinante para el presente texto, lo cierto es que, como cosa insólita en el mar de corrupción e impunidad que campea por las instituciones guatemaltecas, en este momento la medida muestra que empiezan a soplar nuevos aires. “Casualmente” estos días, también, el titular de la FECI, Juan Francisco Sandoval, recibió el premio “Campeones Internacionales Anticorrupción” otorgado por el gobierno estadounidense, y casi a diario se conoce de la “honda preocupación” de la Casa Blanca por la corrupción en el país centroamericano.
En modo alguno el imperialismo de Estados Unidos se está “abuenando”; puede suceder, en todo caso, que se retoma la estrategia de fortalecer administraciones nacionales en Centroamérica mediante la lucha contra la corrupción, buscando que se dé mayor inversión social en estos países (Guatemala, Honduras, El Salvador), evitando así tanta migración de desesperados pobladores de la región hacia el “sueño americano”. Esa era la iniciativa de la Alianza para la prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, abandonada por Trump. Todo indicaría, ahora sin la CICIG, pero con otros actores, que se relanza el proyecto.
Lo cierto es que estos dos funcionarios de la tricentenaria casa de estudios, presuntamente vinculados a actos de corrupción, en tanto cabezas visibles de la universidad más grande del país, la única pública y que acoge al 50% del estudiantado de educación superior, necesariamente plantea preguntas. ¿Por qué puede suceder esto? ¿Cómo es posible que un centro universitario esté vinculado a mafias delincuenciales y pesen sobre él denuncias que le unen a lo que se ha dado en llamar Pacto de Corruptos? (es decir: contubernio entre clase política, crimen organizado, ex militares, cierto empresariado). El epígrafe comienza a dar alguna pista. Luego de los años de guerra interna, la universidad pública fue virtualmente descabezada (se asesinó a lo más connotado de su inteligencia: docentes y estudiantes, y quienes sobrevivieron, tuvieron que marchar al exilio), abriéndose la posibilidad de instalar allí las más cuestionables “roscas”, mafiosos grupos de interés con poca o ninguna vocación académica, que dirigieron a la baja la investigación y el pensamiento crítico. Es por eso que hoy la San Carlos, que fuera una gloria nacional alguna vez convocando admiración en toda el área centroamericana, actualmente languidece, presentando esta patética imagen.
La gran mayoría, por no decir la totalidad de quienes lean este opúsculo en Guatemala –en general jóvenes de clase media, varones y mujeres, muchos: también trabajadores, pero muchos sólo estudiantes–, algunos de origen maya, aunque en su gran mayoría no-mayas– son unos privilegiados. ¿Por qué? Porque conforman el escaso porcentaje de población que tiene la dicha de cursar estudios universitarios: un 3% del total nacional.
Definitivamente eso es una suerte. En un país donde el nivel de analfabetismo abierto llega al 13% del total de la población (entre muchas mujeres mayas del interior llega al 100%), y el analfabetismo funcional (dificultad para entender lo que se lee), al menos, al 60%, tener la posibilidad de alcanzar un aula universitaria es todo un don, un verdadero motivo de orgullo. En la amplia mayoría de la población, terminar la escuela media es ya un logro de magnitud; la universidad sigue siendo un lujo bizantino.
Estudiar una carrera universitaria ha sido, sigue siendo y todo indica que, al menos en el corto plazo, seguirá siendo un privilegio reservado a pocos. En un mundo dirigido cada vez más por grandes capitales donde, para “triunfar”, hay que estar crecientemente “preparado”, los estudios universitarios –y hoy también los de post grado– son una clave definitoria. Por tanto, quienes acceden al nivel superior tienen asegurado, de terminar exitosamente sus estudios, un mejor pasar económico que quien no fue beneficiado por esa situación.
Dentro de esa lógica tener un título universitario es un seguro pasaporte al bienestar. Un universitario graduado –verdad inobjetable– tiene mejor nivel económico que alguien sin título. Incluso hoy ya pasa a ser “necesario” un nivel de maestría para el mercado laboral. Ello no garantiza la real calidad académica, pero sí brinda los papeles que abren puertas. De ahí lo de “privilegiado” para quien tiene un cartón de esos.
