Hace unos días Félix Ovejero en su espléndida tribuna La Inestable Apuesta de Podemos, en El País de 12-1-2016 venia a decir que «Un cambio radical de perspectiva que aborde el nacionalismo como lo que es, como un pensamiento reaccionario comparable al sexismo [machismo] o al racismo, no parece al alcance de la izquierda, de […]
Hace unos días Félix Ovejero en su espléndida tribuna La Inestable Apuesta de Podemos, en El País de 12-1-2016 venia a decir que «Un cambio radical de perspectiva que aborde el nacionalismo como lo que es, como un pensamiento reaccionario comparable al sexismo [machismo] o al racismo, no parece al alcance de la izquierda, de la menesterosa izquierda española.» Y a continuación le recomendaba a esa izquierda «repasar con lápiz de subrayar el magnífico artículo de Joschka Fischer, Furia nacionalista y xenófoba, aparecido en esta misma sección [de El País] hace pocos días.»
Aunque llevo distanciado de esa menesterosa izquierda española mucho tiempo, siguiendo la reflexión y los consejos de Félix Ovejero he llegado a algunas conclusiones que quiero compartir con algún sufrido lector que, como yo, apenas haya alcanzado a entender de qué va realmente esa nueva transición que algunos se han propuesto hacer en estos días. Veamos.
¿Puede Pedro Sánchez salvar al PSOE?
Esta pregunta, aunque retórica, no se propone ningún acertijo político. Se trata del título de una entrada que el muy lúcido economista Michael Pettis, ligado familiarmente a España, publicó en su blog ‘China Financial Markets’ con ese título ‘Can Pedro Sanchez save the PSOE?‘ el 18 de agosto de 2014, del que apenas se hizo eco la prensa en España (ABC recogió una traducción parcial en su edición del 9 de septiembre siguiente, por lo que recomiendo leer el original). En este artículo, el prestigioso profesor de la UPK (Universidad de Pekín), columnista del Wall Street Journal, y acreditado analista financiero dice de entrada que:
[Pedro Sánchez] debe reconocer que la crisis es, en lo fundamental, un conflicto entre los intereses de los banqueros europeos y de los trabajadores europeos, y tiene que rediseñar las políticas del PSOE. […] Si no, va a mirar con nostalgia cómo la extrema derecha de Europa finalmente se hace con el debate, ya sea directa o indirectamente.
Aclara después que:
A lo largo de las siglos XIX y XX (y de hecho mucho antes) las crisis de deuda y monetarias han enfrentado a los banqueros contra los trabajadores. A veces, los banqueros ganan, como lo hicieron durante la década perdida de América Latina de 1980, y en EEUU a finales de los 1970s, y, a veces, aunque nunca sin una lucha, los trabajadores finalmente ganan, como lo hicieron en la década de 1930, tanto en EEUU bajo Roosevelt como en Alemania bajo Hitler. [Porque] los precedentes históricos sugieren que los votos de los descontentos irán a aquel partido -de izquierda o de derecha-, que más vigorosamente lleve la causa de los trabajadores contra los banqueros. Si los partidos de centro no lo hacen, como hizo Roosevelt en los 1930s, los extremistas lo harán.
Y concluye que:
«si él [Pedro Sánchez] continúa con la pretensión de que la crisis se ha resuelto por la disposición del BCE a refinanciar la deuda de España -que es probable que sólo continúe mientras los bancos alemanes no estén suficientemente capitalizados para reconocer lo obvio-, puede encontrarse a sí mismo presidiendo un giro de España y de Europa hacia una derecha nacionalista. En la batalla entre los trabajadores y los banqueros, en última instancia, son los trabajadores los que decidirán quién determinará la política a seguir.
El nacionalismo es un pensamiento reaccionario comparable al sexismo o al racismo
La premonición que le hace Pettis al PSOE sobre que «se puede ver presidiendo un giro de España y de Europa hacia una derecha nacionalista», coincide con las opiniones de Félix Ovejero y Joschka Fischer referidas anteriormente, para los que: «[Los nacionalismos catalán y vasco] son una fuerza antidemocrática en dos sentidos: en el plano económico, decidiendo unilateralmente sustraerse a compromisos redistributivos y, en el plano político, decidiendo la segregación respecto de aquellos a los que no juzgan iguales» (Félix Ovejero). Y, «[para los nacionalistas] la comunidad política no es producto del compromiso de sus ciudadanos con un orden constitucional y jurídico compartido, sino que, como en los años treinta, la pertenencia a la nación deriva de compartir una ascendencia. La política identitaria es un ámbito de fundamentalismo, no de debate racional.» (Joschka Fischer).
