Lo que está pasando en Italia con los gitanos, nos afecta a todos. No como gitanos; en el caso de aquellos que lo somos, ni siquiera como demócratas o personas solidarias; nos afecta, sencillamente, como seres humanos. Pues es el verdadero alcance de la condición humana lo que, una vez más en la historia, se […]
Lo que está pasando en Italia con los gitanos, nos afecta a todos. No como gitanos; en el caso de aquellos que lo somos, ni siquiera como demócratas o personas solidarias; nos afecta, sencillamente, como seres humanos. Pues es el verdadero alcance de la condición humana lo que, una vez más en la historia, se está poniendo a prueba. Sea la esclavitud de los negros, el extermino de los judíos o la persecución y acorralamiento de los pobres gitanos rumanos, la historia siempre es la misma: minorías indefensas que son avasalladas por las mayorías sociales cuyos instintos más primarios se manipulan por los que ostentan o pretenden ostentar el poder. Pero frente a esa cara más cruel del ser humano, frente a ese hoyo negro de la voluntad que es el fascismo y el racismo, se levantan las conciencias de otros muchos hombres y mujeres que se resisten a la barbarie y que nos reconcilian con nosotros mismos. Es una batalla entre el bien y el mal en su estado más puro, como lo fue la que se libró contra el nazismo en la II Guerra Mundial. No hay lugar para la neutralidad o la equidistancia. No hay excusas en las supuestas inadaptaciones sociales o los comportamientos conflictivos de determinados grupos de gitanos, porque siempre se usaron las mismas justificaciones para dar razones a la sin razón. Son las acusaciones y las generalizaciones de siempre. Pero el mundo y los países no son solo propiedad de los extractos sociales acomodados o mayoritarios. También pertenece a las minorías, a los pobres, a los que tiene otras costumbres, a los que andan por los caminos, a los que viven en la calle, a los que piden una limosna, a los que cantan por las esquinas, a los raros, a los que no son como la mayoría, a los que por no tener, no tienen ni la ambición de tener algo. Esos también son sujetos de derechos y deberían ser los más protegidos porque son los más necesitados. El corazón de una sociedad, si es que lo tiene, tendría que estar entre los cartones que protegen del frío a los mendigos, no debajo de las alfombras de los despachos de los banqueros y de los poderosos.
Agustín Vega Cortés es Presidente de Opinión Romaní