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El Proyecto de Constitución Europea a referéndum: diez razones para decir que no

Fuentes: Rebelión

El gobierno español ha anunciado la celebración de un referéndum sobre el Proyecto de Constitución Europea para febrero de 2005. La consulta es inminente y la información disponible escasa. En su versión definitiva, adoptada el pasado 18 de junio, el Tratado aparece como un instrumento que restringe enormemente la posibilidad de impulsar, tanto en el […]

El gobierno español ha anunciado la celebración de un referéndum sobre el Proyecto de Constitución Europea para febrero de 2005. La consulta es inminente y la información disponible escasa. En su versión definitiva, adoptada el pasado 18 de junio, el Tratado aparece como un instrumento que restringe enormemente la posibilidad de impulsar, tanto en el ámbito europeo como en el interior de los Estados miembros, políticas económicas y sociales alternativas a las consagradas hasta el momento. Aunque tuvieran el respaldo de los electores. Lo que está en juego, por tanto, es de trascendental importancia y afectará la vida cotidiana de millones de personas en el continente y en el mundo.

El oficialismo ha dejado entrever, de manera más o menos velada, su intención de hacer campaña institucional a favor del «sí». Sin embargo, son muchas las voces que, desde movimientos sociales y colectivos ligados a la izquierda social y política, han venido defendiendo la necesidad de un pronunciamiento categórico en contra del Proyecto de Constitución. Las líneas que siguen pretenden exponer sintéticamente los argumentos más usuales esgrimidos por los defensores del Proyecto, incluidos los de aquellos que se reconocen partidarios de un «sí crítico», y dar cuenta de las razones que se oponen, desde un europeísmo alternativo, a los mismos. Se intenta así contribuir a un debate que, en un contexto como el actual, corre serios riesgos de diluirse en la autocomplacencia, las falsas opciones o la simple indiferencia.

1) «Este Proyecto constituye un significativo paso adelante en la construcción social y democrática de Europa».

Para justificar esta afirmación, los partidarios del «sí» invocan la presencia en el texto de valores y objetivos como la solidaridad, la igualdad, la lucha contra la pobreza, el respeto por el medio ambiente o la cohesión territorial. También esgrimen cuestiones como la incorporación de la Carta de derechos de Niza, el aumento de competencias codecisorias del Parlamento o la previsión, en materia participativa, de un derecho de iniciativa ciudadana.

Contemplada con rigor, sin embargo, la Europa que consagra el Proyecto no es ni más social ni más democrática de lo que había hasta ahora. Las disposiciones arriba mencionadas ocupan un lugar marginal en la letra y en el espíritu del Proyecto y se encuentran subordinadas a lo que es su auténtico núcleo ideológico: el otorgamiento de rango «constitucional» a la Europa neoliberal, elitista y tecnocrática construida, al menos, desde el Tratado de Maastricht.

La declarada aspiración por afianzar un «mercado libre y no falseado», «altamente competitivo», reduce los objetivos sociales a poco más que retórica. Los verdaderos énfasis del Proyecto se sitúan en otro plano: la estabilidad de precios, el empeño obsesivo en la ausencia de déficit o la independencia del Banco Central, ahora constitucionalizados. Ningún criterio de convergencia, en cambio, se prevé en materia de salarios, nivel de empleo, o respeto por los estándares ecológicos.

La Parte III, expresión auténtica del modelo económico neoliberal asumido por el Proyecto, recoge con detalle la mayoría de los preceptos que hicieron posibles las privatizaciones y el desmantelamiento de los servicios públicos en los últimos años. Contra las previsiones optimistas de algunos partidos socialdemócratas y de los Verdes, su médula ideológica no ha hecho sino afianzarse en cada modificación del Proyecto realizada a instancia de los ejecutivos estatales. Como contrapartida, la Carta de derechos de Niza -uno de los supuestos puntos fuertes de los defensores del sí- se incorpora con un alcance devaluado, sobre todo en materia de derechos sociales. De manera similar, se mantiene el poder de veto de los Estados en materia fiscal, se diluyen las posibilidades de control del fraude y poco o nada se avanza en materia de políticas sociales comunitarias.

