“¿Y
han de poner sus negocios los pueblos de América en
manos
de su único enemigo, o de ganarle tiempo y poblarse, y
unirse,
y merecer definitivamente el crédito y respeto de
naciones,
antes de que ose demandarles sumisión el vecino…?”
José Martí, 1889
En febrero de 2021, el presidente argentino Alberto Fernández, en visita oficial a México, propuso a su colega Andrés Manuel López Obrador activar un nuevo eje de integración latinoamericana. “Que el continente cambie no depende de otros, depende de nosotros” ‑‑señaló Fernández‑‑. “América Latina tiene un futuro y ese futuro pasa por la unidad de los esfuerzos”, añadió, para plantear: “Desde el país más norteño de la América Latina hasta el más austral tenemos que ser capaces de trazar un eje que una a todo el continente”.
Entre otras iniciativas, acordaron impulsar la colaboración entre sus naciones en varios campos, como la producción conjunta de vacunas contra el Covid‑19, para hacerlas más accesibles a los países de la región. Fernández y López Obrador ya habían demostrado esa vocación solidaria en noviembre del 2019, cuando colaboraron para rescatar con vida al recién depuesto Evo Morales.
Al asumir que el destino de nuestros pueblos “depende de nosotros”, ambos líderes replantearon ‑‑a despecho de los exabruptos imperiales del aún presidente Donald Trump‑‑ la decisión de reanudar el histórico proceso de convergencia latinoamericana y caribeña. Cosa que pocos antes parecía impensable, cuando ambos países aún estaban aislados por sus anteriores gobernantes.
El reclamo de continuar ese proceso tiene larga trayectoria, como también la tienen los esfuerzos necoloniales para separar y subordinar a nuestras naciones. Para ubicarnos en la etapa que ahora ‑‑al inicio de la tercera década del siglo XXI‑‑ puede empezar, aquí haremos un apretado resumen de su recorrido. Será inevitablemente cometer omisiones. Pero lo que hoy interesa no es el pormenor de lo sucedido, sino la tendencia general y sentido de su evolución.
Esa demanda viene desde el propósito republicano de las luchas por la independencia de las colonias hispanoamericanas. Enseguida de constituirse las jóvenes repúblicas, se expresó en los esfuerzos por confederarlas, desde el Congreso Anfictiónico de Panamá, convocado por Bolívar en 1826, hasta los congresos de Lima en 1847, Santiago en 1856 y nuevamente Lima en 1864, donde se firmó el Tratado de Liga y Confederación de los Estados. La prioridad de esos pactos era unir fuerzas contra cualquier nuevo intento de reconquista colonial europea, y cooperar en el mejoramiento de las comunicaciones y el desarrollo mutuos.
La dimensión expansionista y autoritaria de la democracia estadunidense
Durante ese mismo período, la ambigua la Doctrina Monroe (1823), la anexión de Texas (1830), la declaración del Destino Manifiesto (1845) y la Guerra contra México en 1847 para conquistar California y las demás provincias del norte de México, también dejaron claro algo más: que Estados Unidos, amén de ser un interesante ejemplo de democracia, constituía una amenaza para sus vecinos de Mesoamérica y el Caribe.
No obstante, durante los años de la Guerra de Secesión (1861‑65) y del reordenamiento interno que la siguió, Estados Unidos debió volcarse en sus prioridades intestinas. Francia lo aprovechó para invadir México (y los mexicanos no solo para rechazarlos, sino para realizar la Reforma liderada por Benito Juárez). Hechos que a América Latina le confirmaron dos hechos: uno, que las demás potencias europeas tampoco eran de fiar y, otro, que cuando Washington se veía en problemas el momento era oportuno para avanzar en la unidad y autodeterminación latinoamericana, e impulsar nuestros propios cambios.
Sin embargo, enseguida que Estados Unidos superó aquel conflicto interno, reanudó su proyecto hemisférico. En 1889 convocó a los demás países del continente a la Primera Conferencia Interamericana y creó la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas ‑‑antecedente de la Unión Panamericana y de la OEA‑‑, dirigida por el Secretario de Estado para regular las relaciones comerciales y aduaneras con todos ellos. Ávidas de acceso al mercado estadunidense, las jóvenes repúblicas latinoamericanas se plegaron. José Martí fue el más lúcido crítico de esa Conferencia, advirtiendo de la naturaleza imperialista de la iniciativa.
Diez años después, en 1898 Washington provocó la Guerra Hispanoamericana, que le permitió apropiarse de las colonias de la agónica Corona de España, desde las Filipinas y Guam en el Pacífico hasta Cuba y Puerto Rico en el Caribe. Los objetivos liberadores de los insurgentes filipinos y cubanos se vieron frustrados. En los siguientes años, como Martí lo previera, la proyección hegemónica norteamericana desplegó la política del Gran Garrote y la Marina estadunidense constituyó la última palabra en las relaciones hemisféricas.
Desde entonces, en el Continente el proyecto de integración se escindió entre dos polos: el representado por la Oficina Comercial decidida en Washington ‑‑que devino en el proyecto neocolonial “panamericano”, cuajado luego en la OEA‑‑, versus el ideal y propósito latinoamericanista de unidad e integración para la emancipación y el desarrollo autodeterminado.
