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El neopopulismo liberal de El Salvador choca con el coronavirus

Fuentes: Jacobin

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, habla en el Gran Salón del Pueblo de Pekín el 3 de diciembre de 2019 (Foto: Noel Celis-Pool/Getty)

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, está aplicando una de las órdenes de distanciamiento social más estrictas del mundo al someter a miles de personas a arresto y expandir un sistema penitenciario escuálido e inflado. Con millones de seres teniendo que hacer frente a la indigencia y los abusos, el coronavirus está dejando al descubierto la inestabilidad que siempre ha estado en el centro del neoliberalismo en países como El Salvador.

En marzo, durante breves momentos, parecía que El Salvador podría estar inmerso en un período relativamente ordenado de autoaislamiento obligatorio.

El presidente Nayib Bukele, aspirante a autócrata, apostó por una exhibición absurda de teatro político en febrero, semanas antes de que se informara de los primeros casos de COVID-19 en Centroamérica. Durante una disputa presupuestaria en torno a los fondos de seguridad, movilizó a los soldados para que rodearan la cámara legislativa antes de hacer su entrada en ella, evocando la larga historia de dictaduras militares en El Salvador.

Pero pagó un alto precio político por esas payasadas: las organizaciones sociales de todo el país condenaron al “bukelazo”, y partidos de oposición, como el FMLN, emprendieron acciones legales contra su administración. Al entrar en la crisis del coronavirus, las tendencias autoritarias de Bukele parecían en cierta medida limitadas a causa de la presión popular y la oposición política.

Para enfrentar la pandemia, Bukele eligió una táctica diferente a la de demagogos como Jair Bolsonaro en Brasil, Daniel Ortega en Nicaragua y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quienes hasta ahora han negado la gravedad de la enfermedad y alentado a sus partidarios para que ignoren las pautas de salud pública. Quizás tratando de apuntalar cierta legitimidad entre las élites nacionales, Bukele eligió deslumbrar a sus electores con aires de competencia y no embotarles denegando la enfermedad. Poco después de que se confirmaran los primeros casos de COVID-19 en Centroamérica, cerró las fronteras de El Salvador y anunció pautas estrictas de distanciamiento social, consiguiendo los elogios en la prensa internacional.

Por supuesto, El Salvador tuvo que enfrentar dificultades desde el principio, en parte debido a la insistencia de Estados Unidos de mantener las deportaciones al Triángulo del Norte, lo que provocó la propagación del contagio por la región. Pero la barrera más tremenda con que se encontró el país para poder mitigar con eficacia la crisis surgió de un problema estructural más profundo, que no es exclusivo de El Salvador.

En un país de aproximadamente seis millones y medio de habitantes, aproximadamente el 70% de la población en edad laboral está excluida del mercado laboral formal, dejando a unos 2-3 millones de hogares dependientes del empleo informal o la participación en el comercio ilícito (o ambos) para compensar salarios inadecuados. Esta escala de exclusión del mercado laboral es típica de los países pobres que han sido objeto de ajustes estructurales neoliberales. Y el desempleo extremo a largo plazo (o “flexibilidad del mercado laboral”, en el lenguaje neoclásico) es quizás más insidioso porque amplifica los efectos de cualquier perturbación macroeconómica, al tiempo que restringe en gran medida la capacidad del Estado para organizar una respuesta.

Aún así, aproximadamente una semana después del confinamiento nacional de El Salvador en marzo, ocurrieron dos cosas casi simultáneamente que inspiran algo de esperanza. Primero, el gobierno de Bukele respondió a los gritos de auxilio de los trabajadores informales anunciando un programa nacional de subsidios que se lanzaría mediante la entrega inmediata de cupones de 300 $ a los 1,5 millones de hogares más necesitados del país. Luego, unos días después, el 30 de marzo, varias organizaciones criminales importantes llegaron a un acuerdo similar a un alto el fuego en apoyo de las medidas de distanciamiento social de emergencia del gobierno, incluidos los toques de queda.

Pero hoy, esos días de esperanza en marzo parecen casi demasiado surrealistas para que merezca la pena recordarlos.

