El triunfo de Bolsonaro en Brasil trajo a nuestras fronteras el debate sobre el reimpulso de las derechas abiertamente xenófobas, misóginas y racistas que por ahora parecía un fenómeno del primer mundo (Trump, Le Pen, etc.). ¿Que expresan en nuestra región y cómo enfrentarlas? Como bien desarrolló Ricardo Aronskind en un artículo publicado en El […]
El triunfo de Bolsonaro en Brasil trajo a nuestras fronteras el debate sobre el reimpulso de las derechas abiertamente xenófobas, misóginas y racistas que por ahora parecía un fenómeno del primer mundo (Trump, Le Pen, etc.). ¿Que expresan en nuestra región y cómo enfrentarlas?
Como bien desarrolló Ricardo Aronskind en un artículo publicado en El cohete a la luna, el nuevo presidente de Brasil no es fascista ni busca un régimen de esas características. En el mismo sentido advirtió que «muchas veces en nuestro país» esa categoría «fue incorrectamente utilizada por sectores progresistas, para cualquier personaje que resultara desagradable, o demasiado conservador según los parámetros de ese sector. Pero no cualquier derechista o reaccionario, es fascista».
Efectivamente, tampoco Mauricio Macri o cualquier otro miembro del staff de Cambiemos podría ser calificado como tal. Ni siquiera le cabe al mucho más reaccionario diputado Alfredo Olmedo.
Es por eso que el «son lo mismo» no es un error atribuible solo a cierta izquierda trotskista, sino también a otros sectores más amplios del campo popular. Comprender la naturaleza de estos gobiernos es fundamental para saber como enfrentarlos.
El fascismo de la Europa de entreguerras fue una de las respuestas del capital ante la amenaza de la Revolución Soviética de 1917 y su expansión continental. Se trataba de proyectos nacionalistas, fuertemente intervencionistas en la economía y cuestionadores del orden global vigente. A su vez se apoyaban en sectores de la burguesía nacional e internacional (Coca-Cola y Ford financiaron a Adolf Hitler), las clases medias y la movilización de masas.
Por el contrario, el gobierno de Bolsonaro, si bien aún no ha asumido, ya ha dado muestras de tener un carácter diferente.
La designación del neoliberal Pablo Guedes al frente del Ministerio de Economía; los anuncios de privatizaciones futuras (incluida Petrobras); el alejamiento de espacios de integración multilaterales como los BRICS o el Mercosur que daban a Brasil una mayor autonomía y capacidad de influencia, expresan otro proyecto.
Al igual que Macri -y aquí sí hay una coincidencia- el nuevo presidente brasileño es la expresión política que halló la burguesía (ante el fracaso de las derechas «moderadas») para reorientar a la principal economía de Sudamérica en el camino de ser un país periférico y productor de materias primas.
La democracia ya no (es) funciona(l)
Con la caída del Muro de Berlín en 1989 se proclamó el «fin de la historia» en la cual el capitalismo se imponía como único sistema económico posible y la democracia liberal representativa era su pata política. Sin embargo, más temprano que tarde, esta fórmula mostró ser una falacia.
Para ese entonces ya el Estado de Bienestar, esa versión «con rostro humano» del sistema (un fenómeno que duró apenas cuatro décadas y en un pequeño puñado de países) estaba en franco retroceso. La ofensiva conservadora y neoliberal avanzaba sin pudor, arrasando derechos y conquistas populares. Ahora sin siquiera tener enfrente un modelo alternativo que sirviera como contrapeso.
Frente a esto, los pueblos del mundo, presentaron su impugnación. En América Latina, vanguardia de esta lucha, lo hicieron mediante la lucha popular y la vía democrática. Las elecciones, los partidos políticos, de pronto fueron insuficientes para sostener la dominación.
Fuerzas progresistas y de izquierda llegaron al gobierno como expresión y canalización de levantamientos populares previos que rechazaron el neoliberalismo: el Caracazo (1989); el alzamiento zapatista (1994); la rebelión popular en Argentina (2001); la guerra del agua (2000) y del gas (2003) en Bolivia.