Primera ola nacional‑desarrollista
Durante la primera mitad del siglo XX, el afán latinoamericanista reapareció en la aspiración de robustecer la identidad y cooperación que asumieron los grandes movimientos pluriclasistas de la época, tan distintos como el nacionalismo revolucionario mexicano y el laborismo popular suramericano, liderados por Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas y Juan Domingo Perón, movimientos a los que se alude como las grandes expresiones del “populismo” latinoamericano.
Ese populismo ‑‑o movimientos populares y antioligárquicos de reafirmación nacional‑‑ alcanzó su mayor visibilidad en los años en que la amenaza fascista y la guerra en Europa refrenaron las ambiciones neocoloniales europeas y las pretensiones estadunidenses en Latinoamérica y el Caribe. En ese período, tras el embate de la Gran Depresión, el régimen intervencionista norteamericano del Gran Garrote fue atemperado por las políticas del New Deal y del Buen Vecino del período de Franklin Delano Roosvelt.
A la par, en los años 40, durante el lapso democrático generado por la lucha contra el fascismo y durante la primera etapa de la reconstrucción europea, la vocación latinoamericanista también resurgió en las movilizaciones democratizadoras, antioligárquicas y nacional‑reformadoras que revitalizaron el ambiente latinoamericano en los primeros años de la posguerra.
Pero, concluida esa etapa, el contexto mundial cambió radicalmente. Tan pronto como la reconstrucción de Europa y Japón avanzó lo suficiente para estabilizar, bajo paraguas estadunidense, esas naciones ‑‑habilitándolas como aliados capaces tanto de sojuzgar cualquier brote socialista nativo como de ayudar a contener una presunta expansión del campo bajo dominio soviético‑‑, Estados Unidos y sus principales aliados (y deudores) de ultramar entronizaron las políticas militares, civiles y mediáticas de lo que constituyó la Guerra Fría. Y bajo esta lógica, Washington relanzó su política “panamericana” para Latinoamérica y el Caribe.
Su principal instrumento político e ideológico fue el anticomunismo, y su primer paso la reanudación de las Conferencias Interamericanas, suspendidas durante la guerra. Al iniciarse la fobia anticomunista, en 1946 se constituyó el TIAR, el tratado que implantó la articulación militar de los países de la región con Estados Unidos, a título de defender a cualquiera de ellos contra alguna eventual agresión “extracontinental”.
Y en 1948, se procedió a fundar la OEA. Su implementación aún debió sortear cierta resistencia, remanente de los afanes democráticos que habían aflorado en la reciente posguerra. Durante la redacción de la Carta de la nueva organización los delegados latinoamericanos aún insistieron en salvaguardar algunos derechos soberanos. No obstante, la hegemonía estadounidense iba a prevalecer no mucho después, cuando en 1954 la X Conferencia Interamericana se dedicó a acordar medidas contra la “propaganda y actividades subversivas” ‑‑esto es, imputables de socialistas o procomunistas‑‑ en el Continente.
Con el marcartismo imponiéndose en Estados Unidos y la dominación norteamericana estructurándose en cada uno de nuestros países por medio de sus respectivos cómplices oligárquicos, se cerró la opción ciudadana de reclamar pacíficamente mayores reformas socioeconómicas y democráticas. Lo que poco después motivaría insurrecciones nacional‑liberadoras más radicales, como las de Puerto Rico en 1950, Bolivia en 1952 y Guatemala en 1951‑54, a las cuales al terminar la década siguió la revolución cubana, en 1959. Su atrayente éxito aceleró en Washington los motivos para reanudar el intervencionismo y patrocinar regímenes de mano dura, como instrumentos de control del Hemisferio en las nuevas condiciones mundiales.
Sobre esto es muy ilustrativo el papel de la OEA como “Ministerio de Colonias de los Estados Unidos”, cómo la calificó Raúl Roa. Así lo demostraron la condena al legítimo gobierno de Jacobo Árbenz en 1961, la aprobación de la Carta de Punta del Este para apoyar la instauración continental de la Alianza para el Progreso y, en 1962, la expulsión de Cuba de ese organismo hemisférico, seguida en 1965 por el aval “panamericano” a la intervención militar estadunidense en República Dominicana para impedir la revolución democrática en ese país.
El período desarrollista
Tras las experiencias del populismo latinoamericano, otra alternativa encontró salida democrática a través del desarrollismo, de finales de los de los años 50 hasta inicios de los 80. Aún bajo los efectos de la posguerra, algunos sectores estadounidenses y latinoamericanos se interesaron en auspiciar una modernización capitalista de nuestros países. A esto contribuyeron las anteriores concepciones y resultados del New Deal y los logros de la reconstrucción económica y sociopolítica de los países devastados durante la guerra.