Desde el punto de vista institucional, el «paso adelante» es igualmente imperceptible. Las nuevas facultades de codecisión reconocidas al Parlamento Europeo constituyen un avance insignificante en un entramado institucional que, tras cincuenta años de integración, continúa otorgando una evidente primacía a órganos técnicos o desprovistos de controles democráticos efectivos como el Consejo de Ministros, la Comisión o el Tribunal de Justicia. Otro tanto puede decirse de los derechos de participación. El tan aireado derecho de propuesta ciudadana previsto en el Proyecto fue arrancado a regañadientes a la Convención que lo elaboró, y es una versión restrictiva de lo que debería haber sido una auténtica iniciativa legislativa popular. Muy poco, en definitiva, para revertir el déficit estructural de participación que aqueja a la Unión desde hace décadas, y que ha quedado de manifiesto de forma rotunda en las últimas elecciones al Parlamento europeo.

2) «Votar afirmativamente comportaría un sensible avance en la dirección de una Europa federal, más unida, y una manera de superar el anacrónico predominio de los Estados nacionales».

En realidad, si alguien sale fortalecido con este Proyecto son los Estados nacionales, y más concretamente, sus respectivos poderes ejecutivos, que con el entramado institucional propuesto consiguen librarse aún más de la incómoda tutela de los parlamentos respectivos. Si el actual Proyecto pudiera vincularse a algún esquema federal, sería a un federalismo, no democrático, sino simplemente intergubernamental, en el que los Estados mantienen un fuerte poder de veto en casi todo lo que no sea afianzamiento del mercado único y profundización de las políticas monetaristas. Ese es, precisamente, el ánimo que alienta la exigencia de unanimidad en materia fiscal, así como los acuerdos finalmente alcanzados para la adopción de decisiones por mayoría cualificada. Y es que lo que se consagra, en definitiva, es una Europa más unida sólo en aquello que permite consolidar el modelo neoliberal. En lo demás, queda servida la posibilidad del dumping social y de la disputa entre los Estados miembros por ofrecer a los capitales privados las mejores condiciones laborales, sanitarias o ecológicas para rentabilizar sus inversiones.

El argumento del anacronismo de los Estados nacionales y de la necesidad de superarlos tampoco funciona cuando se trata del reconocimiento de los derechos de los diferentes pueblos europeos. Como resultado de la obstinación del Partido Popular de José María Aznar, y con la complicidad del Partido Socialista, el Proyecto incorporó el principio de intangibilidad de las fronteras estatales, lo que bloquea toda posibilidad de actualización del derecho a la autodeterminación para aquellos pueblos que la soliciten. A pesar de la retórica propagandística en torno a una Europa «unida en la diversidad», son mínimos los avances institucionales obtenidos por las naciones minoritarias y, en general, por las llamadas regiones con capacidad legislativa. La elaboración de un Tratado constitucional podría haber sido una gran oportunidad para articular una auténtica Cámara de los Pueblos y las Regiones de Europa. Sin embargo, todo lo que se consigue es el mantenimiento, con modificaciones menores, de un Comité de las Regiones de probada ineficacia. En ese contexto, la posibilidad de traducción del Proyecto a diferentes lenguas europeas refleja más un acto de mala conciencia que una disposición genuina a reconocer la realidad plurinacional, multicultural y plurilingüe de Europa.

3) «La adopción de este Proyecto de Constitución permitirá avanzar en la articulación de una Europa con voz propia en el mundo, comprometida con el derecho internacional y autónoma frente a los Estados Unidos».

Lo cierto es que este Proyecto no se separa en nada de una Unión que en los últimos años ha sido todo menos un actor independiente en las relaciones internacionales. Esta Europa ha exhibido una dócil complicidad frente a la mayoría de las «nuevas guerras» emprendidas por los Estados Unidos tras el fin de la guerra fría. Desde la del Golfo y la ex-Yugoslavia hasta la de Afganistán. Además, tras el 11 de septiembre, ha aprovechado la obsesión securitaria promovida desde Washington para recortar sin complejos derechos y libertades fundamentales y para destinar millones de euros a la actuación militar y policial con la excusa de la lucha anti-terrorista. El Informe elaborado por Javier Solana -firme candidato a Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión en caso de aprobarse la Constitución- es una muestra significativa del impacto que la política anti-terrorista diseñada por la Administración ha tenido en la visión europea del panorama internacional.

