Luigi Ferrajoli -a quién hemos publicado en otras ocasiones en SP- es, además de uno de los teóricos del derecho italiano más importantes de la actualidad, una voz destacada de la izquierda ilustrada y garantista de dicho país. En la entrevista que reproducimos a continuación, realizada por el filósofo del derecho Mauro Barberis para la revista Il Mulino, Ferrajoli repasa aspectos básicos de su propuesta teórica, la situación política italiana y algunos temas polémicos dentro de la propia izquierda, como la guerra en Libia.
Algunos lectores de «Il Mulino» quizás no sepan que eres uno de los pocos autores italianos ampliamente leídos y discutidos en el mundo, sobre todo en los países de lengua castellana, donde incluso eres objeto de auténtico culto ¿Me equivoco, o el éxito se debe también al hecho de que tu obra proporciona dos cosas de las que los intelectuales latinoamericanos en especial tenían necesidad, esto es, una teoría del garantismo penal y una teoría de la democracia constitucional?
Desde luego, exageras. Una razón de mi notoriedad en los países de lengua española y portuguesa obedece al hecho, como siempre relativamente fortuito, de que todos mis libros y artículos publicados en italiano hayan sido traducidos a esas lenguas. En particular Diritto e ragione -que en España va por la novena edición y en Brasil por la tercera- y los tres volúmenes de Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, cuyas versiones castellana y portuguesa se editarán simultáneamente. Pero también muchas colecciones de ensayos que en Italia habían aparecido en revistas y obras colectivas.
Luego, ciertamente, hay un elemento adicional. En estos países, casi todos salidos de dictaduras militares, tanto la teoría del garantismo penal como la de la democracia constitucional fueron acogidas no sólo como teorías explicativas, sino como modelos normativos que contribuían a garantizar promesas constitucionales a menudo proclamadas pero no cumplidas.
Por «garantías», de hecho, entiendo las prohibiciones de lesión y las obligaciones de prestación que corresponden al reconocimiento de derechos de libertad y de derechos sociales, así como la obligación de reparar las violaciones de las garantías precedentes.
Así concebido, el garantismo se configura como la otra cara del constitucionalismo democrático. Como el proyecto normativo formulado en unas constituciones modernas que, sin garantías, acaba por quedarse en el papel. Su modelo liberal original, transmitido por la tradición iluminista, es hoy susceptible de ser ampliado en múltiples direcciones: no sólo a los derechos de libertad, bajo la forma de garantismo penal, sino también a los derechos sociales e incluso a los derechos políticos y civiles sobre los que fundan la representación política y el mercado; no sólo a las democracias nacionales sino también a los ordenamientos supra-estatales, cuya dimensión constitucional se encuentra esbozada, aunque no garantizada, en diferentes cartas internacionales de derechos; no sólo, en definitiva, a los derechos fundamentales, sino también a bienes fundamentales no menos vitales como el agua, el aire, el equilibrio ecológico, los medicamentos necesarios para salvar vidas. Y la paz, claro, cuya garantía depende de la construcción de una esfera pública supraestatal.
De aquí el sentido pragmático de la teoría garantista del derecho y de la democracia. Una teoría que exige, por un lado, la crítica del derecho ilegítimo -de sus antinomias y lagunas- contrario a las cartas constitucionales. Y por otro, la identificación y el diseño de técnicas e instituciones de garantía que permitan asegurar el máximo grado de efectividad a los derechos constitucionalmente estipulados. Bajo esta óptica, la democracia constitucional aparece, siguiendo las palabras de Dworkin, no sólo como una construcción social sino también jurídica, cuya realización compete a la política.
Volviendo a Italia, han pasado décadas de la discusión sobre el uso alternativo de derecho, pero todavía hoy asistimos al conflicto política-magistratura. Tú siempre has desconfiando de cualquier intento de suplantación por parte de los jueces y has dejado claro que incluso en una democracia constitucional el papel central corresponde al Parlamento. El problema, empero, es qué hacer si el Parlamento se limita a ratificar las decisiones de un gobierno que hace de todo menos gobernar.
