Los hechos se han precipitado en la búsqueda de una salida golpista en Venezuela, auspiciada por la administración de Donald Trump a través de su añejo instrumento político-ideológico de la guerra fría, la Organización de Estados Americanos (OEA). La incesante y sistemática campaña propagandística mediática de la derecha imperial e internacional, dirigida a instalar en […]
Los hechos se han precipitado en la búsqueda de una salida golpista en Venezuela, auspiciada por la administración de Donald Trump a través de su añejo instrumento político-ideológico de la guerra fría, la Organización de Estados Americanos (OEA).
La incesante y sistemática campaña propagandística mediática de la derecha imperial e internacional, dirigida a instalar en la opinión pública mundial la versión de que Venezuela vivió un «autogolpe» de Estado, tiene poco que ver con la realidad. La ofensiva responde, más bien, a una lectura aviesamente manipulada de la decisión adoptada el 30 de marzo por la sala constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), mediante la cual ese órgano judicial había atraído de manera temporal facultades de la Asamblea Nacional (AN), en tanto ésta pone fin a la situación de desacato en la que se encuentra desde julio de 2016.
La decisión fue rectificada dos días después tras un acuerdo entre los poderes públicos agrupados en el Consejo de Defensa para mantener el equilibrio de poderes. Al respecto, cabe consignar que en Venezuela existen 5 poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Electoral y Ciudadano, que funcionan de manera independiente y autónoma. La Constitución establece inteligentes contrapesos para que ninguno de ellos avasalle a los otros.
A diferencia de las monarquías y las repúblicas parlamentarias, desde 1811 Venezuela tiene un sistema político presidencialista como el de Estados Unidos, México y varios países sudamericanos, incluidos Chile, Ecuador y Brasil. Al presidente de la República lo vota directamente la ciudadanía y ejerce funciones de jefe de Estado. Es decir, la dirección del país.
En ese contexto, la única instancia a la que deben obedecer todos los poderes es la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, que es «el máximo y último intérprete de la Constitución». Pero sucede que desde su instalación en enero de 2015, la Asamblea Nacional, de amplia mayoría opositora, afirmó que en «seis meses» sacaría del gobierno al presidente Nicolás Maduro.
A partir de entonces, apoyado por el Pentágono y el Departamento de Estado de Estados Unidos −y su mascarón de proa, la Organización de Estados Americanos−, el plan golpista denominado «La salida» ha venido ensayando distintas modalidades de la guerra no convencional (o asimétrica), incluidos el terrorismo mediático, la desestabilización económica y la violencia callejera de las guarimbas, para desplazar al presidente legítimo, Nicolás Maduro, del gobierno.
Inclusive, el 9 de enero de 2017, en un acto eminentemente anticonstitucional, la Asamblea Nacional desconoció al Presidente bajo la acusación de que había hecho «abandono del cargo» −algo absurdo y falaz dado que Maduro se mantenía día y noche trabajando en el palacio de Miraflores− y propuso convocar a elecciones presidenciales en el plazo de un mes.
Al votar a favor de un golpe de Estado, los asambleístas de la derecha venezolana agrupada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD) se pusieron al margen de la Constitución y por voluntad propia cayeron en desacato, mismo que se acentuó con la juramentación ilegal de tres diputados de Amazonas impugnados por fraude electoral e ilegítimamente incorporados a ese parlamento (unicameral) por su directiva.
Tras ser declarada en desacato por el TSJ, la Asamblea Nacional se declaró en rebeldía, negándose a cumplir su función legislativa, y con apoyo de congresistas de la ultraderecha de Estados Unidos como el senador Marco Rubio y del secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha buscado asumir las funciones del Poder Ejecutivo, lo que a todas luces constituiría un golpe de Estado.
Como ocurre con el constitucionalismo europeo y estadunidense, en Venezuela, cuando hay un conflicto entre poderes, el Tribunal Supremo puede asumir competencias del Parlamento. A guisa de ejemplo, en sus primeros dos meses de gobierno Donald Trump ha tenido que acatar decisiones recientes del Tribunal Supremo de Estados Unidos.