Después de algunos contratiempos predecibles en su estrategia de mitigación de la crisis, Bukele ha implantado ya una nueva postura actuando como un déspota inflexible de la ley y el orden. Una ola de asesinatos entre el 27 y el 30 de abril provocó una reacción violenta y severa del Estado: Bukele ordenó a la policía y las fuerzas armadas que mantuvieran el orden en las calles disparando a matar.

Después, en un movimiento que horrorizó (o quizás excitó) a los medios de comunicación internacionales, la oficina de prensa presidencial de El Salvador hizo circular imágenes de la humillación y malos tratos aparentemente generalizados de los prisioneros por parte de los guardias de la prisión. El Miami Herald advirtió recientemente que las políticas de crisis de Bukele “amenazan la democracia” en el país.

Para comprender lo que ha sucedido en El Salvador bajo el coronavirus, debemos tener en cuenta no solo la escurridiza marca de populismo neoliberal de Bukele, sino también la precariedad existencial del Estado salvadoreño, que se ve obligado a manejar el problema inextricable (y potencialmente explosivo) del desempleo extremo a largo plazo con recursos muy limitados y desde una posición comprometida respecto a las corporaciones privadas.

Los Estados que han sufrido transiciones neoliberales, como El Salvador, están muy limitados por su debilidad estructural en relación con el capital. Por lo general están sobrecargados de deudas y dependen de las importaciones, y debido a que no pueden recaudar los ingresos adecuados por temor a provocar una fuga de capitales, sus políticas sociales tienden a estar ligadas a las tendencias y los ciclos de financiación de las instituciones internacionales de desarrollo. La única estrategia aparentemente viable para mitigar la crisis disponible para los Estados que se hallan en esta posición es manejar la pobreza extrema a través de programas de asistencia monetaria, que han proliferado a nivel global en las últimas décadas, tras una evaluación de medios económicos. Pero tales programas pueden volverse insostenibles fácilmente cuando una crisis hace que aumente de repente el número de ciudadanos que requieren esa ayuda en efectivo, como está sucediendo en todo el mundo durante la pandemia del coronavirus.

Desde los acuerdos de paz en 1992 (y especialmente en años más recientes), El Salvador ha seguido estrategias aparentemente contradictorias, pero que se refuerzan mutuamente, para contener el problema de la exclusión masiva del mercado laboral, pero ahora se están agotando bajo la carga de la crisis del coronavirus.

La mano izquierda del Estado extiende subvenciones sociales específicas, que efectivamente subsidian los bajos salarios y el subdesarrollo en el sector formal, al mismo tiempo que, en cierta medida, suavizan la tensión social que generalmente resulta del desempleo extremo a largo plazo. Mientras tanto, la mano derecha del Estado suprime los desbordamientos ingobernables del mercado laboral formal, en parte mediante la aplicación de políticas securitarias de mano dura que, en los últimos diez o quince años, crearon en El Salvador el segundo sistema penitenciario más extenso del mundo.

Entre la mano izquierda del Estado y la mano dura

La cuarentena nacional de El Salvador se rompió por primera vez de forma espectacular el 30 de marzo, menos de dos semanas después de que comenzara, cuando miles de beneficiarios de la asistencia social abarrotaron las calles de varias ciudades en el intento de recoger sus subsidios de emergencia.

Bukele había anunciado el programa específico de asistencia en efectivo solo tres días antes, diciendo que iba a proteger a los 1,5 millones de hogares con bajos ingresos en El Salvador de los efectos escalofriantes del aislamiento social forzado durante la pandemia. Siguiendo las instrucciones de Bukele, el Ministerio de Bienestar Nacional lanzó un sitio web para facilitar la transferencia de efectivo. En teoría, esto debería haber permitido que un representante de cada uno de los 1,5 millones de hogares necesitados reclamara su subsidio a través de una computadora o teléfono móvil.

Resumiendo, las reclamaciones desbordaron el sistema en un solo día. El sitio web se bloqueó sin llegar a procesar completamente ni un solo subsidio. Luego llegó el fin de semana, cuando las oficinas de asistencia social normalmente no están abiertas en El Salvador, pero que en este contexto desesperado lleva a algunos posibles beneficiarios a reunirse frente a ellas, esperando respuestas. La desesperación se convirtió rápidamente en indignación, y tras unos días de incertidumbre, los frustrados beneficiarios reventaron finalmente la cuarentena forzada del país al salir a las calles.