La expresión «Uso alternativo del derecho» no fue, en rigor, más que el título de un congreso de juristas de izquierdas celebrado en Catania en mayo de 1972, así como de los dos volúmenes, editados por Pietro Barcellona, en los que se recogen las actas del mismo. Muy pronto, sin embargo, adquirió diversos significados políticos, incluida la extraña idea de un derecho alternativo al vigente. En realidad, con dicha fórmula, y de manera más exacta, con la expresión «jurisprudencia alternativa», yo entendía, al igual que muchos otros, simplemente una práctica jurídica vinculada, en la legislación, en la jurisdicción y en la administración, al «deber ser jurídico» vigente y positivo expresado por la constitución republicana y por entonces ampliamente ignorado por la política, la doctrina y la jurisprudencia. Desde entonces, la divergencia normativa, fisiológica en cierto modo, pero más allá de ciertos límites patológica, entre «el derecho existente» y el «deber ser jurídico» dictado por la constitución, ha sido para mí un tema central de reflexión teórica.
Por lo que respecta a la relación entre poder político y poder judicial, pienso que su separación es un corolario de sus diversas fuentes de legitimación democrática. Para el primero, la representatividad política. Para el segundo, la aplicación de la ley. A partir de aquí, la jurisdicción sólo puede concebirse como la aplicación imparcial de la ley producida por la representación parlamentaria si la averiguación procesal de la verdad no está condicionada por relaciones impropias de dependencia. La legislación puede vincular al juez sólo si las leyes son formuladas de la manera más taxativa posible, de modo de reducir al máximo la discrecionalidad y la suplencia judicial. Se trata, es obvio, de un modelo-límite, de un ideal regulativo cuya concreción exige un sistema complejo de garantías que incluso en las democracias más avanzadas está bastante lejos de la práctica legislativa y jurisdiccional efectiva.
Lo que está ocurriendo en Italia, en todo caso, va más allá de cualquier ineficacia fisiológica del modelo. La deriva populista consistente en la auto-identificación del jefe de la mayoría con el pueblo entendido como un todo; el deterioro institucional generado por los insultos dirigidos a los magistrados encargados de juzgarlo; y por otro lado, la primacía de sus intereses privados sobre los públicos, están provocando la ruina de la representación política y del Estado de derecho. El fenómeno tiene más de quince años, pero en esta legislatura ha experimentado una aceleración destructiva. El espectáculo degradante ofrecido en estos meses por nuestro parlamento, forzado por el presidente del Consejo a votar a marchas forzadas, en medio de una dramática crisis internacional que se suma a la crisis social y económica, absurdos conflictos de poderes con el poder judicial y leyes en explícito beneficio propio, equivale a la escenificación del colapso de la democracia italiana. Nuestro parlamento, en efecto, ha quedado reducido a una suerte de oficina legal del presidente del Consejo, totalmente entregado, junto a sus ministros, a la resolución de una única y verdadera emergencia: la edificación de un Corpus iuris ad personam dirigido a paralizar los procesos penales contra el jefe de gobierno.
Con esto se han traspasado los límites de la decencia. No se había visto nunca un Parlamento transformado en un mercado en el que los votos se compran a cambio de puestos de gobierno o de otros beneficios. No se había visto nunca una mayoría parlamentaria colocarse de esta manera al servicio de los intereses personales del líder; votar de manera compacta medidas desastrosas como las orientadas a la prescripción de decenas de procesos, con mentiras patentes como las que supuestamente fundarían el conflicto entre poderes.
El principio constitucional de la prohibición del mandato imperativo, previsto en el artículo 67 de la Constitución, sobre el cual se funda la democracia representativa, ha sido sustituido por el rígido mandato, ordenado desde arriba, de la defensa de los intereses personales del jefe de gobierno, asumidos como principios no negociables y no derogables, esto es, como verdadera Grundnorm del actual sistema político.