Podríamos extendernos más argumentando cómo el nacionalismo, en un momento de dificultad o un contexto de escasez es un pensamiento abiertamente reaccionario, por más base popular que consiga reunir en estos tiempos de crisis, pero la cuestión que interesa dilucidar aquí no es esa. La cuestión hoy en España (y en Europa) es, ¿cómo al crearse ese contexto de crisis el nacionalismo ha acabado defendiéndolo una fuerza como es Podemos que pretende ser la renovadora del planteamiento político de la izquierda?
La actual vuelta de las clases populares a la atracción por el nacionalismo.
En su esfuerzo de búsqueda de las claves del fenómeno nacionalista, Ernst Gellner, en Encuentros con el Nacionalismo, 1994, nos explicaba que:
Una persona no es meramente (como insiste el retruécano alemán) lo que come, sino también lo que habla, viste, baila… […] La «etnicidad» o «nacionalidad» es simplemente el nombre de la condición que prevalece cuando muchos de estos límites convergen y se solapan. […] La etnicidad se vuelve «política» y da lugar al «nacionalismo» cuando el grupo «étnico» definido por estos límites culturales solapados no se limita a ser intensamente consciente de su propia existencia sino que también está imbuido de la convicción de que el límite étnico debería ser también el límite político. El requisito es que las fronteras de la etnicidad deberían ser también las de la unidad política y sobre todo que los gobernantes de la unidad deberían ser de la misma etnicidad que los gobernados. Los extranjeros no son bienvenidos en la unidad política, al menos en un número considerable, y son, particularmente poco bienvenidos como gobernantes.
Cabe decir, por tanto, que el impulso nacionalista surge de los gobernantes cuando éstos quieren imbuir en los gobernados la convicción de que el límite étnico debería ser también el límite político, y que, por tanto, los gobernantes de la unidad deberían ser de la misma etnicidad que ellos, y no extranjeros que no son bienvenidos a hacerles la competencia en esa tarea.
Ahora bien, la cuestión de si los políticos autóctonos tienen que soportar más o menos competencia para acceder a los puestos de mando no es precisamente un especial motivo de preocupación para la gente. La razón del resurgimiento nacionalista en esta coyuntura de crisis, y sobre todo, la principal razón de que ese retrógrado sentimiento nacionalista se haya apoderado de amplios sectores populares, como ocurrió en la devastadora depresión de los años 1930, está de nuevo en que, como entonces, se está apoderando de los ciudadanos el miedo a que ese ambiente de aceptable nivel de riqueza, seguridad y progreso que ha constituido su vivencia cotidiana en los últimos tiempos, haya entrado en una fase de profunda decadencia.
La crisis financiera de 2008 y el boom de China, han producido un acusado deterioro de las perspectivas de las clases trabajadoras y medias europeas. Ese deterioro, aunque algunas voces interesadas insisten en que ha sido producto de la globalización, cada vez son mayores las evidencias de que ha estado y sigue estando provocado por la voracidad de los grandes banqueros y sus amigotes (en España algunos se refieren a este fenómeno como el abuso del IBEX-35, y en general se dice que es consecuencia de la «financiarización» de la economía). De cualquier forma, se trata de un conocido proceso por el que la gran mayoría de la población encuadrada en las clases medias (y las trabajadoras) -el 99%-, se ve forzada a ceder gran parte de su riqueza a una exigua oligarquía internacionalizada presidida por los grandes banqueros -el 1%- para lo que esta oligarquía cuenta con la colaboración de la clase política, hasta ahora.
Este fenómeno económico ha empezado a volver a ser analizado por algunos pensadores críticos de la izquierda como un caso rampante de «acumulación por desposesión» (tal vez el término suene un poco fuerte), que ha venido a reforzar la usual «acumulación por explotación» en un momento en que las ganancias que se pueden obtener por esta segunda vía, que ha sido la habitual, ya no son suficientes para rentabilizar la ingente masa de capital acumulada tras más de 60 años de crecimiento económico ininterrumpido -desde el anterior periodo de depresión y enfrentamientos 1914-1949- de un capitalismo que, tras reincorporar al bloque soviético y a China, ha llegado a completar la «explotación» de la práctica totalidad de los recursos materiales y humanos del planeta.