Las protestas se dispersaron finalmente, tras enfrentamientos limitados con la policía. El Ministerio de Bienestar Social, CENADE, puso al fin en marcha el programa de asistencia en efectivo, mitigando la tensión que podría haber estimulado futuras protestas. Pero a mediados de abril solo se habían desembolsado cerca de dos tercios de los 400 millones de dólares destinados al programa. (El Salvador, perpetuamente con problemas de efectivo, obtuvo recientemente un préstamo de 389 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional).

El 30 de marzo, el mismo día de las protestas ante el retraso en la entrega de efectivo, la organización criminal Mara Salvatrucha (MS-13) llegó al parecer a un acuerdo de alto el fuego con facciones de su organización rival, Barrio 18. Los miembros de esas organizaciones incluso comenzaron a ayudar a las autoridades estatales para hacer cumplir las medidas de distanciamiento social, incluidos los toques de queda, un acuerdo incómodo a través del cual el límite ya poroso entre el Estado y las autoridades penales probablemente se volvió aún más incierto para muchos salvadoreños.

Es posible que algunos confiaran en que el acuerdo significara un aplazamiento para los miles de personas comunes atrapadas por las extorsiones, que en los distritos de la clase trabajadora de El Salvador funcionan como una forma de impuestos paralelos. Hasta un 70% de todas las empresas en El Salvador se ven afectadas por la extorsión, según un informe ampliamente citado del Banco Central de la Reserva. Muchas de las empresas que el informe cataloga como unidades de hogares persiguen estrategias informales de subsistencia, como vender pupusas desde una ventana delantera o pequeñas bolsas de aceite de cocina en un mercado, “empresas” solo en un sentido muy laxo.

Se estima que 4.000 millones de dólares, el 15% del PIB de El Salvador, va a parar anualmente a las organizaciones criminales a través de la extorsión. Las organizaciones delictivas recaudan por lo general el pago de una renta de 5–20 $ por semana de las unidades familiares individuales.

El tiempo de Bukele en el cargo se ha asociado con una reducción poco usual de los asesinatos de las pandillas, pero el número de personas que paga una renta aumentó en realidad en un 30% el año pasado. Para las personas acostumbradas a usar una parte de sus ganancias semanales para pagar una tarifa en aras a su propia supervivencia, la pérdida de ingresos asociada con el cierre de negocios ordenado por el Estado tuvo un carácter particularmente ominoso.

Además de la ayuda del gobierno, otra fuente de ayuda en efectivo para los salvadoreños de la clase trabajadora podría proceder de las remesas de compatriotas empleados en Estados Unidos (cuya contribución anual a la economía nacional, 4.000 millones de dólares, es aproximadamente la misma cantidad que se desvía a través de la extorsión cada año). Pero los niveles de remesas, que normalmente caen bruscamente justo después de Navidad para luego aumentar de manera constante durante los primeros meses del año, han comenzado recientemente a disminuir.

Un líder anónimo de una pandilla, que habló con periodistas en El Faro el pasado abril, reconoció que, a pesar de las extendidas insuficiencias, los delincuentes de las pandillas seguían intentando cobrar la renta. Pero los trabajadores, como los vendedores del mercado y los taxistas, dijeron que, en muchos casos, los miembros de pandillas no se habían acercado en semanas a cobrar el pago, debido probablemente a la mayor presencia de policías y militares en la ciudad.

“Hay muchos pandilleros desesperados porque no obtienen ingresos”, dijo un comisionado de la policía a El Faro. “Y no solo por las extorsiones, sino porque los ingresos de sus familias dependen de la venta en el mercado. La pandemia les está afectando doblemente: ni ventas ni rentas”.

Como era de esperar, con la sociedad salvadoreña agobiada tras casi dos meses sin ingresos, el acuerdo de alto el fuego de las pandillas no se sostuvo en pie: entre el 24 y el 27 de abril hubo 50 asesinatos en ciudades de todo El Salvador, atribuibles de forma fundamentada a la MS-13.