Con la influencia de la recién creada Comisión Económica para América Latina (CEPAL), constituida por la ONU en 1948, fue posible promover un proyecto regional en el cual el Estado asumiría un papel interventor en la economía, con una estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones y de protección del crecimiento de la industria nacional frente a la competencia foránea. Lo que se impulsó mediante gravámenes a las importaciones y de medidas para planificar el desarrollo, mejorar la distribución de la riqueza, fomentar grandes obras de infraestructura e impulsar reformas agrarias, junto con la normación de las inversiones extranjeras y sus actividades empresariales ‑‑etcétera‑‑, ideas que hasta entonces habían sido reprimidas como “procomunistas”.
Con el liderazgo de Raúl Prebisch y un grupo de economistas latinoamericanos, el cepalismo constituyó una variante criolla del keynesianismo y logró que la mayor parte de los países de la región compartieran una doctrina socioeconómica común, orientada a impulsar el desarrollo capitalista de la economía y la sociedad. En plazo relativamente corto se avanzó en algunas ramas de la industrialización, se incrementó la explotación de recursos de cada país antes limitada por falta de financiamiento, se fortaleció el patrimonio nacional, se amplió el mercado interno y el consumo popular, se fortalecieron las capacidades de comunicaciones y transportes, a la vez que se mejoraron las legislaciones laborales y los servicios públicos.
En ese contexto aparecieron varios organismos regionales dirigidos a la cooperación e integración regionales, como es el Parlamento Latinoamericano (Parlatino), la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) convertida después en la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), así como la Comunidad Andina y el Mercosur.
La Alianza para el Progreso ‑‑la estrategia concebida en Washington para contrarrestar la influencia revolucionaria cubana en Latinoamérica‑‑ tomaría para sus propios fines algunas ideas de la CEPAL, lo que contribuyó a hacerlas ver como opciones admisibles, pese a las resistencias reaccionarias de las oligarquías atadas a formas más primitivas de la explotación capitalista tradicional, que las rechazaban como “izquierdistas”.
Donde ciertos proyectos como los de reforma agraria, y otros planteados por la burguesía industrial, encontraron mayor rechazo de la elite conservadora incluso se apeló a imponerlos por medios autoritarios, como los gobiernos militares de Ecuador en 1963 y de Brasil en 1964. Con lo cual algunas ideas del desarrollismo influyeron en ciertas versiones criollas de la llamada “doctrina de seguridad nacional”, como útiles para contribuir a la paz social fomentando un orden interno socialmente más aceptable, sin apelar a intervenciones foráneas.
En determinados países esto derivó en un nacionalismo reformador asumido por determinados líderes militares, como los movimientos encabezados por los generales Juan Velasco Alvarado en Perú (1968 al 75), Omar Torrijos en Panamá (1970 al 81) y Juan José Torres en Bolivia (1970-71), de quienes unos años después Hugo Chávez sería admirador. Ellos optaron por fortalecer la soberanía y autodeterminación nacionales frente al hegemonismo neocolonial de las potencias dominantes, impulsar reformas estructurales destinadas a promover el desarrollo como medio para solucionar las principales causas de descontentos sociales en lugar de reprimirlos, así como adoptar políticas exteriores más independientes, afines a las del Movimiento de los Países No Alineados.
La dimensión subregional del cepalismo
La estrategia cepalista de reservar el mercado interno preferentemente al desarrollo de la industria nacional, acto seguido llevó a procurar mercados, proyectos e inversiones de mayor tamaño. Lo que condujo a integrar bloques subregionales de países vecinos, asociándolos mediante la adopción de aranceles y políticas de desarrollo comunes frente a los países o grupos no pertenecientes a sus respectivos bloques.
Eso implicó constituir bloques de países vecinos que, en la mayoría de los casos, tuvieron un desenvolvimiento económico, solidario y más sinérgico, como la Comunidad Andina, la Caricom, el Mercosur, así como, en menor grado, la Organización de Desarrollo Económico Centroamericano (ODECA), después convertida en el Sistema de la Integración Centroamericana (Sica). Cada una de esas agrupaciones iría asumiendo, a su vez, otros ámbitos de integración. A nivel político, sus parlamentos subregionales, así como en los campos educativo, sanitario, de turismo y de seguridad. Además, en proyectos compartidos de comunicaciones, transportes y energía, entre otros. A lo que se añadió la constitución de organismos regionales de integración, como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc), convertida luego en la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi).
En general, el desarrollismo cepalista propició fortalecer el papel del Estado en la orientación de la economía, planificar el desarrollo y la creación ‑‑o nacionalización‑‑ y el fortalecimiento de industrias e infraestructuras básicas. Con esto, a robustecer tanto la identidad como la voluntad de autodeterminación de las respectivas naciones o grupos subregionales. En el campo económico y político la formación de esos bloques ‑‑en los que participaban gobiernos de distintas preferencias político‑ideológicas‑‑ ese fue, durante una significativa etapa, el logro de mayor alcance institucional y práctico del proceso latinoamericano de unidad e integración.
Emersión y agonía del Grupo de Río
A finales de aquel período, aún surgió otra abarcadora agrupación latinoamericana de carácter político‑diplomático, el Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación Política, más conocido como el Grupo de Río. Este Mecanismo fue sucesor de la iniciativa de Contadora, creada en 1983 por los presidentes de Panamá, México, Colombia y Venezuela, que la emprendieron para buscar solución a las tensiones y conflictos político‑militares que desgarraban a varios países centroamericanos.
