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El Estado como enemigo: otro mito libertario

Fuentes: Rebelión

En el siglo XXI, la defensa del Estado en América Latina no es un fin en sí mismo, sino un medio para imponer al capital privado las regulaciones que la sociedad requiere y de este modo contraponerse a los poderes mediático, financiero y político

El rol del Estado en la economía ha tenido un largo camino de debates. Los fundadores liberales de esta ciencia, con Adam Smith (1723-1790) a la cabeza, consideraban que toda intervención del Estado afectaba la “libertad” del mercado y de las empresas. Los neoliberales contemporáneos y más aún los libertarios anarcocapitalistas de América Latina, encantados con el presidente argentino Javier Milei y sus poses contra los “zurdos de mierda”, han actualizado el tema y se proponen “acabar” con el Estado “obeso” y “ladrón”.

Paradójicamente, desde la década de los 80, bajo la guía del FMI, del “Consenso de Washington” y de las propuestas de Milton Friedman y Friedrich Hayek, o bajo la actual inspiración en las caducas utopías de Eugen von Bohm-Bawerk, Ludwig von Mises, Murray Rothbard y otros, los gobiernos empresariales que controlan el poder, han tenido que utilizar al mismo Estado para imponer la privatización de bienes y servicios, transferir los recursos públicos a las élites a través de distintos mecanismos, promover el ingreso de inversiones extranjeras, aliarse a la globalización transnacional, suscribir tratados de libre comercio, disminuir o abolir impuestos a los ricos y, sobre todo, liquidar derechos laborales, que es lo que más les ha obsesionado.

Pero tras cuatro décadas de aplicación de sus consignas, los resultados sociales han sido desastrosos, como lo destacan múltiples estudios académicos e incluso organismos internacionales como el propio FMI: auge de la concentración de la riqueza, privilegio de los grandes grupos económicos, aumento de la precariedad laboral, deterioro de las condiciones de vida y trabajo para la amplia población. La ciencia social latinoamericana tiene abundantes investigaciones sobre estos temas. Según datos de la CEPAL en sus distintos informes anuales, desde 1980 hasta inicios del siglo XXI, el crecimiento del PIB per cápita en América Latina fue casi nulo y la pobreza aumentó del 40% al 45%. Es decir, el neoliberalismo trajo negocios, acumulación y ganancias, pero no progreso social. Esta orientación continúa hasta el presente en varios países latinoamericanos, entre los cuales Argentina y Ecuador están en la vanguardia: prevalecen la exclusión social y el debilitamiento del Estado como agente transformador, al mismo tiempo que han sido afectadas las instituciones y la democracia.

En la visión de los “liberales del siglo XXI” todo estatismo es “comunismo”, excepto el que ellos practican para garantizar el poder del capital.  Se trata de un término empleado más como anatema que como concepto analítico que, además, carece de toda base histórica. Para ellos más Estado implica menos libertad, menos propiedad privada y, por lo tanto, un atentado contra el capitalismo. Se muestran incapaces de analizar que en América Latina los avances sociales del liberalismo y del radicalismo, propios del siglo XIX, como abolición de la esclavitud, del tributo de indios, de una serie de formas serviles y, sobre todo, la proclama de las libertades y de los derechos individuales (civiles y políticos), así como la separación de Estado e iglesia, la consecución de la legislación civil y la generalización de la educación pública solo se lograron por intermedio del Estado y, desde luego, con gobiernos liberales.

A partir de la Revolución Mexicana de 1910 y de su pionera Constitución social de 1917, los avances en materia de derechos laborales, salud y atención médica públicas, seguridad social y otros servicios colectivos, se lograron mediante los Estados y gobiernos que dirigieron sus políticas a la superación de los regímenes oligárquicos constituidos sobre el modelo primario-exportador, el ejercicio despótico del poder y la sobreexplotación de la fuerza de trabajo.

Esta historia económica y social de la región ha sido distorsionada y en la actualidad se caricaturiza a las propuestas de los gobiernos progresistas y se ataca a cualquiera que intente cuestionar los dogmas de la perversa ideología de la “libertad económica”. Con la “demonización” del Estado se intenta despojar a la sociedad de los instrumentos de regulación, protección, redistribución de la riqueza y justicia económica. Debería quedar muy en claro que los libertarios no se proponen liberar a la sociedad de la dominación del capital, sino que buscan la “libertad” de sus propietarios. A eso se reduce la “superioridad moral” que dicen poseer.

En la lucha contra el “marxismo cultural”, los intelectuales y políticos defensores de las derechas económicas atribuyen a Karl Marx (1818-1883) el haber prescrito la “estatización” de los medios de producción como fórmula revolucionaria absoluta. Pero Marx nunca propuso explícitamente semejante estatización como un fin en sí mismo y peor que el Estado burgués los controle, pues bajo el capitalismo el Estado es un instrumento de dominación de clase, un “comité ejecutivo de la burguesía”. Por tanto, no podía ser utilizado como un simple gestor del socialismo por decreto. En obras como El 18 Brumario de Luis Bonaparte, La guerra civil en Francia o en Crítica del Programa de Gotha, Marx ya señaló que el aparato estatal debía ser transformado y no simplemente tomado por asalto proletario. Incluso en el Manifiesto Comunista la “estatización” fue concebida como parte de las estrategias del programa partidista de mediados del siglo XIX y no como una fórmula aplicable en todo tiempo y lugar.

Al estudiar las realidades europeas Marx concibió una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo, durante la cual la “dictadura del proletariado” debía comenzar a “socializar” los medios de producción, de modo que el Estado se extinguiría progresivamente, en la medida en que desaparecieran las clases sociales. Sin embargo, en el siglo XX, los Estados socialistas en la URSS y Europa oriental aplicaron una interpretación estatista y autoritaria de esa transición. En mucho eso explica el derrumbe del “socialismo real”. En cambio, China logró seguir una vía propia de construcción socialista, donde la “estatización” completa no se ha admitido y se permite el concurso de la empresa privada (también hay millonarios chinos), aunque subordinada a la conducción del Estado, guiado por el Partido Comunista, la planificación y la teoría marxista. Y el caso de Cuba es excepcional en el mundo ya que, desde inicios de su proceso revolucionario, se le impuso un bloqueo brutal e ilegítimo, que siempre tuvo el propósito de impedir el desarrollo socialista y soberano de su pueblo.

En el siglo XXI, la defensa del Estado en América Latina no es un fin en sí mismo, sino un medio para imponer al capital privado las regulaciones que la sociedad requiere y de este modo contraponerse a los poderes mediático, financiero y político que ostentan los propietarios del capital. Se trata de redistribuir la riqueza porque sigue concentrándose en una clase que se apropia del valor socialmente generado. Se intenta que los Estados latinoamericanos garanticen a sus poblaciones los servicios públicos básicos, con calidad, universalidad y gratuidad, al menos en las esferas más sensibles: educación, salud y medicina, seguridad social, y amplios derechos laborales, ambientales y comunitarios. La lucha por el socialismo tiene otro frente que tendrá que ser construido.

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