El 30 de marzo, el TSJ había asumido de manera accidental y coyuntural algunas funciones del órgano legislativo, para cubrir el vacío legal producido por más de un año de ausencia de la AN por autoanulación y desacato a la sentencia que lo obliga a la desincorporación de los tres diputados que la directiva anterior, en actitud prepotente, juramentó bajo la falsa afirmación de que la Asamblea era el poder supremo y no tenía por qué obedecer dictamen alguno de ningún otro poder.
Ante la gritería mediática desatada por las corporaciones de la industria del entretenimiento bajo control monopólico privado (en particular los noticieros de las grandes cadenas de radio y televisión) y los medios impresos agrupados en la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) para satanizar al gobierno bolivariano de Venezuela, es necesario informar que de las medidas temporales adoptadas por el TSJ, ninguna suponía la «disolución» de la Asamblea legislativa y tampoco ningún parlamentario fue «destituido», como de manera facciosa se manejó urbi et orbi.
Luis Almagro y la larga mano de Washington
La conjura mediática contra el proceso que encabeza Nicolás Maduro, se dio en el marco de las renovadas acciones conspirativas de Luis Almagro y sus jefes en el Departamento de Estado y el Pentágono -que responden hoy al presidente Donald Trump−, quienes han logrado articular a un grupo de presidentes y cancilleres de países miembros del organismo con el objetivo de echar a andar, de manera escalonada, las medidas intervencionistas y coercitivas previstas en la Carta Democrática interamericana, lo que podría derivar en un bloqueo, sanciones y una eventual suspensión de Venezuela como Estado parte, como fase previa que «legitime» una intervención militar multilateral bajo la tutela de Washington, por razones «humanitarias».
Desde su llegada a Washington en marzo de 2015, l a gestión de Luis Almagro ha logrado rescatar de las cloacas de la historia el verdadero espíritu injerencista del organismo hemisférico, aquel que en enero de 1962, cuando la conjura contra Cuba en Punta del Este, Uruguay, llevó a que la OEA fuera definida por el diplomático cubano Raúl Roa −»el canciller de la dignidad»− como Ministerio de Colonias de Estados Unidos.
Ya entonces Almagro figuraba en los planes del Pentágono como motor de lo que sería la segunda fase de la operación «Venezuela Freedom», a ser instrumentada el año siguiente (2016) por el jefe del Comando Sur, almirante Kurt Tidd, sucesor en el cargo del general John Kelly, actual secretario de Seguridad Nacional de la administración Trump.
Fue el propio Kelly, quien, ante un comité del Senado estadunidense, expuso el 12 de marzo de 2015 que la primera fase de la operación «Libertad Venezuela» había conseguido parte de sus objetivos, al lograr generar una situación de caos y desestabilización política en el territorio venezolano, combinando acciones callejeras y el empleo dosificado de la violencia armada, etapa que incluyó las guarimbas con su medio centenar de muertos, los asesinatos selectivos, sabotajes contra instalaciones estratégicas y acciones paramilitares en la frontera colombo-venezolana.
En noviembre siguiente Almagro recibió en la OEA a Lilián Tintori, esposa de Leopoldo López, encarcelado en Venezuela por ser uno de los principales promotores del plan golpista «La salida», que en 2014 causó 43 muertos y 900 heridos, con lo que tácitamente se inscribía en el cronograma del Pentágono dirigido a derrocar a Nicolás Maduro.
La prueba fehaciente de su viraje político -hasta entonces Luis Almagro había corrido con bandera de «izquierdista» por ser el canciller del ex presidente de Uruguay, José Mujica, quien además lo promovió a la secretaría de la OEA−, fue cuando su nombre apareció en un «papel de trabajo» del almirante Tidd, fechado el 25 de febrero de 2016.
Diseñado por la llamada «comunidad de inteligencia» e inscrito en la estrategia de rollback −de dominio y vuelta atrás−, el informe afirmaba haber «convenido» con Almagro la aplicación de la Carta Democrática de la OEA contra Venezuela, en el marco de la Guerra de Espectro Completo elaborada en junio de 2000 por la Dirección de Políticas y Planes Estratégicos del Ejército de Estados Unidos (ver Documento Joint Vision 2020), que es la matriz doctrinaria de todos los manuales y proyectos de Guerra No Convencional desarrollados hasta el presente contra el proceso revolucionario bolivariano y otros países del área con gobiernos progresistas.
