Quizás llegará un día cuando se sienta con más fuerza en Latino-América la voz del movimiento indígena a favor de su hermano de sangre prisionero en Estados Unidos: Leonard Peltier. Por el momento, no se siente esa cólera. Sí, ha habido un noble respaldo por nuestra Rigoberta Menchú y otros. Pero el ensañamiento de los […]
Quizás llegará un día cuando se sienta con más fuerza en Latino-América la voz del movimiento indígena a favor de su hermano de sangre prisionero en Estados Unidos: Leonard Peltier. Por el momento, no se siente esa cólera.
Sí, ha habido un noble respaldo por nuestra Rigoberta Menchú y otros. Pero el ensañamiento de los «cara-pálidas» contra ese descendiente espiritual de Caballo Loco y Gerónimo, aún espera la respuesta unificada y rebelde de la prole de Cuauhtémoc y Túpac Amaru.
A veces se olvida que el concepto independentista de lo «hispanoamericano» es relativamente reciente y novedoso. Pero ancestralmente, desde Canadá hasta Chile nuestra América era una única hermandad; milenaria y coherente… hasta que nos invadieron los europeos y se bifurcó nuestra historia.
Pero esa dicotomía basada en las lenguas (inglés y español) no es sino un accidente. Las esencias perduran. Una sola es la índole de los diversos invasores, donde los españoles son hermanos carnales y espirituales de los anglos; e igual valor tienen los aceros toledanos trucidando a los taínos en Caonao, que los cañones del 7th Cavalry Regiment despedazando a los Lakota en Wounded Knee.
Otra, y homogénea, es la naturaleza de América, una y única en su stock de los pueblos originarios, ésos, nuestros inmemoriales descubridores y colonizadores, llegados cuando aún ni soñaban los recontra-tatarabuelos del Rey Fernando y el King Jacobo con agredirnos.
Puesto que el Aimara y el Mapuche del Sur son consanguíneos y correligionarios esenciales del Cherokee y el Apache del Norte, Leonard Peltier le pertenece por igual a los aborígenes de la América Hispana y a los de la Inglesa. Pero también es propiedad y deber común de todos los que, nacidos de cepa colonialista, desafiaron sus orígenes para abrazar la causa del desvalido: los John Brown, los Miguel Hidalgo, los Henry Reeve, los Carlos Manuel de Céspedes… Americanos todos. ¡Y buenos!
Hay que liberar, pues, a Peltier, en nombre de nuestra innata unidad continental. Ésa que no pueden destruir las barreras artificiales diseñadas por el odio y la explotación. Vale ahora el combatir todos juntos por nuestro amigo entre rejas, cual ejército unificado de guerreros Caribes y Sioux.
Si lo logramos, ¿de quién será la victoria? Pues sólo de esa América Una, más que Latina y más que Anglo-sajona. Noble altar, donde reposan entremezcladas las cenizas de Toro Sentado y Caupolicán, de George Washington y Simón Bolívar; hermanados en uno solo.
Americanos.
¡Salvemos a Peltier, en el nombre de nuestras raíces!
Ahora bien, en el caso de Ana Belén Montes, la motivación de América debe ser nuestra deuda de paz.
En su carta a favor de la Montes, una famosa galardonada con el Nobel de la Paz, Mairead Maguire afirma: Ana creyó en que lo que ella hizo era necesario para evitar una intervención militar de los EUA contra Cuba basada en mentiras (…) Muchas vidas de estadounidenses y cubanos no fueron expuestas a los riesgos de una guerra innecesaria como resultado de las acciones de Ana.
Esta aserción no carece de relevancia.
Si en 1983 un exiguo millar de cubanos y granadinos causó 19 muertos al Ejército yanqui, ¿cuántas bajas tendría éste último durante una guerra en la propia Isla? Enfrentándose a tres millones de oponentes con armamento regular, más el incontable avispero de las Milicias de Tropas Territoriales, movilizadas en la Guerra de Todo el Pueblo, quizás habrían caído 10.000 norteamericanos, sin contar los heridos y mutilados. En cuanto a Cuba, desaparecería tal cantidad de pobladores que su supervivencia futura como nación peligraría. Máxime que el concepto defensivo cubano implicaba una llamada a las armas para toda la ciudadanía, donde discapacitados, enfermos, ancianos y mujeres terminarían combatiendo, lo cual conllevaría a una masacre igual o peor a la sufrida por las Volkssturm alemanas en 1945.
Por suerte, no ocurrió ese terrible drama. Para conjurarlo, una mujer se ofrendó en holocausto de sí misma: Ana Belén Montes.
Todos los americanos por igual, al norte y al sur, deberíamos reconocer que estamos en algún grado de deuda con esa presa, quien contribuyó abnegada y decisivamente a evitar la que pudo ser la peor guerra moderna en nuestro continente. Eso es suficiente para estarle agradecidos, más allá de cualquier rechazo político-ideológico. Ana fue una espía que actuó como el polaco R. J. Kuklinski: traicionando, sí, pero con efectos colaterales positivos sobre la paz.
Ella aún hoy paga las consecuencias de sus actos, pero, ¿hasta cuándo? Los tiempos han cambiado en la región, donde hoy la «Guerra Fría» fenece, y Cuba ya no se halla detrás de cada movimiento guerrillero, sino que alienta y promueve los diálogos de paz.
Llegada es la hora de apoyar la liberación de la ex espía encarcelada, ahora una simple anciana enferma de cáncer, la cual lleva demasiado tiempo entre rejas al lado de presas comunes y con trastornos psiquiátricos, sin ser Ana misma ni demente ni matona.
Por último: nótese que para defender la liberación de Peltier y Belén Montes no hay que ser ni socialista ni comunista, sino simplemente humanista. Por ejemplo: Ana es obviamente de izquierdas o progresista, pero en su juicio no cita nunca al marxismo. Incluso, afirma sobre Cuba que, una vez en buenas relaciones con EEEUU, podrá «experimentar libremente con los cambios». Que un incremento de la interacción entre Washington y La Habana permita a esta última aprovechar la coyuntura del relajamiento en las sanciones para «cambiar» (¿cómo…?), no parece un alegato estalinista.
Tampoco al defender a Ana se promueve al Estado y sistema cubanos. En lo más mínimo, pues para la Cuba oficial, Ana Belén no existe (y es muy bueno que sea así, ya que una declaración oficial a favor de la ex espía puede llevar a muy trágicas consecuencias; y fue precisamente para evitarlas que la dama boricua sacrificó su libertad). En todo caso, apoyar esa excarcelación será promulgar sentimientos tales como el pacifismo, la convivencia armónica, el humanismo y la nobleza de espíritu. Y a nuestro entender, el americanismo más puro.
Sí: ¡ésta es una tarea para… americanos!
Quien así también lo entienda, ayude a exhortar a que todo el continente, sin distinciones ideológicas, reclame fraternal y firmemente a esos dos prisioneros hoy tan necesitados de nuestro ánimo.
Y que por fin sean libres Leonard Peltier y Ana Belén Montes, para que ambos, redimidos, caminen del brazo de los inmortales Lincoln y Betances, mientras les recibe una jubilosa comitiva de Navajos abrazados a guaraníes, los cuales bailan unánimes la «Danza de los Espíritus», entretanto revolotea por los aires el Quetzal, silueteando mil corazones sangrantes, al son del banjo y la quena.
Douglas Calvo Gaínza. Escritor cubano residente en La Habana.
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