Bukele respondió autorizando a la policía y al ejército a usar la fuerza letal para hacer cumplir las medidas de cuarentena y restablecer el orden. Las autoridades penitenciarias pusieron fin abruptamente a las políticas promulgadas hace más de una década que segregaban las cárceles según la afiliación de las pandillas, al parecer en represalia por los asesinatos. Fue entonces cuando la oficina de prensa presidencial publicó las ahora infames fotografías de hombres en ropa interior atados y sometidos por cientos sobre el suelo de cemento de las celdas, tal vez con la intención de enviar un mensaje.

Detener el virus

Con las realidades de la economía política de El Salvador en mente, podemos comenzar a ver el desastroso intento de Bukele de desembolsar subsidios de emergencia, por un lado, y su giro hacia políticas extremas de orden público, por el otro, como parte del mismo programa inestable: elementos de dos estrategias que se refuerzan mutuamente a través de las cuales el Estado salvadoreño intenta habitualmente manejar (aunque no resolver) la inestabilidad creada por el desempleo extremo a largo plazo.

La horrible realidad de los centros de contención de la cuarentena, establecidos apresuradamente para detener a las personas que regresan del extranjero, así como a algunos trabajadores que violan la cuarentena doméstica obligatoria, muestra que lo inestable en tiempos normales puede resultar desastroso en tiempos de crisis.

Sin una infraestructura estatal que facilite un programa de rastreo de los contactos (a pesar de algunos primeros intentos de hacerlo cuando la enfermedad todavía se concentraba en gran medida en algunas áreas rurales), Bukele ha optado por desplegar los elementos del aparato de seguridad del Estado en un torpe intento de regular la salud pública.

Los centros de contención han aumentado de tamaño en los últimos meses, y los informes sobre la negligencia del personal y las condiciones de hacinamiento son muy numerosos. Las personas detenidas en estos centros de contención han afirmado en varias ocasiones que los guardias de seguridad mezclan a menudo poblaciones que llegan de diferentes partes del mundo y, aún más imprudentemente, a veces albergan a personas que dan positivo en la enfermedad junto a detenidos a los que aún no se les ha hecho la prueba o no están infectados.

El 13 de marzo Carlos Henríquez Cortez, de 67 años, que no mostraba síntomas del virus, fue interceptado por error en el aeropuerto mientras regresaba de un corto viaje a Guatemala (las personas mayores de sesenta años deben ser puestas en cuarentena en sus hogares, no en centros de contención). Contrajo la COVID-19 después de ser alojado con detenidos que dieron positivo y murió cinco semanas después, convirtiéndose en la octava persona en El Salvador en morir por el nuevo coronavirus.

El gobierno de Bukele también recurrió a las instituciones coercitivas del Estado para hacer cumplir la orden obligatoria de quedarse en casa, que se intensificó el 7 de mayo con el anuncio de nuevas reglas que regulan las tareas fuera del hogar, como las compras de comestibles. Hasta el 11 de mayo, 2.424 personas habían sido arrestadas por violar la orden de quedarse en casa, más del doble del número total de casos positivos en el país (998).

En Centroamérica, como en gran parte del mundo, es probable que las cosas empeoren antes de mejorar. La región está históricamente vinculada a Estados Unidos a través de un elaborado circuito de migración, viajes e intercambios. En el contexto de esta pandemia, la densidad relativa de esas conexiones trasnacionales se refleja de forma pesimista en la medida del contagio en cada país. Panamá sigue siendo el país más afectado en el istmo, con 9.867 casos positivos al 12 de mayo, Honduras (2.955), Guatemala (2.133) y El Salvador (1.571), experimentándose también brotes significativos.

Al extender una exigua ayuda en efectivo con una mano e imponer un encarcelamiento masivo con la otra, Bukele encarna las dos almas del populismo neoliberal en el contexto de la exclusión masiva del mercado laboral. Pero la pandemia mundial de coronavirus presenta ahora una crisis que no se puede posponer ni descartar. Las barreras estructurales que inhiben una mitigación efectiva de la crisis humana en El Salvador y en todo el denominado Tercer Mundo, no pueden ignorarse ya.

Jonah Walters es investigador en Jacobin y estudiante de posgrado de geografía en la Universidad Rutgers.

Fuente: https://jacobinmag.com/2020/05/el-salvador-coronavirus-pandemic-repression-policing

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.oprgcomo fuente de la misma.