Según la propia descripción del almirante Tidd, la estrategia subversiva estaba siendo ejecutada por agentes encubiertos del Comando de Operaciones Especiales, la Fuerza Conjunta Bravo, con asiento en la base de Palmerola (Soto Cano), en Comayagua, Honduras, y la Fuerza de Tarea Conjunta Interagencial Sur (inteligencia), y era concebida como una «operación de amplio espectro, conjunta y combinada» que contemplaba una «fase terminal» hacia julio-agosto de 2016.
Para ello, el plan requería del posicionamiento mediático de que en Venezuela existía una «crisis humanitaria» (por falta de alimentos, medicamentos, agua y electricidad) y una matriz de opinión que manejara a nivel internacional el escenario de que el país estaba «cerca del colapso» y de una «implosión».
Sustento de las guerras asimétricas o híbridas y los «golpes blandos» o «institucionales» de nuestros días (como el golpe de Estado parlamentario-judicial-policial-mediático contra Dilma Rousseff en Brasil), la doctrina de espectro completo −citando a Tidd− emplea «recursos diplomáticos, de información, militares, económicos, financieros, de inteligencia y jurídicos», y echa mano de grandes corporaciones y lobbys empresariales, operadores políticos de la derecha internacional y sus intelectuales orgánicos, actores no estatales (ONGs), jerarcas de la Iglesia católica y agrupaciones estudiantiles.
Como denunció Marcos Roitman, el centro de maniobras en el terreno es la embajada de Estados Unidos en Caracas. Hasta allí llegan agentes de inteligencia estadunidenses desplegados en América Latina a coordinarse con Tenny Spith, militar de alto grado, perteneciente a la Agencia de Inteligencia para la Defensa (DIA), y Rita Buck Rico, adscrita a la sección de asuntos políticos de los servicios exteriores.
Pero como la guerra psicológica es un componente esencial de los conflictos asimétricos (toda intervención internacional es precedida por una guerra mediática), a través de la Agencia de Inteligencia para la Defensa (DIA), el Pentágono ha logrado articular en la etapa una vasta plataforma comunicacional (TV, circuitos radiales, prensa escrita, redes digitales) desde donde lanza campañas de intoxicación desinformativas (terrorismo mediático, propaganda negra y bullying permanente) contra Venezuela.
Es en ese marco que hay que inscribir el papel de Almagro como peón de Washington, que cobraría vuelo a partir de mayo de 2016, cuando en vísperas de la 46ª. Asamblea General de la OEA calificó a Maduro como «dictadorzuelo» e intensificó sus labores de cabildeo con la finalidad de echar a andar la aplicación de la Carta Democrática Interamericana contra Venezuela.
El «principismo» de Almagro y su ADN blanco
Fue en ese contexto, que el 10 de junio siguiente, el ex presidente uruguayo José Mujica hizo pública una carta que le enviara a Almagro el 18 de noviembre de 2015, donde le decía que los reiterados «hechos» le habían demostrado que se había equivocado al apoyarlo en su candidatura a la OEA, y que frente a «tus silencios» sobre Haití, Guatemala y Paraguay, «entiendo que sin decírmelo, me dijiste ‘adiós’.»
Mujica ponía el acento en que había que servir como «puente» entre todos los venezolanos. «Venezuela nos necesita como albañiles y no como jueces», le dijo a Almagro. Y le advirtió que otra alternativa a la autodeterminación podría tener «fines trágicos» para la democracia real venezolana. Culminaba su misiva, señalando: «Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós y me despido».
Sobre ese diferendo con Pepe Mujica, Almagro ha guardado silencio. Elípticamente ha dicho que ha sido «coherente» y que no ha cambiado sus posiciones «ni medio milímetro». Durante años militó en el Partido Nacional (o Blanco), y en 1999 se sumó al Movimiento de Participación Popular, el frente de masas de los tupamaros a la salida de la dictadura militar, donde se fue acercando a las posiciones mujiquistas.
No obstante, en su ADN político Almagro nunca dejó de ser «blanco». Y tras su llegada a la OEA se ha refugiado en el «nacionalismo principista», «liberal», y en el «respeto a las leyes» para reforzar la «democracia». El mismo «principismo» y «respeto» a las leyes que en enero de 1962 llevaron a los dirigentes del gubernamental Partido Nacional, Benito Nardone y Eduardo Víctor Haedo, a vender el voto de Uruguay al entonces secretario de Estado estadunidense, Dean Rusk, para expulsar a Cuba del organismo.
