«Han pasado dos décadas desde la introducción del orden neoliberal, y los resultados no pueden ser más desastrosos, pudiéndose considerar un crimen contra la humanidad. No ha habido crecimiento económico. Los activos soviéticos están gravados con deuda. No es así cómo la Europa occidental se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial, o incluso anteriormente (o China más recientemente). Estos países siguieron el esquema clásico de protección de la industria doméstica, gasto en infraestructura pública, fiscalidad progresiva, y prohibiciones legales contra el tráfico de influencias y el saqueo; todo lo que constituye anatema para la ideología neoliberal del mercado libre.»
Mientras la mayoría de los medios de comunicación hacen hincapié en la gravedad de las dificultades que atraviesa Grecia (y también España, Irlanda y Portugal) en el contexto europeo, apenas se han hecho eco de la crisis mucho más severa, devastadora y potencialmente letal que azota las economías postsoviéticas vinculadas al plan de integración en la eurozona.
No cabe duda de que este silencio se debe a que lo sufrido en estos países constituye una prueba sumaria del horror destructivo del neoliberalismo, así como de la política europea consistente en tratar a estos países de forma bien distinta a la prometida, no ayudándoles a desarrollarse en términos europeos occidentales, sino meramente como áreas prestas a ser colonizadas como mercados financieros y de exportación, despojándolas de sus plusvalías económicas, de su mano de obra calificada -y prácticamente de toda su fuerza laboral en edad de trabajar-, de sus bienes raíces y edificios, y de cualquier otra cosa heredada de la era soviética.
Letonia ha experimentado una de las peores crisis económicas de las acaecidas en todo el mundo. Y no se trata sólo de una cuestión económica, sino también demográfica. La disminución brusca de su Producto Interior Bruto (PIB) en un 25’5% en los dos últimos años (casi un 20% solamente en el último) ya constituye la peor caída bianual de la que se tiene registro. Las previsiones más halagüeñas del Fondo Monetario Internacional (FMI) anticipan una caída adicional del 4%, lo cual haría que el hundimiento de la economía letona superara en cifras a las de la Gran Depresión de Estados Unidos. Pero las malas noticias no acaban aquí. El FMI prevé que en el 2009 haya habido un déficit total en la cuenta de capital y financiera de 4.200 millones de euros, a los que se añadirán 1.500 millones más (el 9% del PIB) en 2010.
Además, el sector público letón acumula deuda rápidamente. Letonia ha pasado de tener una deuda que en 2007 representaba el 7’9% del PIB a una proyección para este año cercana al 74%; la previsión indica que, en el mejor escenario posible, se estabilizaría en el 89% en 2014. Esto situaría al país muy lejos de los requisitos impuestos por [el Tratado de] Maastricht sobre los límites de deuda pública para poder formar parte del euro. Por eso, lograr la entrada en la eurozona ha sido el principal pretexto utilizado por el Banco Central de Letonia para justificar las dolorosas medidas de austeridad que permitan estabilizar el valor de la moneda. Para mantener el valor de la moneda se han dedicado ingentes cantidades de reservas monetarias que de otro modo se habrían podido invertir en la economía del país.
Aún así, en los países occidentales no parece que nadie se esté preguntando qué puede haber provocado este grave quebranto a Letonia, que es extensible al resto de economías bálticas y otras áreas postsoviéticas, pero más extremo en el caso letón. Ahora que se cumplen casi veinte años de su liberación en 1991 de la vieja URSS, difícilmente puede achacarse la causa de sus problemas únicamente al sistema soviético. Ni siquiera puede culparse solamente a la corrupción, que sin duda constituye una herencia del periodo de disolución de la URSS, aunque ésta se haya engordado, intensificado e incluso promovido en la modalidad cleptocrática de rapiña que ha proporcionado pingües beneficios a banqueros e inversores occidentales. Fueron los neoliberales occidentales quienes financiaron estas economías gracias a las «reformas favorables a los negocios» que recibieron el aplauso entusiasta del Banco Mundial, Washington y Bruselas.