Pensando precisamente en fenómenos como estos, no ajenos a otros países occidentales, nuestra común amiga Tecla Mazzarese habla de la democracia y del Estado constitucionales como si éstos ya estuvieran en crisis, pocas décadas después de su invención ¿Se trata de un problema italiano o tiene que ver, en mayor o menor medida, con todos los países que han experimentado procesos de constitucionalización del derecho?
Los modelos normativos siempre parecen en crisis porque por su naturaleza nunca son perfectamente realizables. Lo que ocurre es que la crisis italiana ha adquirido formas patológicas. Esta patología afecta a la representación política, deformada por su involución populista y por los conflictos de intereses en la cúpula del Estado. Pero se expresa asimismo en un proceso de tendencial desconstitucionalización de nuestro sistema institucional, que puede advertirse en las múltiples violaciones a la letra y al espíritu de la Constitución de 1948. Y, antes aún, en el abierto rechazo por parte de la actual mayoría del constitucionalismo como tal, de los límites al poder político, hoy claramente confundidos con el poder económico y mediático.
Esta crisis, es verdad, afecta -si bien bajo formas menos vistosas y grotescas- también el resto de democracias. La personalización y la verticalización de la representación política son fenómenos extendidos, como el avance de las políticas antisociales y neoliberales. El resultado de estas políticas, agravado por una globalización sin reglas de la economía, es una notable restricción de las garantías de los derechos sociales, un aumento de las desigualdades y de la desocupación y una creciente desvalorización y precarización del trabajo, que en Italia ha venido acompañada de un auténtico hundimiento de las garantías de los derechos de los trabajadores.
Se trata de políticas miopes, que han contribuido a provocar o a agravar la crisis económica actual. Si no se garantizan la sanidad, la instrucción y la subsistencia, no hay desarrollo productivo posible, ni individual ni colectivo. La historia de las democracias avanzadas es una prueba de ello. Su mayor riqueza en relación con otros países y con su propio pasado no hubiera sido posible sin su mejor satisfacción de ciertos mínimos vitales. Y al revés, la actual recesión sería impensable sin la reducción de las garantías de los derechos sociales. La historia de la Italia republicana es ejemplar en este sentido: el boom económico de sus primeros treinta años, simultáneos a la construcción del Estado social, y la posterior caída del crecimiento como consecuencia de los recortes en el gasto público. Por eso creo que los gastos sociales no pueden verse como un lujo. Representan, por el contrario, la inversión pública más productiva en el largo plazo.
Dicho esto, no creo que se pueda decir que el modelo de la democracia constitucional esté «ya en crisis». En la medida en que se trata de un modelo, y de un modelo exigente y complejo, tiene una dimensión normativa y nunca podrá ser plenamente realizado. Principios como la igualdad, la dignidad de la persona, las libertades fundamentales o los derechos sociales a la sanidad o a la instrucción son valores límites. Estos valores corresponden a una utopía positiva que sólo admite realizaciones parciales, más o menos suficientes. Y éstas, a su vez, dependen de la existencia de un sistema complejo de garantías jurídicas y de la garantía social de las luchas que se emprendan en su defensa. No viviremos nunca en un mundo normativamente perfecto. El modelo de la democracia constitucional, precisamente porque es normativo, y ambiciosamente normativo, no refleja la realidad sino que reacciona contra ella. Y por eso mismo, por los poderosos intereses que se le oponen, está destinado a un cierto grado, fisiológico en el mejor de los casos, patológico en el peor, de inefectividad. La democracia constitucional en sus diversas dimensiones y niveles es, en suma, una cuestión de grado. Su construcción e difícil e incluso improbable. Pero en vía de principio es posible y constituye una interpelación a la cultura jurídica y política, cuyo error más grave sería avalar como inevitable aquello que de hecho ocurre.
Han hecho falta siglos para edificar el viejo y todavía frágil Estado liberal de derecho. No se puede pensar, por consiguiente, que la democracia constitucional, por no hablar del embrión de constitucionalismo supraestatal, europeo y global, contenido en muchas cartas supranacionales e internacionales, pueda haberse realizado -«pocas décadas después de su invención» como dices tú- siquiera de manera imperfecta.