Junto a las formales declaraciones de adhesión a la paz y al derecho internacional, se consagra el «respeto» a las obligaciones contraídas con la OTAN, una organización que ni siquiera es específicamente europea ¿Son éstas las señales de autonomía a las que se refieren los defensores del Proyecto? Y la Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares, destinada entre otros objetivos a «reforzar la base industrial y tecnológica del sector de defensa» y a «aumentar la rentabilidad de los gastos militares»: ¿es el instrumento de paz que anuncian quienes piden el voto por el sí?

El intento de presentar una Europa apoyada en el eje franco-alemán como alternativa a una Europa simplemente anglosajona carece de bases empíricas creíbles. Más allá de las divergencias geoestratégicas puestas de manifiesto con la guerra de Irak, los gobiernos que, cada tanto, se prodigan en exhibiciones de fe «anti-americanista», han sido decididos impulsores de la «americanización» social y política de sus países y de Europa. Apoyaron el giro neoliberal y militarista presente en los Tratados de Maastricht, Amsterdam y Niza. Y no han presentado oposición alguna a su consolidación en el actual Proyecto de Constitución. Para despejar toda duda al respecto, el recién elegido presidente de la Comisión, José Durao Barroso, anfitrión de la tristemente célebre Cumbre de las Azores, ha defendido con orgullo la vocación atlantista que el nuevo ejecutivo pretende imprimir a la Unión durante los próximos cinco años.

Mírese por donde se mire, la supuesta contraposición entre una «Europa potencia» y una «Europa subordinada», ambas dedicadas a recortar gastos sociales y a destinar millones de euros a fabricar nuevas armas bajo la égida de la OTAN, es más bien una disputa propagandística entre versiones hermanas que sólo de forma muy coyuntural pueden considerarse enfrentadas.

4) «Votar por el sí constituye un corolario obligado de la reciente incorporación de diez países del Este y un deber de solidaridad con los nuevos vecinos».

Ciertamente, la ampliación al Este es un elemento central para explicar el actual impulso constitucional. La necesidad de adaptar institucionalmente la Unión a 25 países exigía reformas importantes en la composición y formas de funcionamiento del Parlamento, la Comisión o el Consejo. Sin embargo, ninguna de las incorporadas ha obedecido a una preocupación por la situación política y social de los países del Este. De hecho, aunque la ampliación en sentido político comenzara a acelerarse a partir de 1999, con el Consejo de Helsinki, la utilización de Europa del Este como un mercado liberalizado y como escenario de aventuras auténticamente neocoloniales ya era una realidad mucho antes.

Según el discurso oficial, estas lecturas críticas pecan por exageración. Como ocurrió con España y Portugal -aseguran- los países del Este acabarán por superar su atraso y se engancharán a la «locomotora europea». El argumento, no obstante, resulta muy poco convincente. Por un lado, los criterios de convergencia exigidos a los candidatos del Este han sido mucho más duros que los que en su momento se demandó a los países de Europa del Sur. Por otra parte, esta ampliación se hará con menos dinero que nunca, y los prometidos fondos europeos llegarán con cuentagotas.

En el Proyecto de Constitución no hay nada que sugiera la reversión de este horizonte en el corto y mediano plazo. Es más: cientos de miles de trabajadores y trabajadoras del Este no podrán durante años ejercer su derecho a la libre circulación y a la residencia en otros países de la Unión. A quince años de la caída del Muro de Berlín, se erige así un nuevo Muro, esta vez jurídico y con respaldo policial ¿Cómo sorprenderse, luego, de que en las primeras elecciones europeas los índices de participación no hayan alcanzado ni el 30% en algunos de los nuevos países miembros?

5) «Con todos sus límites, desde un punto de vista jurídico formal se está antes frente a un nuevo Tratado que delante de una auténtica Constitución. Carece de sentido, por tanto, dramatizar en torno a una mera reunión y simplificación de los Tratados anteriores que no merece ni excesivos honores ni excesivas críticas».

En efecto, si se presta atención a los mecanismos escogidos para la elaboración, aprobación y eventual reforma del Proyecto, todo parece indicar que se está antes frente a un nuevo Tratado que ante una Constitución en sentido estricto. Por otra parte, en la medida en que el Proyecto no supone ruptura alguna, sino todo lo contrario, con las grandes líneas políticas y económicas que han guiado hasta ahora el proceso de integración, se trata de una propuesta que no «constituye» nada, sino que se limita a recoger y a plasmar en un texto único lo ya «constituido».