Es evidente que cabría desear una menor corrupción (pero, ¿en quién más confiarían los occidentales?); sin embargo, reducirla drásticamente quizá no haría más que colocar al país en la misma senda recorrida por Estonia hacia el sistema de sujeción de peonaje por (euro)deudas. Esta área báltica vecina también ha sufrido un aumento descomunal del desempleo, una fuerte reducción del crecimiento, un serio deterioro de los estándares de salud y emigración, en lacerante contraste con lo ocurrido en Escandinavia y Finlandia.
Joseph Stiglitz, James Tobin y otros prominentes economistas occidentales han empezado a contar que hay aspectos radicalmente negativos en el orden financiero importado por los hombres de negocios occidentales tras el colapso soviético. Ciertamente, el camino emprendido por Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial no fue el de la economía neoliberal. Sin embargo, el nuevo experimento báltico tiene el antecedente del ensayo general impuesto a punta de fusil por los Chicago Boys en Chile. En Letonia los asesores procedían de Georgetown, pero la ideología era la misma: desmantelar el sector público e influir internamente en los procesos de decisión política.
Para la aplicación postsoviética de este cruel experimento, la idea era que los bancos occidentales, los inversores financieros y, señaladamente, los economistas del «mercado libre» (así llamados puesto que se desprendieron de la propiedad pública, la liberaron de cargas fiscales y dieron un nuevo significado al término free lunch [beneficios sin contrapartidas]) tuvieran carta blanca en la mayor parte del bloque soviético para rediseñar economías enteras. Por cómo acabó la cosa, parece que todos los diseños fueron el mismo. Los nombres de los individuos eran distintos, pero la mayoría estaban vinculados a, y financiados por, Washington, el Banco Mundial y la Unión Europa. Y, puesto que los patrocinadores eran las instituciones financieras occidentales, no deberíamos sorprendernos demasiado de que acabaran imponiendo un diseño que redundara en su interés financiero.
Se trató de un plan que ningún gobierno democrático occidental habría podido aprobar jamás. Se repartieron las empresas públicas a individuos cuya misión era venderlas rápidamente a inversores occidentales y a oligarcas locales que transferirían su dinero de forma segura a paraísos fiscales occidentales. Para tapar estos procedimientos se crearon sistemas impositivos locales que permitieron a los grandes clientes tradicionales de los bancos occidentales -los monopolios sobre los bienes raíces y sobre las infraestructuras naturales- quedar prácticamente libres de pagar impuestos. Esto permitió que sus rentas y su fijación monopolística de precios quedaran «libres» y pudieran revertir a bancos occidentales en forma de pagos de intereses, en vez de estar sujetos a impuestos interiores que se destinaran a la reconstrucción de estas economías.
En la Unión Soviética apenas había bancos comerciales. En vez de ayudar a estos países a crear sus propios bancos, Europa occidental promovió que sus bancos ofrecieran crédito y cargaran estas economías con intereses (siempre en euros y otras monedas fuertes para garantía de los bancos). Esto constituyó una violación del primer axioma de las finanzas: nunca emitas deuda nominada en una moneda fuerte cuando tus ingresos vayan a serlo en una más débil.
Pero, como en el caso de Islandia, Europa prometió a estos países que les ayudaría a integrase en el euro mediante políticas adecuadas. Las «reformas» consistieron en mostrarles cómo trasladar los impuestos sobre los negocios y los bienes raíces (los principales clientes de los bancos) al trabajo, no sólo como impuesto fijo sobre los ingresos, sino como un impuesto fijo de «servicios sociales»; de acuerdo con éste, la Seguridad Social y los servicios sanitarios no se proveen a partir de fondos procedentes del presupuesto general articulado básicamente a partir de un sistema fiscal global progresivo, sino que los trabajadores pagan una cuota de usuario para dichos servicios.