No resisto la tentación de provocarte sobre una cuestión de actualidad sobre la cual siempre hemos estado en desacuerdo: la interpretación del artículo 11 de la Constitución italiana. Tú piensas que todos los gobiernos italianos, de derechas y de izquierdas, lo llevan violando desde hace veinte años, invocando discutibles intervenciones «humanitarias». Estoy completamente de acuerdo contigo en el caso de la aventura iraquí. Ya menos en el de Kosovo. Pero sobre todo, ¿qué hacer ante los ochocientos mil habitantes de Bengasi amenazados por la venganza de Gadafi? O dicho de modo más general, ¿No haría falta una interpretación integral del artículo 11, como principio de rechazo de la guerra, ciertamente, pero también como mandato de limitaciones a la soberanía que aseguren no solo la paz sino ante todo la justicia entre las naciones?
Me alegra que me hagas esta pregunta, ya que me permite precisar lo que pienso sobre las llamadas «intervenciones humanitarias» de estos últimos veinte años. Las primeras cuatro intervenciones -la primera guerra del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, y lo que tú mismo llamas la «aventura iraquí»- han sido en mi opinión ilegítimas no sólo con base en el artículo 11 de nuestra Constitución sino también de la Carta de la ONU. Naturalmente, no puedo traer aquí a colación todos los argumentos a favor de esta tesis que he defendido en diferentes oportunidades y en varios escritos (recogidos en el libro Razones jurídicas del pacifismo, editado en castellano por la editorial Trotta).
Sobre la intervención en Libia tengo en cambio una opinión distinta. El 19 de marzo, las tropas de Gadafi estaban a punto de entrar a Bengasi y se disponían a perpetrar una masacre. La comunidad internacional no podía quedarse de brazos cruzados. La amenaza de Gadafi -«estamos llegando, no tendremos piedad, os buscaremos casa por casa- era una clara «amenaza a la paz», que se sumaba a la «violación de la paz» ya cometida con los bombardeos sobre multitud de manifestantes. Esta actuación justificaba la intervención militar prevista en los artículos 1.7 in fine, 39 y 42 de la Carta de la ONU y aprobada con la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad. Tampoco hay que olvidar la Resolución 1674 de 2006, que califica como amenaza a la paz las violaciones más graves de derechos humanos.
Por lo que respecta al artículo 11 de la Constitución italiana, no se trata, en mi opinión, de un simple principio inspirador de la legislación y de la política, sino una verdadera regla, que rechaza como ilícita la guerra «como instrumento de ofensa a la libertad de otros pueblos y como medio de resolución de las controversias internacionales». No por casualidad, ya que fueron escritas en un contexto similar, estas palabras reproducen casi literalmente el preámbulo y el artículo 1.1 de la Carta de la ONU. Esta última, en los artículos antes citados, contempla también las «limitaciones a la soberanía necesarias para un ordenamiento que asegure la paz y la justicia entre las naciones» previstas en la segunda parte de nuestro artículo 11. Lo que tenemos en este artículo, en definitiva, es una norma general derogada por otra especial, una y otra relativamente precisa.
Cuestión diferente es el juicio sobre los bombardeos franceses en Libia y la utilización de bombas con uranio empobrecido, que según mi parecer han violado la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad y amenazan, por desgracia, con producir más muertes y devastación que la que han impedido. También merece un juicio aparte la gestión de la intervención: una vez conjurada la masacre con la que amenazaba Gadafi, era imprescindible alcanzar una tregua e intentar una solución pacífica del conflicto. Era necesario -y todavía hoy lo es- neutralizar a Gadafi, garantizándole incluso -a él y a su familia- la inmunidad y alguna forma de exilio en un país dispuesto a acogerlo.