Dicho esto, sin embargo, sería un error ceñirse a una perspectiva juridicista tan estrecha, subestimando el alcance simbólico de sus intenciones o de la terminología escogida. Un texto que se presenta con la intención de establecer una Constitución para Europa y que exigirá el acuerdo de 25 países en caso de que se quieran introducir modificaciones sustanciales no puede considerarse un simple Tratado más.

Si lo fuera, ¿por qué echarse las manos a la cabeza cuando se plantea su eventual rechazo? Es cuando menos paradójico minimizar el alcance jurídico-político del Proyecto al mismo tiempo que se predica el caos en el caso de su no aprobación.

6) «No se trata de un texto perfecto pero sí perfectible. Aprobarlo sería evitar que se desperdiciaran sus mejores previsiones sin por eso renunciar a modificar luego su espíritu neoliberal y elitista».

Al igual que en el punto anterior, el argumento que llama a votar la Constitución, aunque en el fondo no guste, para posteriormente abogar por su reforma, resulta endeble desde una perspectiva lógica y suicida desde un punto de vista político. El Proyecto adoptado en la Cumbre de Irlanda es un texto destinado a perdurar (durante 50 años, en palabras del presidente de la Convención, Valery Giscard d’Estaing). Su revisión jurídica, pero sobre todo política, será por tanto muy complicada una vez aprobado.

¿Qué intenta sugerir este argumento? ¿Consentir la constitucionalización de un status degradado para las personas inmigradas y correr, al día siguiente de la aprobación del Proyecto, a exigir la incorporación de una ciudadanía de residencia en 25 países? Difícil ¿Apoyar un texto que consagra las políticas productivistas y neoliberales de los últimos 30 años para luego exigir frenos ecológicos y criterios de convergencia sociales y laborales? Espinosa tarea ¿Aceptar la constitucionalización del rearme europeo y el respeto de los compromisos adquiridos con la OTAN para manifestarse al día siguiente contra la guerra y por una Europa pacífica? Ingenuo, o simplemente cínico.

En realidad, desde la propuesta inicial de Constitución presentada por la Convención en junio de 2003 -y dejando de lado algunos ligeros retoques introducidos en materia de igualdad entre hombres y mujeres- el texto del Proyecto ha ido sufriendo progresivos recortes en su alcance social, democrático y europeísta. En la versión consolidada que se someterá a referéndum, por ejemplo, abundan los mecanismos que permiten a diferentes países -comenzando por el Reino Unido- disponer de reglas ad hoc y de una Europa, en definitiva, «a la carta»: desde las «líneas rojas» a los «frenos de emergencia» y las «cooperaciones reforzadas» ¿Qué tendría que ocurrir, qué retrocesos tendrían que producirse para que los partidarios del «sí a cualquier precio» y del «paso adelante» dijeran que no a esta Constitución y volcaran sus energías al impulso de un proyecto constituyente alternativo?

7) «Un voto negativo supondría quedarse empantanados en el lodazal todavía más neoliberal y tecnocrático que supone el Tratado de Niza. Hay que elegir: o esto, o el caos y la Europa de las múltiples velocidades».

El problema aquí es que el caos y las «diferentes velocidades» ya están instalados en la Unión. Es más: han sido provocados por los mismos partidarios de este Proyecto, que ahora instan a apoyarlo, precisamente, para escapar a la síntesis «Niza + ampliación» creada por ellos. Ahora bien, si el Tratado de Niza, que en cualquier caso regirá hasta el año 2009, era tan malo, ¿por qué se obligó a Irlanda a repetir la votación cuando en el referéndum inicial lo había rechazado? ¿por qué tanto empeño en la ratificación de un Tratado tan terrible?

Cualquiera sea la perspectiva que se adopte, resulta impensable un escenario en el que el voto por el «no» se tradujera en un pacífico regreso al reino de Niza y al statu quo. Y es que una Europa de 25 países no podría funcionar con las reglas políticas y económicas previstas en Niza. De hecho, si el Proyecto se rechazara lo que tendría lugar sería una crisis de legitimidad tan honda que obligaría a rediscutir las bases de funcionamiento de la propia Unión. En un contexto así, negarse a rechazar un Proyecto mediocre por temor a una crisis es desconocer que sólo una crisis podría permitir detener la deriva anti-social, elitista y militarista de la Unión para recomenzar sobre bases más fecundas.