A diferencia de los países occidentales, no existían impuestos sobre la propiedad relevantes. Esto obligó a los gobiernos a gravar a los trabajadores y a las empresas. A diferencia de los países occidentales, no había impuestos progresivos o sobre la riqueza. De media, Letonia tenía el equivalente a un impuesto fijo sobre el trabajo del 59%. (¡Los líderes del Congreso de Estados Unidos y sus lobistas solamente pueden concebir en sueños un impuesto sobre el trabajo tan punitivo que liberaría de controles a sus principales contribuyentes en las campañas electorales!). Con un impuesto como éste, las economías europeas no tenían nada que temer de las economías que emergieron libres de impuestos, pues al traspasar los gravámenes sobre las propiedades a cargas sobre el trabajo disminuyeron los costes de la vivienda y de la deuda. Estas economías fueron envenenadas desde el principio. Esto es lo que hizo de ellas tan de «mercado libre» y tan «abiertas a los negocios» desde el punto de vista de la ortodoxia económica occidental actual.
Al perder la capacidad para gravar los bienes raíces y otras propiedades -e incluso para imponer una fiscalidad progresiva sobre los tramos de renta más altos- los gobiernos se vieron abocados a fijar tasas impositivas al trabajo y a la producción industrial. Esta filosofía de desplazamiento de la carga fiscal aumentó de forma súbita el precio del trabajo y del capital, haciendo que la industria y la agricultura de las economías neoliberalizadas fueran tan caras como para no poder competir con la «vieja Europa». De este modo, las economías postsoviéticas se convirtieron en zonas de exportación para las industrias y los servicios bancarios de la vieja Europa.
La Europa occidental se ha desarrollado mediante la protección de su industria y de su trabajo, gravando las rentas de la tierra y otros beneficios que no tienen contrapartida en un necesario coste de producción. Las economías postsoviéticas «liberaron» este beneficio para que acabara en forma de pago a los bancos de la Europa occidental. Estas economías -que no soportaban deudas en 1991- empezaron a endeudarse en monedas fuertes, no en las suyas. Los créditos de los bancos occidentales no se utilizaron para mejorar su inversión de capital, la inversión pública y los niveles de vida. El grueso de los créditos se concedió fundamentalmente con la garantía de activos existentes heredados del periodo soviético. Si bien hubo un fuerte crecimiento de nuevas construcciones de bienes inmuebles, la mayora parte de éstas tienen hoy un valor inferior al inicial. Y los bancos occidentales están demandando que Letonia y los demás países bálticos paguen aún más exprimiendo el beneficio económico mediante subsiguientes «reformas» neoliberales que amenazan con gravar aún más al trabajo mientras sus economías se contraen y la pobreza aumenta.
El patrón consistente en una cleptocracia instalada en las altas esferas y una fuerza laboral endeudada -con índices de sindicación muy bajos o nulos, y escasa protección en el lugar de trabajo- ha sido aplaudido como un modelo propiciador de la actividad económica que debería ser emulado en todo el mundo. Las economías postsoviéticas estaban claramente «subdesarrolladas», lejos de poder producir bienes con un alto valor añadido, y generalmente incapaces de competir en igualdad condiciones con sus vecinos occidentales.
El resultado ha sido un experimento económico a todas luces enloquecido, una distopía cuyas víctimas ahora son señaladas como culpables. La ideología neoliberal de la erosión sistemática y a gran escala -aparentemente a punto de ser aplicada en Europa y Norteamérica mediante una retórica igualmente optimista- resultó económicamente tan devastadora que es equiparable a lo que habría ocurrido si estos países hubiesen sido invadidos militarmente. De modo que ha llegado el momento de empezar a preocuparse seriamente sobre si lo ocurrido en los países bálticos puede constituir un ensayo general de lo que estamos a punto de ver en los Estados Unidos.
Hoy, en los países bálticos la palabra «reforma» tiene una connotación negativa, como la tiene en Rusia. Significa un regreso a la dependencia feudal. Pero, mientras que los señores feudales de Suecia y Alemania regían sobre sus siervos por el poder que les otorgaba de la propiedad de la tierra, hoy controlan los países bálticos mediante los créditos hipotecarios concedidos en moneda extranjera, que están avalados con los bienes raíces de toda la región.