El Grupo de Contadora se constituyó en la isla de este nombre, célebre porque allí culminó la negociación de los Tratados del Canal, con los cuales Panamá recuperó la soberanía y propiedad de esa vía interoceánica. Este Grupo se ideó con dos objetivos principales: uno, gestionar en consulta con sus principales actores locales, los términos de una negociación política de reformas estructurales capaces de resolver esa cruenta crisis. El otro, evitar que Estados Unidos interviniese militarmente en la zona, ya que esto agravaría los problemas hasta extremos más peligrosos. El interés estadunidense radicaba en destruir la joven revolución nicaragüense e impedir que las guerrillas de El Salvador y de Guatemala pudieran llevar a los revolucionarios al poder y crear “otra Cuba” en el istmo centroamericano. El esfuerzo de los integrantes del Grupo de Contadora fue procurar una solución latinoamericana que superase las causas de conflicto sin intervención foránea.
Al avanzar la gestión negociadora en los cinco países de Centroamérica, otros gobiernos sudamericanos irían decidiendo apoyar política y diplomáticamente al Grupo, ampliándolo a ocho y luego a doce “Amigos de Contadora”, liderados por los cuatro integrantes originales.
Resuelta ese reto a través de los acuerdos de paz, democratización y desarrollo que los cinco gobiernos centroamericanos suscribieron en Esquipulas, en 1986 esa colectividad de doce naciones latinoamericanas, reunidas en Río de Janeiro, optó por no disolverse. Decidieron convertirse en Grupo de consulta y coordinación política, donde discutir los grandes temas de interés regional e internacional ‑‑como los procesos de democratización de los países latinoamericanos aún sujetos a dictaduras, y la crisis de la deuda externa, entre otros‑‑, con vistas a adoptar posiciones comunes.
La experiencia del Grupo de Contadora fue reveladora de hasta dónde, en aquellos años, ya se había desarrollado en América Latina y el Caribe, a nivel gubernamental, una voluntad política autodeterminada y solidaria, capaz de oponerse a la política intervencionista estadunidense y buscar soluciones propias a sus problemas comunes.
No obstante, esa política imperial ya venía reimponiéndose, de nueva cuenta, como pilar del modo de dominación, hegemonía y control imperial que volvía a desplegarse a escala continental. Con lo cual, a su vez, la experiencia del Grupo de Río ‑‑sucesor del de Contadora‑‑ iba a mostrar cómo, en el lapso de los años 80, las presiones estadunidenses irían quebrando, país por país, el carácter de aquella emersión latinoamericanista, hasta doblegar a muchos de sus gobiernos y convertirlo en un Grupo inocuo.
O para decirlo en breve: la ofensiva neoliberal había comenzado.
La ofensiva neoliberal
En Estados Unidos, el período de la posguerra mantuvo temporalmente el legado político de Franklin D. Roosvelt, mientras el Reino Unido adoptó las reformas socioeconómicas del gobierno laborista de Clement Attlee, tendientes uno y otro a lo que se conoció como el Estado de Bienestar, afín a la filosofía política socialdemócrata. Esto cambió drásticamente con el viraje impuesto por los mandatos de derecha de Margaret Thatcher, en Londres (1978-1990), y de Ronald Reagan, en Washington (1981-89).
Ambos coincidieron sistemáticamente en los objetivos de achicar las facultades del Estado para intervenir en las políticas económicas y, en su lugar, darle todo el poder al mercado y la iniciativa privada, dejando en sus manos la asignación de recursos. Se bajaron los impuestos y redujeron los gastos sociales, dejó de haber compromiso del Estado con el bienestar social y se priorizó lograr la eficiencia que aportase mayores dividendos. Se privatizaron las empresas pertenecientes al Estado, se redujo radicalmente la influencia de los sindicatos y se dio fin a las políticas de pleno empleo, liberando a las empresas de las normas y costos por cesantía.
La señora Tatcher, más educada e inteligente, y el presidente Reagan, con mayor carisma, pronto impusieron ese programa entre sus aliados europeos y lo fijaron como norma en los organismos financieros internacionales. Su formulación doctrinaria se sistematizó en el llamado Consenso de Washington, de 1989.
La destrucción del legado cepalista
Para justificar esas prácticas en Europa y Estados que Unidos, la crítica de derecha predicó que las políticas socialdemócratas habían generado un sector público excesivo, burocratización y deficiente administración de la economía, excediéndose en gastos improductivos como subsidiar grupos sociales “parasitarios”, con pérdida de eficiencia y competitividad empresarial. Lo para avalar el supuesto de que la gestión privada supuestamente sería más eficaz que la administración estatal.
El lanzamiento ‑‑sincronizado y masivo‑‑ de la doctrina neoliberal contra el cepalismo en América Latina se basó en esos mismos argumentos, con escasa aportación original de sus promotores locales. Aun así, esta invasión ideológica encontró débil resistencia intelectual y política, por razones propias de ese período.