Esta ambición de acumular hasta el límite de no crear riqueza sino forzar la «desposesión», que es la que ha adoptado la descomunal masa de capital financiero que hoy va dando tumbos por el mundo, constituye sin duda la causa del gran malestar existente en la economía y la sociedad, aunque, como este ingente fenómeno está plagado de deslizamientos y cambios de un lugar a otro, eso permite que esa práctica de reforzar ahora de nuevo la explotación con desposesión, pueda ser camuflada bajo la apariencia de que se trata de un inevitable cúmulo de desequilibrios por los que Occidente cede gran parte de su riqueza a Oriente o, más en general, por los que los países ricos y sus ciudadanos, se ven forzados a compartir sus avances con los países pobres (ahora emergentes) y sus poblaciones poco previsoras en constante conflicto y movimiento.
Como la gran disponibilidad de medios incluido el avance de las comunicaciones y el transporte hacen que los problemas del mundo ya no se puedan suprimir o ignorar, la inmigración y demás consecuencias de la globalización, junto con otros cambios significativos como la emancipación jurídica y social de las mujeres y las minorías sexuales, están minando los cimientos económicos, y sacudiendo los roles y pautas de conducta de las poblaciones que se creían asentadas en las sociedades avanzadas y en especial en Europa.
Se da la circunstancia de que Europa, a diferencia de EEUU, no ha sabido responder a esos problemas dando paulatinamente cabida en su mercado a los productos (y entrada al flujo de personas) provenientes de las grandes áreas económicamente menos avanzadas que le quedaban próximas. Mientras EEUU ha prestado cierta atención a América del Sur y Asia del Sur y Este, Europa, bajo el dictado alemán, no ha sabido o querido responder a esos problemas, y se encuentra incapaz de atender adecuadamente las demandas de la cuenca Mediterránea -la propia y la ajena-, de políticas de crecimiento y apertura, de forma parecida a como lo ha hecho EEUU.
Y, en ausencia de un tratamiento acertado, estos cambios profundos no están encontrando más soluciones que las superficiales de levantar vallas y muros materiales (alambradas) y/o étnicos (nacionalismos), promovidas por conservadores y populistas, alternativa o simultáneamente. Tratar de levantar esos equivocados parapetos frente a la posible pérdida de bienestar a manos de otros que en realidad están siendo explotados como ellos y por los mismos que ellos, es la razón por la que las clases populares han vuelto a sentir atracción por el nacionalismo.
El desafío de la socialdemocracia europea.
Está claro que los progresistas de Europa, aunque siempre han creído que sus propuestas de social democracia iban más allá que las que las del liberalismo new-deal de los progresistas de EEUU, lo cierto es que los resultados conseguidos por los unos y los otros apenas si son comparables.
Analizando la anterior ocasión en que ambos planteamientos se confrontaron, Mark Blyth, en su magnífico libro Austeridad. Historia de una idea peligrosa, desmitifica la supuesta relación entre la hiperinflación de 1923 y las dificultades económicas de Alemania en los años 1930 que propiciaron el ascenso del nazismo. El fantasma de una hipotética inflación han vuelto a propagarlo los mandatarios de Alemania, de nuevo ahora ante las respuestas que son pertinentes a la crisis de 2008, como argumento en favor de su política de austeridad -centrada en defender los intereses de los banqueros empeñados en mantener el valor del dinero- y en contra de las políticas de estímulos típicas del New Deal y a veces de la socialdemocracia -cuya principal atención está en los intereses de los trabajadores centrados en el empleo.
Pero relatos como el de Mark Blyth (2014), el de Liaquat Ahamed (2010) o incluso el de Arthur Solmessen (2002) dejan claro que lo que allanó el camino a Adolf Hitler no fue la hiperinflación, que tras haber servido a los grandes banqueros e industriales para acumular verdaderas fortunas a costa de las clases medias, quedó controlada al establecerse el Rentenmark en 1923, sino los recortes del canciller Heinrich Brüning en 1930, y esos recortes contaron con el apoyo de todos los partidos políticos, incluido el socialdemócrata SPD, salvo el Nazi NSDAP que apostó por el estímulo (militar, claro, y de infraestructuras) sin apenas tocar a los intereses de los banqueros (salvo de algunos señalados como judíos).
Con mucha más claridad y acierto, en EEUU, la valiente actitud del Partido Demócrata y de su candidato a presidente Roosevelt tras ganar las elecciones de 1932, fue la que sacó adelante las políticas adecuadas a hacer frente a la Gran Depresión, con su New Deal centrado en sostener a las capas más pobres de la población y recortar los abusos de los banqueros.