El peonaje por deudas ha sustituido a la servidumbre completa. La cuantía de las hipotecas excede el valor de mercado de los bienes, el cual se ha desplomado entre el 50 y el 70% en el último año (dependiendo del tipo de vivienda), y también sobrepasa la capacidad de los propietarios de las viviendas para hacer frente a los pagos. El volumen de la deuda nominada en moneda extranjera también sobrepasa en mucho lo que estos países pueden ingresar mediante la exportación de los productos de su trabajo, industria y agricultura a Europa (que apenas desea realizar importaciones) o a otras regiones del mundo en las que los gobiernos democráticos están comprometidos con la protección de su fuerza laboral, a no venderla y someterla a programas de austeridad sin precedentes (todo en el nombre de los «mercados libres»).
Han pasado dos décadas desde la introducción del orden neoliberal, y los resultados no pueden ser más desastrosos, pudiéndose considerar un crimen contra la humanidad. No ha habido crecimiento económico. Los activos soviéticos están gravados con deuda. No es así cómo la Europa occidental se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial, o incluso anteriormente (o China más recientemente). Estos países siguieron el esquema clásico de protección de la industria doméstica, gasto en infraestructura pública, fiscalidad progresiva, y prohibiciones legales contra el tráfico de influencias y el saqueo; todo lo que constituye anatema para la ideología neoliberal del mercado libre.
Lo que se ha evidenciado de forma descarnada son los supuestos subyacentes del orden económico mundial. En el centro de la crisis actual de la teoría económica y de la política económica cobran interés las olvidadas premisas y conceptos directrices de la economía política clásica. George Soros, Stiglitz y otros hablan de una economía global de casino (en la que ciertamente se ha enriquecido Soros jugando), habiéndose desgajado la economía financiera del proceso de creación de riqueza. El sector financiero cada vez es más preeminente, con una creciente capacidad de detraer recursos de la economía real de bienes y servicios.
Ésta era la preocupación de los economistas clásicos cuando se concentraron en el problema de los rentistas, propietarios de bienes con privilegios especiales cuyos beneficios (que no tenían la contrapartida de asumir coste productivo alguno) constituían de facto un impuesto sobre la economía (en este caso, cargándola con deudas). Los economistas clásicos se dieron cuenta de la necesidad de subordinar las finanzas a las necesidades de la economía real. Ésta fue la filosofía que guió la regulación bancaria en Estados Unidos en la década de 1930, y fue la que siguieron Europa occidental y Japón desde la década de 1950 a la de 1970 para promover la inversión manufacturera. En vez de establecer fuertes controles sobre la capacidad del sector financiero para realizar actividades especulativas, los Estados Unidos eliminaron estas regulaciones en la década de 1980. Mientras en 1982 los beneficios después de impuestos de la banca estadounidense significaron menos del 5% del total, en el año 2007 ascendieron a un insólito 41%. En efecto, esta actividad de suma cero constituyó un «impuesto» indirecto sobre la economía.
Junto con la reestructuración financiera, el otro aspecto importante del juego de herramientas clásico era la política fiscal. El objetivo era retribuir el trabajo y crear riqueza, y recoger los beneficios resultantes (free lunch) de las economías sociales «externas» como base impositiva natural. Esta política fiscal tenía la virtud de reducir las cargas sobre el ingreso (salarios y beneficios). Se entendía que la tierra era un bien natural sin coste laboral de producción (y por eso sin valor de coste). Pero en vez de convertirla en la base impositiva natural, los gobiernos han permitido que los bancos la carguen con deudas, transformando el aumento del valor de la renta de la tierra en intereses a pagar. En terminología clásica, el resultado es un impuesto financiero sobre la sociedad (un beneficio que se suponía que la sociedad recogía como un impuesto básico para reinvertirlo en infraestructura económica y social con el fin de enriquecer al conjunto de esa sociedad). La alternativa ha sido fijar impuestos sobre la tierra y el capital industrial. Y a aquello a lo que han renunciado los recaudadores de impuestos, ahora los bancos lo cobran en forma de precios más altos de la propiedad del suelo -un precio por el que los compradores pagan un tipo de interés hipotecario.
