Es más cómodo no querer saber, no querer sentir. Pero el peso de la realidad nos persigue a todos por igual.
La decisión de poner bajo arresto domiciliario a los funcionarios señalados por el Ministerio Público por su responsabilidad en la muerte de las 41 niñas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, ha de resultar satisfactoria para una buena parte de la ciudadanía. Esta suposición -personal, claro- se basa en comentarios abundantes en medios digitales y redes sociales en donde se vierte toda clase de opiniones. Ese interesante escaparate provisto por las nuevas plataformas tecnológicas ha dejado ver, sin censura ni moderación, las más implacables manifestaciones de desprecio por la vida de las niñas y el papel de sus madres señaladas como únicas culpables por su triste destino.
¡Cuán agradable y purificador ha de ser extender -desde la trinchera de una intachable moral- la mano impoluta para condenar a los otros! Porque no cabe duda de que el juicio lapidario ha de surgir de una práctica cristiana transparente desde la cual se asume el derecho de señalar a los semejantes sin mediar el necesario filtro de la empatía. Es ilustrativo detenerse frente a esa vitrina y observar el flujo oscilante de la opinión pública, cuyo vaivén demuestra la persistencia de la visión patriarcal y clasista de una sociedad cuyos valores continúan íntimamente ligados a sus prejuicios, porque quizá eso ayude a entender mejor cuáles son los profundos fosos culturales que separan a la comunidad.
Para arrogarse el derecho de emitir una sentencia como aquella tan recurrente de «las madres tienen la culpa por la conducta de sus hijas» o «esas niñas no eran ningunas princesas» es preciso, primero, hacerlo desde una sólida autoridad moral y, segundo, conocer a fondo las circunstancias por las cuales esas niñas fueron separadas de su familia para ser internadas en un sitio lóbrego y carente de las condiciones mínimas para resguardar la vida y la seguridad de los niños, niñas y adolescentes.
Las instituciones actúan bajo la premisa del quehacer burocrático per se. Es decir, no hay sentimientos involucrados ni la sensibilidad humana necesaria para responder a las necesidades de un sector que -como la infancia- sufre de un profundo abandono y una total falta de personalidad jurídica. Por lo tanto, las decisiones de jueces y autoridades están teñidas de un cierto desprecio y, por supuesto, de una distancia patriarcal suficientemente amplia como para convertir esas situaciones de enorme complejidad en simples casos a resolver con una orden judicial.
Las niñas del Hogar Seguro, al igual como todas las demás niñas, niños y adolescentes de innumerables «hogares seguros» dependientes de una institución del Estado, son apenas poco más que objetos desechables. Resulta evidente el incordio que representan para un Estado poco solidario y, sobre todo, al cual no se le exige responder por sus acciones. Las 41 niñas víctimas de una muerte atroz pasarán a contabilizarse como un «episodio», tal como ha sucedido con los estudiantes de Ayotnizapa en México, un tropiezo del sistema.
Uno de los comentarios más crudos y certeros que he escuchado después de la tragedia del 8 de marzo, fue de una mujer: «el 9 de marzo todos fingieron que les importaba» y así parece haber sido. Una ficción, un estallido de emociones tan breves como breve es la noticia. Así es como funciona la sociedad, por capítulos, para no sentir demasiado ni involucrarse en donde no le alcanza la empatía. Además, las niñas tenían familia y eso facilita el desprendimiento emocional, aquel mecanismo tan útil para seguir hacia delante sin volver los ojos para no sentir el peso ominoso de la violencia que nos persigue a todos.
Blog de la autora: http://www.carolinavasquezaraya.com
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