Ciertamente, según las diferentes realidades y expectativas de cada país, el cepalismo había contribuido al crecimiento económico y favorecido el desarrollo social latinoamericano, pero su legado había venido deteriorándose. Sobre todo, por la penetración de la política electoral y el favoritismo paternalista en la administración de las empresas y servicios estatales. Desde luego, eso requería revisión y depuración, reformas a su instrumentación legal y un nuevo impulso político, conceptual y ético. Pero ello no justificaba su radical destrucción, ni mucho menos el saquear el patrimonio nacional acumulado en cada país.
El éxito de la ofensiva neoliberal en América Latina no provino del mérito de sus argumentos. Ocurrió durante un debilitamiento de la resistencia latinoamericana en los años 90, cuando sus izquierdas tradicionales aún buscaban superar las incertidumbres intelectuales y políticas precipitadas tras el derrumbe de la Unión Soviética, que por años perturbarían su capacidad de enfrentar esa ofensiva y movilizar contrapropuestas.
Entre los pretextos alegados para justificar el asalto neoliberal, figuró tanto la falta de recursos estatales para financiar el reequipamiento tecnológico y elevar la productividad de las empresas y servicios estatales, como la excusa de venderlas para obtener fondos con los cuales resolver la deuda externa y sanear las finanzas públicas. Pero, en concreto, el objetivo fue desatar la apropiación y saqueo de los recursos nacionales por los mayores postores extranjeros o locales. El hecho de que estos se apresuraron en tomarse esos bienes fue clara prueba de que estos habían alcanzado un atrayente valor y potencial económico.
La invasión neoliberal contó con el inmediato apoyo de los sectores conservadores, organizaciones empresariales y capas sociales más acomodadas. Y ese remate del patrimonio nacional ocasionó por unos años una prosperidad superficial, que dio pie a varias fantasías ideológicas y éxitos electorales de la derecha política.
En Europa Occidental y en Latinoamérica, entre no pocos partidos socialdemócratas o afines se hizo moda “adaptarse” a la nueva ruta. Pero al paso de unos años, tras los devastadores efectos sociales del neoliberalismo y el fracaso de su modelo económico, ese desliz no solo causó la corrupción ideológica y pérdida de identidad de la socialdemocracia. También precipitó su derrumbe político y electoral, al haber dejado de ser crítica del desafuero neoliberal y escudo de la clase trabajadora.
Las secuelas del neoliberalismo hoy son harto conocidas: polarización de la renta y de los sectores sociales, con el rápido enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de las mayorías; pérdida masiva de puestos de trabajo, inseguridad laboral y social, marginación, anomia sociopolítica, desarraigo y grandes desplazamientos migratorios. Con eso, en pocos años ello pasaría a motivar, en cada país, una creciente ola de disgustos sociales, deterioros del sistema político preestablecido y reiteradas protestas sociales.
Tras la crisis financiera que emergió en 2008, el propio capitalismo tuvo que poner freno a los excesos neoliberales y reconocer la necesidad de que el Estado y los organismos financieros internacionales le restablecieran regulaciones al mercado y frenos a los grandes especuladores.
A escala hemisférica, la ola neoliberal desmanteló las organizaciones regionales de integración, o las vació de utilidad efectiva. El “panamericanismo”, como sistema hemisférico es, en esencia, una estructura de relaciones bilaterales que Estados Unidos hegemoniza por separado con cada país de la región. Por consiguiente, no es compatible con los proyectos autónomos de integración latinoamericana.
La proyección neoliberal impregnó el campo ideológico
Se abusa de argumentar que el neoliberalismo fracasó, lo que es una verdad a medias. Si bien ello es cierto a nivel académico, como también en la mayor parte de los casos en la gestión de la economía y las políticas públicas, la verdad es que las empresas que fueron desnacionalizadas y el patrimonio público perdido no se han vuelto a recuperar. Los daños infligidos y los pillajes realizados no se revirtieron. Así como, generalmente, las estructuras, normas y medidas neoliberales implantadas en el área de las relaciones económicas internacionales siguen vigentes.
Aunque conceptual y moralmente descalabrado, a comienzos del segundo decenio del siglo XXI el neoliberalismo persiste en tanto sigue arraigado en la “eficiente” amoralidad de las corporaciones transnacionales, así como en la ideología vigente en la jefatura de los organismos financieros internacionales, y en los reflejos de los líderes de las clases y empresas más enriquecidas, y en los de sus servidores profesionales en cada país.
Esto ocurre porque la ofensiva neoliberal también fue parte ‑‑y todavía lo es‑‑ de un proceso de reconstrucción ideológica y moral de la derecha, introducido durante la confusión y reordenamiento de las izquierdas y el debilitamiento de los Estados y empresas nacionales. Es decir, se implantó asaltando un vacío donde el modo de pensar y el sentido común neoliberales invadieron sin gran resistencia la cultura política de cada país, durante lo que después se conoció como “la década perdida” de los años 90.
Aunque esos 10 años de auge de las políticas neoliberales remataron en el fracaso y crisis de su gestión económica y social, en el plano ideológico las nociones matrices de su lógica y avidez aún conservan influencia. Lo que nos dice que hoy por hoy una de las tareas más apremiantes de las izquierdas efectivas es reactualizar la cultura política latinoamericana, para ponerla al nivel de las demandas de la inconformidad e indignación social ya existentes.