Ahora bien: ¿qué decir del papel de la universidad –no solo de la San Carlos sino también de todas las privadas– en la sociedad actual, la guatemalteca o la de cualquier país capitalista? La respuesta inmediata es: está para brindar la formación de profesionales, la promoción de mano de obra calificada. Paralela a esa formación técnica para el trabajo viene la otra, la que no se ve en lo inmediato: la formación ideológica, la transmisión de valores, de esquemas de pensamiento. Y es preciso decir que, hoy por hoy, la universidad –al menos en términos generales– prepara a sus graduados para ser un profesional sabedor de esos privilegios (de esa minoría que se encuentra en el bajísimo porcentaje de quienes disponen del preciado cartón), y que, por tanto, se “siente más”.
Pero la universidad –en este caso la pública – puede, o debe, ser otra cosa. Eso es lo que buscó durante los años de mayor politización, cuando la guerra interna, entre los 60 y los 80 del pasado siglo, lo que motivó esa intervención del Estado contrainsurgente (véase nuevamente el epígrafe). Según lo indicado por la constitución nacional de Guatemala, según su Artículo 82: la USAC “cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales” [elevando] “el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura”. Es decir: no sólo es la instancia educativa encargada de graduar a los profesionales; tiene en sus manos otro cometido: ayudar a resolver los problemas nacionales.
Si vemos nuestra realidad latinoamericana, no pareciera que ese sea hoy día el papel dominante de las casas de altos estudios, ni en Guatemala ni otros países, salvo Cuba. Según lo expresa sin tapujos el sociólogo venezolano Vladimir Acosta “uno de los grandes problemas de las universidades, de nuestras universidades [latinoamericanas], es que son unas universidades colonizadas, dependientes, subordinadas a una visión derechista, globalizada, eurocentrista, blanca y gris de mirar el mundo. Son universidades donde los saberes se disocian, se fragmentan, justamente para impedir una visión de totalidad, y para hacer del estudiante que se gradúa, que egresa como profesional, un profesional limitado, con una visión burocrática profesional, orientada en lo personal a hacer dinero, y en la visión que se tiene a encerrarse dentro de un marco profesional sin tener conocimiento de su identidad, de su historia y de su compromiso con su país”.
En Latinoamérica las universidades tienen una larga historia. La primera nace en 1538, en Santo Domingo. Todas las que se van fundando reflejan el modelo medieval traído de Europa, asociado con los poderes de la realeza y la iglesia católica. La preparación profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento. Frente a este modelo de profesional liberal surge otra concepción en Alemania, donde aparece la “universidad de investigación”. Allí la enseñanza técnica se combinaba con la generación del conocimiento puro y la ciencia, lo cual tuvo el valor de una verdadera revolución académica. Ese esquema investigativo fue consolidándose en Europa durante el siglo XIX y luego en Estados Unidos, acorde al crecimiento económico que iba impulsando más y más desarrollos técnicos para la floreciente industria. El modelo se solidificó y es el imperante hoy día, en el que se da una asociación directa del conocimiento generado en la universidad con su aplicación práctica en la esfera económica, vía empresas privadas básicamente (al menos en el capitalismo). En el transcurso del siglo XX la investigación científico-técnica terminó por ligarse enteramente al crecimiento económico, y las ciencias pasaron a ser el sostén de la industria moderna. El modelo universitario, por tanto, pasó a ser una actividad inseparable del crecimiento económico del capitalismo desarrollado.
En el siglo XXI esa tendencia se mantiene y profundiza, más aún con los nuevos paradigmas de producción caracterizados por la globalización de la economía y el paso hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, basada cada vez más en tecnologías de punta. La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Todos estos procesos de privatización, surgidos en los países que marcan el rumbo –las potencias capitalistas–, llegan a la región latinoamericana como tibia copia. No hay, en general, procesos con dinámicas propias. Siempre se ha tratado de imitar al Norte, visto como opulento y modelo a seguir.
¿Y qué hay de lo declamado en la constitución guatemalteca entonces en relación a la Universidad de San Carlos, aquello de “cooperar al estudio y solución de los problemas nacionales”? Hoy por hoy: ¡nada! ¿Qué significa que un rector y un ex rector de la universidad pública caigan presos por actos de corrupción? ¡Es patético! Muestra que esa institución funciona como mafia al servicio de la privatización de la educación superior (en el país, con tan bajo índice de universitarios… ¡hay 14 universidades privadas!) y como engranaje del Pacto de Corruptos, siguiendo con el cumplimiento a cabalidad de lo implementado en la pasada guerra: ¡se la destruyó por ser “cueva de guerrilleros”! Y se la sigue destruyendo.
La misión urgente, por tanto, es rescatarla.
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