8) «Con todas las insuficiencias que se quiera, no se puede esperar a que exista un pueblo europeo para avanzar en la constitucionalización de la Unión. Tener una Constitución es fundamental para inducir el surgimiento de una esfera pública hoy inexistente y sin la cual Europa no será posible».

A diferencia del argumento que subestima el alcance político y simbólico de la expresión «Constitución», éste la exagera. Sin duda, la utilización del término Constitución, con toda la carga emotiva que encierra, persigue obtener de los ciudadanos el reconocimiento que ni la fría burocracia de Bruselas ni las alejadas Cumbres Intergubernamentales han conseguido granjearse hasta ahora. Sin embargo, la simple apelación a la palabra Constitución no basta para derivar de ella un contenido positivo desde el punto de vista normativo. Hay constituciones más bien sociales y constituciones neoliberales; hay constituciones democráticas y constituciones tecnocráticas. Ésta, precisamente, se encuentra más bien entre las segundas.

Tampoco se trata, naturalmente, de esperar el surgimiento de un «pueblo europeo» homogéneo y acabado como condición para admitir el debate constitucional. Lo que ocurre es que es resulta difícil sostener que este Proyecto de Constitución en concreto pueda actuar como catalizador, como inductor de una auténtica esfera pública europea. Un argumento similar se utilizó ya a propósito del Tratado de Maastricht: «la aceptación de la Unión monetaria y de los criterios de convergencia traerá consigo, finalmente, la Unión política y social». A más de diez años de aquel Tratado, sin embargo, ni una ni otra han llegado, como recuerda el propio Jacques Delors, uno de los más reputados valedores de esa idea.

En realidad, una discusión constitucional que se reduzca a la conveniencia o no de un determinado reparto de votos, que se agote en reformas institucionales de tipo técnico o que sirva para consolidar un modelo económico que está lejos de dar los frutos anunciados por sus defensores, no conseguirá entusiasmar a los millones de personas que creen que otra Europa es posible.

Para devolver a los pueblos y a los habitantes de Europa un debate confiscado por los especialistas, los ejecutivos estatales y la burocracia de Bruselas, hace falta abrir un auténtico proceso constituyente democrático, con una pedagogía alternativa que permita involucrar a amplios sectores de la sociedad en la redefinición de la idea de Europa ¿Cómo aspira a conseguirlo, por dar sólo un ejemplo, un Proyecto que prácticamente condena al olvido a los más de veinte millones de trabajadoras y trabajadores inmigrantes que con su esfuerzo contribuyen a la prosperidad del continente?

9) «Votar por el no sería quedar aislados y hacerle el juego a la derecha anti-europeísta»

En ciertos sectores críticos, el temor a quedar identificados con el anti-europeísmo de Le Pen o de los conservadores británicos actúa como una mordaza que desactiva hasta el más mínimo amago de objeción de fondo al Proyecto y que conduce de modo inexorable a la claudicación. Sin embargo, la lógica simplista y manipuladora según la cual se está con esta Europa y con esta Constitución o se está contra Europa y contra toda Constitución, no es en absoluto de recibo. Sólo desde el sofisma interesado se puede identificar un texto que ni siquiera es más europeo que los Tratados ya existentes con la adhesión, por ejemplo, al repliegue soberanista al Estado nacional.

En realidad, han sido los críticos más radicales de este Proyecto – Asambleas de Mujeres, plataformas pacifistas, colectivos de defensa de los sin papeles, sectores críticos del sindicalismo- los primeros en plantear, en la teoría y en la práctica, la necesidad de más Europa, pero de otra Europa.

De lo que se trata, en realidad, es de impedir que sean el populismo conservador y la extrema derecha quienes capitalicen el desencanto y la defección que esta Europa neoliberal y tecnócrata genera en buena parte de sus habitantes, comenzando por muchos de los que se encuentran en situaciones de abierta vulnerabilidad. Y para ello no puede apostarse por dar el «sí» -con todos los matices que se quieran- a un texto que Aznar, Chirac, Berlusconi o Barroso suscribirían sin reparo alguno de fondo, justamente porque en él la derecha conservadora no ha cedido prácticamente nada.