El primer período progresista del Siglo XXI
Hoy suele llamarse “progresista” al clima político que se extendió por Latinoamérica a inicios del siglo XXI, desde la primera elección de Hugo Chávez, a finales de los años 90, hasta los primeros quince años, aproximadamente, del presente siglo. Período durante el cual, en diferentes circunstancias nacionales, organizaciones y personalidades provenientes de las izquierdas ganaron elecciones presidenciales y accedieron al gobierno en varios países de la región. Lo lograron proponiendo un proyecto social y moralmente esperanzador, pero sin expectativas más radicales de lo que la población y el contexto electoral de esos años ya podían asumir.
Esa ola progresista brotó del extendido repudio que las políticas neoliberales ya se habían ganado entre los sectores populares y las capas medias de la mayoría de los países latinoamericanos y caribeños. Venía de los efectos de la extrema explotación e inseguridad del trabajo, del incremento de la injusticia, la desigualdad y la pobreza, de la pérdida de calidad de vida, contrastantes con la ostensible corrupción y enriquecimiento turbio de las élites que lucraban con dichas políticas.
Ese malestar social propició una sucesión de elecciones ganadas ‑‑o casi ganadas‑‑ por candidatos provenientes de las izquierdas, gracias al voto de espontáneo rechazo a la situación existente, sin que esto significase que ya un nuevo desarrollo ideológico había prendido en las masas votantes. Este desarrollo todavía estaba por ser producido, compartido y prodigado por unas izquierdas a medio renovarse.
El modo en que estos personalidades y frentes de izquierda llegaron al Gobierno a través de elecciones legítimas merece tres precisiones. La primera, que esa protesta electoral de los pueblos expresó su repudio a las políticas y partidos tradicionales, pero no iniciaba una revolución. La segunda, que eso le permitió a estos grupos y personalidades acceder al Gobierno, pero no al Poder. Y la tercera, que llegaron ahí a través de comicios encuadrados en el marco constitucional e institucional preestablecido, que implica normas y estereotipos político‑culturales propios de un sistema político diseñado para conservar y reproducir el orden existente, no para cambiarlo.
Por ejemplo: Lula da Silva fue electo y reelecto con la más categórica mayoría electoral obtenida por un candidato brasileño. Pero siempre tuvo que gobernar con minoría en ambas cámaras del Congreso y entre los gobernadores y alcaldes. En la cima del éxito político, gobernó maniatado por el sistema preestablecido.
Con todo, ese primer progresismo, en tres lustros de gestión produjo un legado continental extraordinario. Entre otras cosas ‑‑según a las particularidades de cada realidad nacional‑‑, dejó establecido que sí es posible realizar trasformaciones por medios democráticos. Sus gobiernos recuperaron importantes cuotas de autodeterminación nacional y soberanía popular, ampliaron y robustecieron la ciudadanía y lograron importantes reducciones de la pobreza, fortalecieron los derechos laborales, mejoraron la distribución de los ingresos, ampliaron los servicios sociales ‑‑especialmente los de educación y salud‑‑, y lograron progresos en la lucha contra las discriminaciones y la marginación, entre otras conquistas populares.
Y en el plano latinoamericano e internacional, fortalecieron los organismos de unidad e integración regional que ya existían y ampliaron sus atribuciones ‑‑como en el caso del Mercosur‑‑, además de crear nuevos organismos de mayor alcance y perspectivas, como la Unasur y la Celac. A la par, avanzaron en el esfuerzo por el multilateralismo y la equidad internacionales. Lo que volvió a demostrar que la mayor presencia del nacionalismo progresista y de las izquierdas en los gobiernos latinoamericanos ‑‑con el consiguiente aumento de la autodeterminación e independencia de sus países‑‑ incrementa el potencial regional de unidad, colaboración e integración.
No obstante, esos tres lustros también registraron un conjunto de debilidades. Sus protagonistas fueron generalmente solidarios, pero sin que sus países llegasen a concretar desarrollos subregionales complementarios, generadores de sinergias. Entre otros déficits, su política económica no superó la herencia extractivista legada por los anteriores gobiernos liberales. En sus años, los precios de las materias primas o commodities estaban altos en el mercado internacional y eso permitió que una mayor extracción y venta de estos productos ayudara a financiar los programas de lucha contra el hambre y la pobreza, de educación y salud, así como las mejores a otros servicios sociales, sin entrar en conflicto directo con las respectivas burguesías, al no decretar mayores impuestos y expropiaciones.
Pero con ello dejaron de acometer la necesaria transformación de la economía que permitiese procesar en cada país esas commodities, exportándolas en bruto y no como productos elaborados. A la vez, al quedar en dependencia del precio foráneo de las materias primas para solventar esas inversiones sociales; al caer ese precio, estas resultaron insostenibles. En otras palabras, aquel progresismo mitigó los más detestables efectos del capitalismo neocolonial y el subdesarrollo, pero le faltó capacidad, decisión o respaldo políticos para resolver sus causas estructurales.