La lección que cabe extraer de estos hechos, cuyo final desconocemos, es que la única forma de impedir que una intervención de Naciones Unidas orientada a la paz degenere en una guerra sometida a los intereses de los estados promotores y resulte desacreditada por la inevitable sospecha de su instrumentalización, sería la aplicación del capítulo VII de la Carta de la ONU. De lo que se trataría, así, es de colmar una laguna cada vez más insostenible a través de la institución estable, en interés de todos, de la fuerza armada y del «Comité de Estado mayor» a disposición del Consejo de Seguridad «para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, el empleo y comando de las fuerzas puestas a su disposición […] la regulación de los armamentos y [el] eventual desarme» (artículos 43 y 47).
La guerra de Libia, en realidad, podría ofrecer a potencias que en principio no parecen tener interés alguno en la intervención, como Rusia y China (que de hecho podrían haber vetado la Resolución 1973, salvando a Gadafi a cambio de lucrativos beneficios petroleros) la ocasión para alcanzar este salto cualitativo en las relaciones internacionales. De esta manera, se habría conseguido, por fin, un tercer órgano más creíble como fuerza de policía y como garante de la paz que cualquier coalición de Estados miembros.
La tragedia libia, por otra parte, ha hecho estallar una cuestión fundamental para el futuro de la democracia: la actitud hacia los migrantes, ya sometidos en sus países a un trato policial que nuestro gobierno está dispuesto a renegociar a pesar de su patente ilegitimidad. «Toda persona», dice el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, «tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio». Frente a esta previsión, Europa está perdiendo su identidad cívica antes que democrática. Esta identidad ya se había pervertido con las leyes discriminatorias contra los migrantes que en Italia incluyeron la penalización de su condición clandestina y la reaparición, 70 años después, de la figura de la persona ilegal, del fuera de la ley «por lo que es» y no «por lo que ha hecho», de la persona privada de derechos en razón de su invisibilidad jurídica, excluida de la sociedad civil y legal y expuesta y dispuesta, por tanto, a hacerse incluir en otras comunidades inciviles y criminales. Ahora, sin embargo, esta identidad cívica ha acabado por tornarse en su contraria. Con la tragedia de los casi mil muertos ahogados en poco más de un mes al intentar alcanzar las costas de nuestro país. Con el espectáculo de inhumanidad ofrecido por el caos de Lampedusa, donde unos pocos miles de migrantes fueron abandonados durante semanas al frío y al hambre, en condiciones higiénicas horrorosas, solo para exhibir a una opinión pública racista la feroz firmeza anti-migrante de nuestro gobierno. Con la repatriación, por fin, coactiva y cruel, de todos aquellos que con enormes sacrificios y poniendo en riesgo su vida pensaron de manera ilusa en encontrar refugio en nuestras democracia.
Una Italia y una Europa civiles, capaces de tomarse en serio la Resolución de la ONU sobre la ayuda a las poblaciones que huían de la violencia de las milicias de Gadafi, habrían enviado algunos transatlánticos a las costas tunecinas para acoger y socorrer a estos pobres refugiados. Una actuación así no solo habría sido una intervención humanitaria en el sentido auténtico del término, similar a las puestas en marcha en casos de catástrofes naturales. Habría sido un gesto de enorme valor político, un gesto que, bajo la bandera de la solidaridad, habría fundado nuevas relaciones entre Italia, Europa y las poblaciones del Magreb, favoreciendo una salida democrática a sus revueltas. Y habría sido, también, una inversión económica de cara a las futuras relaciones comerciales con los nuevos gobiernos, que desde luego no olvidarán el trato humillante que nuestros países han dispensado a sus ciudadanos. Pero nuestra clase política, la italiana y la europea, es demasiado cínica, inmoral y obtusa como para mirar más allá de sus contingentes y mezquinos intereses electorales.
Luigi Ferrajoli es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad de Roma III, y uno de los principales exponentes de la tradición garantista ilustrada y de la izquierda moderna. Es autor, entre otros trabajos, de Derecho y razón, (Trotta, Madrid, 2008) y de Razones jurídicas del pacifismo (Trotta, Madrid, 2004). Su último trabajo, los tres volúmenes de de Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia (Trotta, Madrid, 2011), prometen convertirse en un clásico de la cultura jurídico-política de comienzos de siglo.
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello