El pasado sábado 17 de septiembre, un día antes de que los ciudadanos alemanes fueran convocados a las urnas, el País publicaba, en su segunda página, un artículo en defensa de las reformas económicas llevadas a cabo por el Gobierno encabezado por Gerard Schröder desde 1998. Con dicho artículo, y según sugiere quien lo firma […]
El pasado sábado 17 de septiembre, un día antes de que los ciudadanos alemanes fueran convocados a las urnas, el País publicaba, en su segunda página, un artículo en defensa de las reformas económicas llevadas a cabo por el Gobierno encabezado por Gerard Schröder desde 1998. Con dicho artículo, y según sugiere quien lo firma (Cecilia Fleta), se advertía del «error» de castigar electoralmente al Ejecutivo alemán por haber llevado a cabo unas reformas que, habiendo sido «incomprendidas«, empezaban, justo desde este agosto, a dar buenos resultados. Esta opinión restaba secundada, según citas, por el Banco Mundial y por la revista The Economist.
El artículo no terminaba de precisar quienes eran los que no «comprendían» las Reformas de Schröder. No obstante, se sugería que aquellos quienes no habían comprendido «las bondades» de estas reformas podían ser los votantes de la coalición formada por los socialdemócratas y los verdes. Esta suposición la sugería la foto a pie de página, que mostraba los carteles de campaña del CDU y del SPD, ambos con «incívicas» pintadas. En el cartel de los socialdemócratas (que como el del CDU fue impreso fuera de Alemania, por aquello del ahorro de costes), se leía, sobre el eslogan Confianza en Alemania y a modo de crítica, «Neoliberal und asozial«. Si a este hecho se le añade una frase del artículo, en la que la idea de la necesidad de las reformas se avala admitiendo que ni la Democracia Cristiana alemana la discutía, puede que entonces la situación se invierta y, los «incomprendidos», sean los votantes alemanes que, apoyando un programa socialdemócrata, tuvieron que sufrir uno hecho a medida de los neoliberales.
Y es que en un mundo en el que las opciones políticas tienden a desdibujarse, puede parecer que la socialdemocracia y el neoliberalismo son casi lo mismo. Sin embargo, y por suerte, ni son lo mismo ni son igual. De hecho, y a pesar de los que muchos propugnan hasta la saciedad, no existe una única opción de política económica, sino múltiples. Cada una de ellas, se puede definir en torno a una distinta combinación de medidas económicas fundamentadas, en cada caso, en una concepción diferente tanto del problema a enfrentar como de la solución a aplicar. Aún más: cada una de estas concepciones parte de un supuesto ideológico distinto. Este hecho conduce a la identificación de cada propuesta con una opción política diferenciada, lo que al final significa, le pese a quien le pese, que opciones de reforma económica técnicamente posibles hay muchas y que, lo que determina la aplicación de unas u otras, es la voluntad política de llevarlas a cabo.
De hecho, el artículo de El País, a pesar de su dogmatismo, ofrece muchos ejemplos que demuestran que la reforma económica en Alemania, impuesta por la «voluntad política» del Ejecutivo de Schröder, no era, necesariamente, ni la única posible ni, mucho menos, la que mejores resultados podía generar.
Así, el artículo asume tres objetivos básicos de la reforma alemana: la recuperación de la economía (en clara recesión en los últimos años); el saneamiento de las finanzas públicas (o sea se, de la relación entre los ingresos y los gastos del Estado); y la creación de empleo (especialmente en la antigua Alemania del Este).
Para la consecución de estos objetivos se asume, en primer lugar, una reforma fiscal que, a través de la reducción de impuestos a la renta y a las sociedades, libere recursos de los particulares para promover el ahorro y la inversión privada, aceptados como determinantes del crecimiento. A su vez, y en un supuesto del más puro reaganomics, se espera que la reactivación económica promovida por la reducción de los tipos impositivos acabe aumentando la recaudación fiscal, lo que favorece la consecución del segundo objetivo, el saneamiento de las cuentas del Estado. Para reforzar este efecto, se aplican reformas que propician la reducción del gasto público (preferentemente social) y, en cualquier caso, la progresiva sustitución de su financiación estatal por una de privada. Ello se concreta en una reforma de las pensiones y de la sanidad que incluye, entre otras medidas, la exclusión de tratamientos médicos y el pago de una cuota trimestral por las consultas. El impacto sobre el gasto social espera ser amplificado con el recorte a los subsidios de desempleo, uno de los pilares de la controvertida reforma laboral que, incluye, además, (y en la línea de la propuesta que a Aznar le costó la huelga general del 20 de junio del 2002), medidas de aceptación de empleo («a muchos que hasta entonces vivían del Estado», según texto), la flexibilización del mercado de trabajo (asumida en si misma como bondadosa) o el regreso a la jornada laboral de 40 horas, entre otras.