La economía clásica podría haber predicho los problemas de Letonia. Sin freno alguno sobre las finanzas, sin regulación de los precios monopolísticos, sin protección industrial, con la privatización del dominio público para crear «economías con sistemas de peaje» y con una política fiscal que empobrece a los trabajadores y al capital industrial mientras recompensa a los especuladores, la economía de Letonia apenas ha visto algún tipo de crecimiento económico. Lo que sí se ha logrado -y que ha recibido el aplauso entusiasta desde los países occidentales- ha sido una actitud favorable para anotar deudas enormes para subsidiar su desastre económico. Letonia tiene muy poca industria, una agricultura muy poco modernizada, pero sí puede exhibir más de 9.000 millones de lati en deuda privada; una deuda que hoy corre el riesgo de pasar a figurar en los balances del presupuesto público, igual como ocurrió con el rescate de los bancos de Estados Unidos.
En caso de que este crédito se hubiera empleado con fines productivos para levantar la economía letona, podría haber sido algo aceptable. Pero fue básicamente improductivo, contribuyó a exacerbar la inflación de precios del suelo y el consumo suntuario, reduciendo a Letonia a un Estado cercano a la servidumbre por deudas. En lo que Sarah Palin llamaría una hopey-change thing [peyorativamente, propuesta irrealista cargada de buenas intenciones, a partir del eslogan hope and change de la campaña de Barack Obama de 2008. N del t.], el Banco de Letonia sugiere que el momento más grave de la crisis ya ha pasado. Finalmente, las exportaciones han empezado a aumentar, pero la economía aún pasa por una situación desesperada. Si persiste la tendencia actual no habrá nuevos letones para heredar recuperación económica alguna. El desempleo se mantiene por encima del 22%. Decenas de miles de ciudadanos han abandonado el país, y otras decenas de miles han decidido no tener hijos. Es una respuesta natural al hundimiento del país bajo una deuda pública y privada de miles de millones de lati. Letonia no está en la trayectoria adecuada para alcanzar los niveles de riqueza occidentales, y no tiene escapatoria a continuar por la senda de su actual política fiscal neoliberal regresiva, contraria a los trabajadores, a la industria y a la agricultura, que le ha sido impuesta de forma tan coercitiva desde Bruselas como condición para el rescate del Banco Central de Letonia, con el fin de que éste pueda pagar a los bancos suecos que han realizados este tipo de créditos improductivos y parasitarios.
Albert Einstein dijo que «[es] una locura realizar la misma cosa una y otra vez esperando resultados distintos». Letonia ha aplicado una y otra vez durante casi 20 años el mismo Consenso de Washington «pro occidental», con resultados cada vez peores, que a fin de cuentas han sido catastróficos para el sector público, los trabajadores, la industria y la agricultura. La tarea fundamental actual consiste en liberar a la economía letona de su camino neoliberal hacia la neo-servidumbre. Se podría pensar que la senda elegida podría ser la trazada por los economistas clásicos del siglo XIX, que condujo a la prosperidad que podemos ver en los países occidentales y también actualmente en el Este asiático. Pero esto requeriría un cambio en la filosofía económica; lo cual conllevaría un cambio profundo en la articulación del sector público y de la gobernación.
La cuestión es cómo responderán Europa y los demás países occidentales. ¿Admitirán su error? ¿O no sentirán ni un ápice de vergüenza? Los signos actuales no son alentadores. Los occidentales piensan que el trabajo no se ha empobrecido lo suficiente, la industria no está suficientemente devastada y el paciente económico aún no ha sido suficientemente desangrado.
Si éste es el mensaje que Washington y Bruselas están lanzando a los países bálticos, ¡imaginen qué están a punto de hacerles a las gentes de sus propios países!
Michael Hudson trabajó como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of Long-Term Economic Trends (ISLET). Es autor de varios libros, entre los que destacan: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant Nations (ISLET, 2009). Jeffrey Sommers es codirector del Baltic Research Group en el ISLET y profesor visitante en la Stockholm School of Economics, en Riga.
Traducción para www.sin permiso .info : Jordi Mundó