10) «Es demasiado tarde para modificaciones. Esta es la única alternativa posible y todo lo demás vana utopía»

Este argumento resulta inaceptable desde un punto de vista democrático. Si la derecha y el euroescepticismo conservador lo hubieran asumido como propio no habrían conseguido, en cada Cumbre Intergubernamental, la rebaja de los aspectos más europeístas, más sociales y más democráticos recogidos en el Proyecto inicial de la Convención ¡Hasta encontraron la grieta para suprimir, por demasiado radical, la frase de Tucídides («Nuestra Constitución…se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría») con la que se abría el Preámbulo!

En un contexto como el actual, lo único «utópico» es pensar que las cosas seguirán como hasta ahora, que la actual Europa tecnocrática y elitista podrá sobrevivir, de espaldas a sus habitantes, sin alteraciones sustanciales. Y lo único «real», por tanto, es lo que vaya a surgir, por lo pronto, del veredicto de las urnas el día del referéndum, y en general, del debate y de las movilizaciones sociales que surjan en torno al Proyecto.

De aquí a finales de 2009, fecha de entrada en vigor de la Constitución, es mucho lo que queda por hacer. Lo primero, convertir el rechazo a este Proyecto en impulso de un nuevo proceso constituyente que otorgue a la idea de Europa genuinas credenciales democráticas. Un proceso de estas características debería basarse en un mandato de la ciudadanía del conjunto de la Unión a una Asamblea encargada de elaborar un nuevo Proyecto de Constitución. Posteriormente, ese Proyecto debería ser sometido al debate de los Parlamentos estatales y de la ciudadanía de los Estados. Con arreglo a lo allí decidido, debería ser enmendado y reelaborado por la Asamblea Constituyente para finalmente ser sometido a referéndum en todos los Estados miembros.

Lo segundo es trazar, a partir de la impugnación del contenido del actual Proyecto, las líneas generales de lo que debería ser una Europa alternativa. Frente al argumento «del mal» menor con el que se intenta legitimar el actual modelo oligárquico y elitista de integración, sería necesario, entre otras cuestiones: a) repensar los complejos desafíos de un federalismo europeo democrático y no simplemente intergubernamental, que otorgue un papel central al Parlamento y sea capaz de articular una auténtica segunda Cámara de los Pueblos y las regiones; b) plantear una lectura radical, de abajo arriba, del principio de subsidiariedad, de la autogestión y de la democracia participativa en diferentes escalas, comenzando por el ámbito municipal; c) impulsar, frente a la Europa del «Espíritu de Lisboa», una Europa social fundada en la armonización hacia arriba de los derechos sociales, en la reducción del tiempo de trabajo y en el impulso de empleos «verdes» socialmente útiles y sostenibles, en la reconstrucción de servicios públicos de calidad, en el derecho a una renta básica, en la solidaridad interterritorial y, sobre todo, en una fiscalidad europea suficiente basada en el principio de progresividad y en el control de los capitales especulativos; d) propiciar una auténtica Europa de la igualdad en la diversidad, que de pleno reconocimiento a su realidad plurinacional, pluricultural, y plurilingüística, que admita el derecho a la autodeterminación y apueste por una ciudadanía de residencia a partir de la cual puedan dialogar y encontrarse «viejos» y «nuevos» europeos, de culturas y civilizaciones diversas; e) defender una Europa basada en el acceso a la igualdad plena y a la autonomía de las mujeres y de las minorías sexuales, frente a la Europa discriminatoria y patriarcal; f) asumir las exigencias de una Europa autónoma y pacífica, libre de armas de destrucción masiva, de misiones neo-coloniales y capaz de bregar por la disolución de alianzas militares como la OTAN; g) hacer propio, en definitiva, el proyecto de una Europa ecológicamente sostenible, austera y creativa, capaz de asumir sus responsabilidades con las generaciones futuras y de compatibilizar sus formas de consumo, transporte y producción con el bienestar, y no con la ruina, del resto del pueblos del planeta.

Sólo una Europa de estas características podría exorcizar de manera creíble los fantasmas del militarismo, del racismo y del nacionalismo agresivo, ponerse al servicio de un internacionalismo de nuevo cuño y ganarse, en definitiva, el compromiso de millones de mujeres y hombres que hoy no creen en ella.