Esta diferencia entre la política de uno y otro lado del Atlántico no fue producto de un excepcional liderazgo pasajero sino que se ha mantenido y se mantiene hasta hoy. De hecho, según comenta Giovanni Arrighi en su libro Adam Smith en Pekín, (2007), Mario Tronti, autor del artículo «Marx en Detroit» bajo la influencia de Mayo del 68, refiere que el verdadero centro de la lucha de clases no era Europa sino EEUU, donde la influencia del marxismo era y había sido mínima pero los trabajadores habían obligado al capital a reestructurarse para integrar sus demandas de mayores salarios.
Todavía conviene recordar que esa persistente diferencia en el trato que se da a ambas orillas del Atlántico a la confrontación (y al equilibrio) entre los intereses de los banqueros y sus amiguetes por un lado y los trabajadores y sus asimiladas clases medias por otro, tiene un fiel y escandaloso reflejo en la acusada diferencia que hay en las funciones que tienen encomendados los respectivos todopoderosos bancos centrales. Mientras la Reserva Federal de EEUU tiene por obligación conseguir un crecimiento económico sostenible con pleno empleo, estabilidad de precios y una moderada tasa de interés a largo plazo, la función principal del BCE es sólo mantener el poder adquisitivo de la moneda única y, de este modo, la estabilidad de precios en la zona euro.
Esto se traduce en que, mientras el BCE y en general las políticas económicas aplicadas en Europa se han centrado en el objetivo de que los banqueros pudieran cobrar los dudosos prestamos hechos en el fragor de las burbujas de deuda de los países de la periferia sin importarle que la política restrictiva aplicada condujera a una insostenible situación de recesión y paro, la Fed en EEUU, manteniendo en todo momento como objetivo principal el empleo, ha conseguido sacar adelante los intereses de ambos, bancos y trabajadores y, de esa forma ha logrado que la economía del país haya soportado, sin apenas deterioro de la situación de la gran mayoría de los hogares, la que de no ser por esa actitud de la Fed podría haber sido una nueva Gran Depresión.
Si la austeridad se propone lograr una solución al problema de la deuda soberana de los Estados europeos en que se aplica, mediante la reducción de sus niveles, hasta ahora es evidente su fracaso (sirva como ejemplo incluso España). Si lo que se propone es el más razonable objetivo de disminuir la importancia de la deuda respecto del PIB impulsando el crecimiento de éste, la austeridad, al n o ser equitativa en tanto que es a las clases medias y bajas a las que los recortes golpean con mayor dureza, influye negativamente sobre el consumo y frena por tanto el crecimiento. Si lo que se propone es aumentar el PIB a base de impulsar la productividad y la exportación reduciendo costes, carece de sentido macroeconómico: si cada miembro periférico de la zona euro intenta recuperar competitividad y exportar más a base de recortes, su esfuerzo se verá contrarrestado por el de sus vecinos en Europa, e incluso el esfuerzo de toda Europa chocará contra el mismo esfuerzo en el resto del mundo.
Desde 2008, la Unión Europea continúa sin querer aceptar que se encuentra inmersa en una crisis que es financiera, no de deuda soberana. Como aclara Blyth en su Austeridad…, es la vulnerabilidad y tamaño de entidades como el Deutsche Bank (80% del PIB alemán) ING (211% del PIB holandés) o los tres grandes Crédit Agricole, Société Générale, y BNP Paribas (316% del PIB galo) lo que amenaza la supervivencia de la moneda única.
Mantenerse en no tocar los privilegios de los banqueros y sus amiguetes y hacer descargar la crisis, de la que ellos son también y fundamentales responsables, sobre las clases medias (y los trabajadores), es una propuesta que, vista con cierta perspectiva, hacia atrás y hacia adelante, no sé si merecerá la pena insistirle a sus promotores una vez más en que «lo que no es, no es, y además es imposible».
Aparte de eso, también conviene recordar que, como respuesta a esta crisis, como ya se vio y padeció en la similar anterior, el nacionalismo es, en el mejor de los casos, poco más que una ilusión que puede encubrir grandes y obscuros intereses, llegando a ser muy peligrosa. Esto es algo que tienen que tener muy claro, tanto la socialdemocracia española -que ya debería haber aprendido esta lección de su experiencia en Andalucía- como los que pretenden que «podemos» renovarla e incluso relevarla -como es predecible que van a tener ocasión de aprender de su experiencia en Cataluña.
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