Entra tanto, durante todo ese período la derecha económica conservó su poder organizativo, sus operadores y clientelas y, sobre todo, la influencia ideológica de su poder de comunicación y reinterpretación de los acontecimientos, mediante su dominio de los medios de comunicación más influyentes.
Al propio tiempo, dicho progresismo padeció los efectos de un estilo político teñido de excesivo electoralismo. Al no ser gobiernos resultantes de una revolución, su gestión se dirigió a procurar apoyos electorales adicionales entre sectores y grupos que no necesariamente compartían las expectativas populares. Lo que en varios casos llevó a adoptar alianzas y compromisos extraños a esas expectativas, a admitir concesiones en el combate al oportunismo y la corrupción, así como a debilitar la participación de los movimientos sociales en la elaboración de proyectos y decisiones.
Semejante “realismo” induce un comportamiento medroso, para sosegar al electorado de las capas medias y “centro” y evitar darle argumentos a la crítica mediática de derecha. Lo que al inicio se justificó como táctica, al hacerse reiterado constituyó un cambio de identidad. Con eso, al cabo de unos años tal progresismo sería la víctima de sus propias omisiones éticas. Hasta resultar derrotado en países donde antes tuvo éxito, ya no solo por la malicia de las derechas y sus medios, ni solo por la coordinación regional de la inteligencia estadunidense, sino también por sus propias falencias. Porque estas hicieron a ese progresismo más vulnerable frente a las maquinaciones enemigas, en tanto que esas conductas decepcionaron a mucha gente que demandaba una conducta ética y política más inequívoca.
Ante la degradación de las alianzas políticas del partido torrijista, alguna vez el expresidente panameño Ricardo de la Espriella comentó que “más vale perder solos que ganar mal acompañados”. Porque se podía perder el gobierno, pero no la perspectiva nacional‑revolucionaria, que le daba fortaleza estratégica.
La nueva derecha
Lo que siguió es historia conocida. Con las sucesivas defenestraciones de gobiernos progresistas ‑‑ya sea a través de golpes militares, parlamentarios, o “suaves”, o por fracasos electorales, pero siempre tras desacreditar a la opción progresista‑‑, se trastornó el balance político continental. La renovada presencia mayoritaria de los gobiernos conservadores y serviciales a la dominación estadunidense tuvo inmediatas consecuencias contrarias al proceso de unidad e integración latinoamericanas. Entre ellas, la destrucción de la Unasur y el congelamiento de la Celac.
El reinado de la nueva derecha ha sido bastante más que un simple retorno al gobierno de los núcleos conservadores y de sus operadores y políticos. Desde los inicios del pasado período progresista, la conducción estratégica de la derecha buscó superar los gastados hábitos de la política oligárquica y renovar métodos y formas de actuación ideológica y política. No le faltó acuciosa asesoría internacional, como la ofrecida por las organizaciones internacionales de la derechas europea y norteamericana.
Desde entonces esa renovación se enfocó en mucho más que volver al Gobierno y a la “normalidad” anterior al progresismo. La que ahora conocemos como nueva derecha busca lo que los norteamericanos llaman un roll back profundo, es decir, recuperar las prerrogativas económicos y políticas que las élites conservadoras habían acaparado desde antes de la posguerra. Su propósito va más allá de revertir lo alcanzado por la democratización y por la justicia y equidad sociales en los años del progresismo. Se dirige a eliminar las conquistas populares obtenidas luego de la Segunda Guerra mundial, y aún antes, y abatir el costo del salario real.
Objetivo que a su vez demanda un nuevo ideologismo, que incluye relanzar el empuje doctrinal del neoliberalismo, remozar el nacionalismo de derecha, las políticas racistas y contrarias a los inmigrantes, reciclar el fanatismo religioso, el machismo y la discriminación de las minorías sociales ‑‑y la de grupos no tan minoritarios, como las mujeres, las comunidades rurales y los indígenas‑‑. A lo que agrega darse una base sociopolítica entre los sectores más angustiados por la crisis general, que anhelan obtener certezas y amparo, aunque sea a la sombra del autoritarismo. Lo que, con nuevos maquillajes, replica un neofascismo del siglo XXI.
En vísperas de una nueva ola
Pese a todo, lo que en Latinoamérica actualmente tenemos a la vista es una reemersión de crisis económica y social, tanto del del capitalismo neocolonial como de las opciones de sus derechas políticas. El impetuoso resurgimiento de la capacidad y avidez de la derecha económica y política por retomar el poder, exhibidos desde la segunda década del siglo XXI, ha desencadenado otra ola de daños, desengaños y protestas populares, que ya han puesto en entredicho a los más presuntuosos gobiernos de derecha.
Aun así, el capitalismo neocolonial sigue activo y despliega técnicas y medios para competir en el ámbito subjetivo. No pocas oleadas de protestas populares deflagran, conmocionan y al rato se desperdigan sin estructurar organización ni objetivos duraderos. En el seno de la pluralidad de grupos y territorios sociales de cada país, se precipitan motivos de irritación, pero demoran en cuajar propuestas y liderazgos que articulen su diversidad de expectativas, para aglutinar y sostener perspectivas de mayor alcance, como en su época el cardenismo de los años 30, el peronismo de los 40 o el fidelismo de los 50 y 60 del siglo pasado.
