El escándalo de la financiación ilegal del partido socava el liderazgo del presidente en la derecha francesa. Dos tercios de los ciudadanos están descontentos con él
Le roi est nu: «el rey está desnudo». Pocas veces ha sido tan cierto en la historia política francesa este dicho muy popular en nuestro país vecino. El escándalo provocado por las relaciones del clan de Nicolas Sarkozy con la multimillonaria evasora de impuestos Liliane Bettencourt, heredera de L’Oréal, ha tumbado el mito de un presidente íntegro y rompedor, jefe absoluto de una derecha regenerada. Mal va a poder proseguir el desmantelamiento de servicios públicos de los últimos tres años un político envejecido de golpe, en números rojos en los sondeos y que empieza a aceptar órdenes de sus propios subordinados.
Hasta los explosivos últimos días, Sarkozy había conservado la esperanza de poder frenar, controlar e incluso sacar tajada del caso Bettencourt, que va dando coletazos mortales desde mediados de junio. En las filas conservadoras, algunos aún esperaban el renacimiento de su campeón . Para recuperar su virginidad política antes de ese hipotético relanzamiento de su prestigio, Sarkozy había sacrificado el fin de semana pasado a dos secretarios de Estado Alain Joyandet y Christian Blanc, culpables de uso abusivo de fondos públicos para placeres privados como viajes en jets y puros habanos de los mejores.
Pero, desde el martes, las revelaciones precisas de las posibles donaciones secretas de dinero negro al partido de Sarkozy, la UMP, por parte de Bettencourt han ensombrecido su escenario. Primera señal de la decadencia de Sarkozy: los sondeos de popularidad.
Que Sarkozy toque fondo, con dos de cada tres franceses descontentos y menos de uno de cada tres satisfechos, no es noticia desde los mínimos ya registrados en abril de 2008. Lo que sí es noticia ha sido el barómetro del instituto BVA, uno de los más fiables del país, en la encuesta de primeros de julio. Hecho histórico: Sarkozy es, para ese barómetro BVA, el presidente más impopular de Francia en las últimas tres décadas. Otros institutos están confirmando la sentencia.
La precampaña para las presidenciales y las legislativas inicialmente previstas en 2012 se acerca, e incluso hay quienes ven posible que esa carrera se precipite, como sugirió la líder socialista Martine Aubry al hablar de que la izquierda está lista para gobernar y «reparar Francia tras tres años de sarkozysmo» . El mes pasado, otros sondeos preelectorales señalaron que un notable del PS, Dominique Strauss-Kahn, aplastaría fácilmente a Sarkozy, cosa lógica porque ese hombre habla desde el centro desertado por el presidente. Pues bien, este viernes se produjo lo impensable: un sondeo CSA habla de una victoria clara de Martine Aubry frente a Nicolas Sarkozy , y eso que la socialista se coloca a sí misma «en el corazón de la izquierda» y habla de defensa de las jubilaciones, de nuevos servicios públicos y de planes de empleo juvenil con fondos públicos.
Es normal que en la derecha cunda el pánico. También lo es que las contundentes y excelentemente preparadas decenas de intervenciones radiotelevisadas del ministro Éric Woerth, el más mojado por el caso Bettencourt, no surtan efecto. Menos normal es que el Elíseo, una institución regida por la racionalidad más absoluta, ceda así al pánico.
El mejor ejemplo de la casa en llamas la dio el secretario general de la presidencia, Claude Guéant, a finales de semana. Para clamar victoria, se agarró como clavo ardiendo el jueves a una declaración fragmentaria, sabiamente destilada por Le Figaro, que corregía parcialmente las acusaciones de corrupción de Sarkozy: «El hecho de que la verdad sea restablecida siempre es placentero», dijo, como si no hiciera falta juicio ni juez independiente. No está nada mal. Sobre todo porque menos de 24 horas después, otros testimonios ante la policía venían a confirmar la versión que indica que la campaña electoral de Sarkozy recibió 150.000 euros en metálico de Bettencourt.
«¿Qué tienen que ocultar para no querer que se designe a un juez de instrucción independiente?», espetó al Gobierno el miércoles el presidente de la principal organización sindical de magistrados, Christophe Régnard. La respuesta quizá venga menos por el lado de presuntos hechos delictivos que de la jaula de grillos en que se ha convertido la derecha francesa por el hundimiento de Sarkozy.
Pullas sibilinas
La semana pasada Jean-François Copé, rival en ciernes de Sarkozy y jefe de la mayoría conservadora, lanzó una de esas pullas sibilinas que siempre han hecho la gloria de la derecha francesa. En plena tormenta, Copé se permitió decir que «apoya totalmente» a Éric Woerth, el tesorero de Sarkozy y de su partido. Pero, a la hora de hablar del presidente, se limitó a aconsejarle, o a ordenarle: «Es importante que el presidente hable a los franceses», porque «es absolutamente indispensable ahora que las cosas sean recolocadas en la buena perspectiva».
Lo increíble es que el Elíseo lo escuchó y se sometió. Sarkozy hasta ahora se había limitado a lamentarse con frases como «¡qué época, qué vileza!» Ahora prepara una intervención, probablemente en el discurso del 13 de julio, cara a la fiesta nacional, con especial cuidado a cada coma en lo que toca al escándalo.
La lista de barones que esperan entre bastidores, mientras adoptan estrategias de semitraición, es larga. Quien se coloca en la posición de hombre de Estado tranquilo que no se moja y mira cómo su rival se quema es el inefable Dominique de Villepin.
El enemigo mortal de Sarkozy, que ha creado su movimiento República Solidaria, en contadas declaraciones eleva el tono: «Necesitamos independencia de la Justicia, una total libertad de la prensa y un Estado imparcial» . Porque «el drama de Francia es que se concede desgraciadamente más crédito a un florero en el saloncito de una multimillonaria que a la palabra de los políticos». La multimillonaria es Bettencourt; el florero, Sarkozy y Woerth.
La descomposición se acelera. Sarkozy vacila en llevar adelante en el Parlamento su «reforma en profundidad de la Justicia». El jueves, senadores y diputados votaron no a la reforma de los poderes locales franceses y a la que tocaba a la legislación sobre pymes. En cuanto al recorte de jubilaciones proyectado por el presidente y por el ministro de Trabajo, el propio Woerth, pocos creen que, en septiembre, los franceses acepten tragar la poción preparada por dos acusados de entente con una multimillonaria. Y el problema es mayúsculo: si Sarkozy retrocede en jubilaciones, habrá perdido su último cartucho; si intenta imponer la reforma, las pancartas sobre L’Oréal en las manifestaciones prometen ser de antología.
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