Entonces, como ahora, Estados Unidos sólo aceptaba la obediencia ciega de los presidentes de los países del área. Con la zanahoria de los recursos de la Alianza para el Progreso de la administración Kennedy, en la conferencia de San Rafael, en Punta del Este, Uruguay, tras varios meses de poner en cuarentena al gobierno de Fidel Castro, Washington logró expulsar a Cuba de la OEA con los mismos medios de persuasión que en el presente: con espionaje, amenazas, sobornos y chantajes.
El voto de Haití, bajo la dictadura de Duvalier, costó 15 millones de dólares y un hospital. Y a última hora, después de reunirse con los consejeros del Partido Nacional, Haedo y Nardone, y negociar préstamos y modalidades, mister Rusk consiguió el voto decisivo. Como señaló la prensa de entonces, «el gobierno uruguayo vendió el voto del país a cambio de un puñado de dólares en un año electoral» (Diario Acción, 31 de enero de 1962).
El servilismo de Peña Nieto y Videgaray
Ya entonces, la OEA era una farsa jurídica piadosamente aceptada por algunos países y tolerada forzosamente por otros. A diferencia del presente −cuando el presidente Enrique Peña Nieto y su canciller Luis Videgaray se han convertido en la punta de lanza de la administración Trump en la OEA para agredir a Venezuela−, México, representado dignamente por Manuel Tello, fue el único país que no se sometió a los dictados de Washington y siguió manteniendo relaciones diplomáticas con Cuba revolucionaria.
En la actualidad, la diplomacia de guerra de Washington al servicio de las corporaciones petroleras, ha logrado articular a Almagro con Peña Nieto y Videgaray, quienes han puesto a México como centro de operaciones de la contrarrevolución en Cuba y Venezuela.
En la coyuntura, la misión encomendada a Videgaray ha sido desplazar la mesa de diálogo entre el gobierno de Maduro y la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD), auspiciada por la Unasur y El Vaticano, bajo la observancia de los ex presidentes de Estado y de Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos, y poner en escena lo que Estados Unidos denominó como «grupo de amigos» de Venezuela, como vía para abrir una etapa de tutelaje bajo los parámetros de la OEA, conducente a legitimar una resolución violenta y no constitucional del conflicto interno venezolano, ya sea a través de la guerra financiera o una invasión militar directa bajo disfraz «humanitario».
Dicha articulación incluyó la visita de Almagro a México, el 30 de marzo, donde participó como moderador en el panel sobre el «Rol de los jóvenes en la democracia de América Latina», convocado por el Tecnológico de Monterrey y la fundación checa Forum 2000, que recibe financiamiento de la Fundación Nacional para la Democracia (NED pos sus siglas en inglés), vieja tapadera de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Como señalaron Lorenzo Meyer, John Saxe-Fernández, Héctor Díaz Polanco y un grupo de intelectuales mexicanos, ni siquiera el presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza de Tlatelolco en 1968, se sometió a los dictados de Washington, y hoy, Peña Nieto y Videgaray, en lugar de buscar enfrentar la construcción del muro de la ignominia, de manera «servil» ante Donald Trump, «enemigo declarado» de México, encabezan en la OEA al grupo de países con gobiernos sumisos ante el golpeteo estadunidense contra Venezuela.
Como dijo la canciller venezolana Delcy Rodríguez recuperando una frase de Julio Cortázar, «estamos en la hora de los chacales y las hienas». Los chacales van por el petróleo venezolano y las hienas por lo que sobre del festín.
Aunque los afanes de Videgaray encubren otras razones: busca servir a los pesos pesados del jefe de la Casa Blanca, los secretarios de Comercio y de Estado Wilbur Ross y Rex Tillerson, y el consejero comercial del presidente Trump, Peter Navarro, de cara a la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Y de paso, con el apoyo del yerno del jefe de la Oficina Oval, Jared Kushner, Videgaray, quien llegó a la Cancillería con el visto bueno de Trump, quiere ser palomeado ahora como candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), a los comicios presidenciales de 2018 en México.
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