¿Cuánto han aprendido el progresismo y las izquierdas a partir del análisis de los 15 años de su pasada experiencia, para relanzar y superar sus aciertos sin repetir las falencias que les impidieron resistir a la muy previsible contraofensiva del poder imperial norteamericano y sus renovados aliados domésticos?
Continente en disputa
América Latina es un continente en disputa. Hay enormes intereses transnacionales, asociados a fuertes apetitos domésticos, comprometidos con la situación reimplantada en los últimos años. Pero a su vez emergen sectores populares crecientemente indignados y nuevas formas de la izquierda ‑‑sobre todo de la izquierda social‑‑, así como otras posibilidades de organización y movilización del descontento popular. Tanto la derecha ha aprendido a desarrollar medios para dominar el pensamiento de las multitudes, como la izquierda aprende nuevos modos de comunicarse y persuadir, y de articular la diversidad de inconformidades sociales.
No son pocas las indefiniciones e incógnitas que emergen en el camino del próximo periodo. Entre ellas, las diferentes modalidades del momento que Antonio Gramsci describió, de las circunstancias que pueden darse cuando lo peor de la oligarquía dominante se debilita en el control del poder, pero los sectores populares aún no reúnen las ideas y fuerzas requeridas para tomárselo. Situaciones de empate e incertidumbre que, al demorar en solucionarse pueden verse ante la emersión de fenómenos monstruosos, como el fascismo en sus distintas modalidades.
En el corto plazo, pasada la Covid‑19 aún faltará enfrentar las intensidades y formas que tomará la crisis económica que ya nos acosaba antes de la pandemia, y que esta aceleró y agravó. Se habla frívolamente de ir a una “nueva normalidad”. ¿Pero cabe llamar “normal” la situación que padecíamos antes del Covid, la de sobrellevar la decadencia del neocolonialismo neoliberal? Esta no sería una normalidad a la que valga la pena “mejorar”; la cuestión es remplazarla por otro modo de vida.
Estamos sobre la rampa inicial de nuevos tiempos, donde toca replantearse los objetivos, métodos y formas de las alternativas sociales. Eso exige idear y probar nuevos modos de participaciones y alianzas. Formas de organización y movilización revolucionaria y democrática de todo el pueblo, que demandan acoplarse a las actuales y próximas expectativas populares, generacionales y cantonales, e idear sus correspondientes estrategias. Cabe a las izquierdas nacionales decidir entre ser observadores críticos escépticos e improductivos, o aportar propuestas que el grueso de la gente pueda asumir.
No tiene sentido ‑‑y sería decepcionante‑‑ entender el periodo que hoy empieza como una repetición de los mecanismos de la anterior ola progresista. Entre aquella y la que viene, hay la acumulación suficiente para nutrir un salto mayor. Como lo resume Guillermo Castro Herrera, “nuestra América ‑‑toda ella‑‑ está ingresando en una fase cualitativamente nueva, la disyuntiva entre la revolución democrática y la contrarrevolución autoritaria”.
Las opciones
Desde mediados del siglo XX sabemos que en el mundo del subdesarrollo sí cabe derrotar al colonialismo y a las formas más brutales del neocolonialismo. Pero también consta que no es posible impulsar y sostener el desarrollo prescindiendo de todos los mecanismos del mercado. Como, asimismo, que sí es factible controlar los instrumentos fundamentales de la economía nacional y orientarlos en consonancia con los mejores intereses populares.
Sin embargo, para luchar eficazmente por la justicia y contra las desigualdades y la pobreza, es indispensable concretar tanto al progresismo como al socialismo según las respectivas realidades, necesidades y posibilidades de cada sociedad nacional. Ningún modelo es bueno si no es económica y socialmente sostenible. Y no es posible impulsar un desarrollo progresista ni socialista sin fortalecer las adhesiones sociales necesarias, con la apertura y el debate plural e inclusivo que eso requiere, dado que ni el socialismo ni el desarrollo son compatibles con el monolitismo, el hegemonismo, ni la mera repetición de pasados modelos.
Pero, ante todo, eso es imprescindible tener presente que el mundo del neocolonialismo y el subdesarrollo es un mundo regido y re‑producido por las potencias explotadoras. Por ello, en Latinoamérica las luchas por la justicia, contra el atraso, la explotación y la marginación, por la equidad y el desarrollo material y espiritual exigen recuperar la soberanía y autodeterminación que eso demanda. Para los latinoamericanos y caribeños esas luchas empiezan por ser patrióticas y nacional‑liberadoras, antimperialistas. Y se fortalecen en el camino de concretar el camino de hacerse naciones complementarias y solidarias para desarrollar sinergias.
Para hacer efectiva esa antigua posibilidad y anhelo, la decisión está de nuevo en su hora crucial, la hora de crear. Y como lo advierte el primer párrafo de estas páginas, el cambio no puede depender de nadie más que de nosotros.
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