En un sorprendente punto de «honestidad» (o como inequívoca señal de la obvia incapacidad de estas medidas para asegurar los pretendidos resultados), el artículo admite, sin embargo, que la reforma «dejó algunos destrozos y mucho trabajo por hacer». Así, la economía ha crecido basándose en las exportaciones (especialmente hacia los nuevos países de la Europa ampliada), y no en base a la inversión (que huye hacia otros países) ni al consumo (que sigue claramente deprimido). Sobre este último punto puede estar influyendo el hecho de que hoy haya 450.000 desempleados más que en 1998, cuando Schröder llegó al poder, así como la reducción de los subsidios de desempleo, que impiden sostener niveles óptimos de renta y gasto a quienes no pueden acceder a un trabajo. La abultada deuda pública (más del 66% del PIB) es a su vez un síntoma de que el saneamiento de las finanzas públicas no avanza correctamente, lo que sigue llevando a un creciente endeudamiento del Estado. Si este ha rebajado sus costes, puede que el problema esté en unos ingresos claramente insuficientes, así como en un mercado laboral cuyos nuevos empleos son cada vez más precarios, lo que no contribuye a mejorar el monto percibido por el Estado en términos de cotizaciones a la Seguridad Social.
De hecho, los resultados (tanto económicos como sociales) quizás hubieran podido ser mejores si en vez de una política fiscal regresiva se hubiera aplicado una progresiva (con impuestos más altos a las rentas más altas), y se hubiera evitado, por ejemplo, que los ciudadanos tengan que pagar por recibir un derecho básico como la salud, en lo que supone una vulneración de los principios de universalidad y gratuidad inherentes al Estado del Bienestar. También si se hubiera mantenido un mercado laboral regulado que garantizara la no precarización del trabajo y, consecuentemente, una adecuada recaudación de las cotizaciones con las que financiar las pensiones de una población progresivamente más envejecida. O si, en la misma línea, no se apostara por un modelo de competitividad basado en los precios, sino en la diferenciación y en la calidad del producto, conseguida a través de una mayor inversión en I+D, tal y como sugieren las diferencias en el coste de una hora de trabajo en Alemania (24,8 euros), la República Checa (5,3) y Polonia (1,1).
De hecho, todo hubiera podido ser diferente si la voluntad política hubiera sido otra, y si, con esta, no se hubiera traicionado a quienes depositaron su confianza en un proyecto político que respaldaba un programa económico de corte socialdemócrata, muy distinto del que se aplicó. En este sentido, los resultados finales parecen secundar esta valoración. Así, una parte del voto que había avalado a la coalición rojiverde liderada por Schröder, se fue esta vez hacia la que, con un discurso contra el neoliberalismo, se ha convertido en cuarta fuerza política del país: el Partido de la Izquierda de Gysi y Lafontaine. A éste último, le avala su coherencia, pues cabe recordar que dimitió como responsable de la política económica de Schröder seis meses después de jurar su cargo, en un gesto que sirvió para denunciar tanto el giro del Ejecutivo del canciller, como la consecuente traición a su electorado. No obstante, es verdad que el resultado final obtenido por el SPD es mejor que el que pronosticaban las encuestas. Pero en esa remontada, la reforma económica también ha sido fundamental. Así, las propuestas de Merkel y su partido son tan ultraneoliberales que, a su lado, las de Schröder, casi vuelven a parecer socialdemócratas. En consecuencia, el nuevo voto no manifiesta un apoyo a su gestión, sino un rechazo a una mayor derechización de Alemania.
En definitiva, seguramente no fueron los ciudadanos alemanes que votan socialdemocracia los que no comprendieron la reforma económica de Schröder. El resultado electoral demuestra que no sólo la han entendido sino que, una gran parte de ellos, la ha castigado. Los políticos que representan este tipo de opciones políticas, en Alemania o en cualquier otro país, deberían sacar lecciones y dejar de traicionar a las opciones económicas y sociales de izquierda a favor de otras que ya son avaladas y ejecutadas por la derecha política. Y lo mismo deberían aprender los medios de comunicación, altamente responsables de la concepción que la ciudadanía tiene sobre el modo en que se debe hacer política económica y social, y que a veces, parecen no tener claro que, afortunadamente, todavía hay izquierda y derecha.