Durante algunos años distintos proyectos alternativos se gestaron en esta parte del mundo. Sin embargo, rápidamente el capital lanzó su contraofensiva. Mediante una alianza con las burguesías locales, los medios de comunicación y, más recientemente, el Poder Judicial, fomentó la desestabilización de los gobiernos que plantearon distintos niveles de soberanía y, en algunos casos, llegó a propiciar golpes de Estado.
La democracia dejó de ser un punto de apoyo intocable. Por eso, ya no resulta un problema recurrir a mecanismos que violen sus principios (la proscripción de candidatos o los golpes) e incluso a políticos y partidos que niegan cuestiones tan elementales como la pluralidad ideológica, la libertad de expresión, el derecho a huelga y protesta, etc.
Como señalábamos tras el triunfo de Mauricio Macri en 2015, esto se enmarca en una necesidad sistémica. Como salida a la crisis de 2008/2009 las grandes multinacionales buscan avanzar aún más en el control de los recursos naturales que generan renta extraordinaria (como la minería y el petróleo). Asimismo, ante la necesidad de mercados para insertar sus productos industriales, fomentan tratados de libre comercio desiguales que tienen como resultado la desindustrialización de los países emergentes cuando en el centro aplican distintos niveles de proteccionismo.
Finalmente se dio una manipulación del dólar que es, además de la moneda mundial de intercambio, una mercancía en sí misma cuyo precio es manejado desde Washington para presionar a las economías locales.
De tres modelos a dos
La primera década del siglo XXI vio en América Latina el desenvolvimiento de tres grandes modelos (con sus particularidades nacionales). Por un lado aquellos proyectos neoliberales que no lograron ser derrotados continuaron como aliados del imperialismo estadounidense.
Asimismo surgieron gobiernos progresistas con un modelo neodesarrollista que basó su proyecto en una reindustrialización sostenida en la venta de las commodities; la intervención del Estado en la economía para controlar, principalmente, la esfera del consumo y con reducidas acciones de transformación estructural; y una política de distribución de la renta generada. Argentina y Brasil fueron los principales exponentes.
Finalmente, el tercer modelo y más radical fue aquel que se nucleó tras la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) impulsada por Cuba y Venezuela que puso al Socialismo del Siglo XXI como horizonte. Es decir una alternativa al capitalismo en sus distintos matices (neoliberal o con inclusión) y el proyecto que implicó la contradicción principal con el imperialismo.
No casualmente fueron estos últimos los que resistieron la avanzada neoliberal. Por el contrario el agotamiento del neodesarrollismo no presentó una salida por izquierda si no un regreso a las políticas conservadoras y de ajuste.
Esta crisis de los modelos neodesarrollistas puso de relieve, además, que la alianza entre las burguesías locales y los sectores populares fracasó. Pero esta derrota del «capitalismo serio» no fue una decisión de la clase trabajadora, si no de las propias burguesías que, al no obtener ya las ganancias extraordinarias que pretenden en el mercado interno, se volcaron al rentismo.
El panorama plantea entonces un dilema para las fuerzas populares. Por un lado, la necesidad imperiosa de poner freno al neoliberalismo. En el caso argentino, el próximo año será central. Una derrota electoral del macrismo supondría un triunfo importantísimo y para eso, una alianza política lo más amplia posible, es necesaria. Sin embargo, vale recordar que los procesos electorales condensan acumulaciones políticas y ponen de manifiesto relaciones de fuerzas sociales que los exceden.
A su vez, el sistema ya demostró que no depende de la formalidad democrática para sobrevivir y reproducirse. Es por eso que la lucha no se agota en unos comicios.
Ante la agonía de la democracia liberal -nuevamente por decisión de la burguesía y no del pueblo- la respuesta debe ser profundizarla. El carácter protagónico de las masas en la toma de decisiones tiene que ser parte de cualquier programa político que busque una salida alternativa. Allí están Bolivia, y sobre todo Venezuela -constantemente asediada-, como ejemplo. En ese sentido en nuestro país la organización feminista y de la economía popular son puntos de apoyo absolutamente necesarios.
Pero también, habrá que descartar planteos moderados que pretendan simplemente administrar mejor lo existente. Sin reformas estructurales que busquen romper la dependencia y que avancen en un sentido integrador de nuestras economías, no será posible pensar y sostener un proyecto de largo plazo. La historia reciente lo dejó en claro.
@SantiMayor
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