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El sobre de la duda (reflexiones de un particular sobre la Constitución europea)

Fuentes: Rebelión

Algunas mañanas, cuando cruzo la madrileña plaza de Cibeles por su paso subterráneo, veo a varias personas tumbadas en los márgenes del túnel, aún arrebujadas con sus mantas y cobertores, sobre sus lechos de cartón. En el gesto del sueño hay una diferencia entre el vagabundo y nosotros. En la cama solemos dejar al descubierto […]

Algunas mañanas, cuando cruzo la madrileña plaza de Cibeles por su paso subterráneo, veo a varias personas tumbadas en los márgenes del túnel, aún arrebujadas con sus mantas y cobertores, sobre sus lechos de cartón. En el gesto del sueño hay una diferencia entre el vagabundo y nosotros. En la cama solemos dejar al descubierto la cabeza, la cara, incluso los brazos, mientras que los vagabundos suelen taparse por completo, quedando ocultos a la vista de los transeúntes.

La Constitución española de 1978, en su artículo 47, establece el derecho a «disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Asimismo, establece que «los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación». Pese a ello, en los ocho últimos años el precio medio de la vivienda en Madrid se ha multiplicado casi por tres. Los excluidos «sin techo» conforman una estampa habitual y muchos jóvenes entrados en la treintena permanecen en el domicilio de sus progenitores. Esta asimetría entre lo que la ley fundamental promete y lo que la realidad nos impone, puede contribuir a explicar esa actitud política general de los españoles que Javier Tusell ha definido como «democratismo cínico».

El próximo 20 de febrero hemos sido convocados a las urnas para emitir nuestro dictamen sobre la Constitución europea. En las próximas semanas veremos a menudo la bandera azul con doce estrellas doradas y escucharemos la melodía de Europa, el «Himno a la alegría», de la Novena sinfonía de Beethoven. De nuestro europeísmo incondicional, hay una nueva prueba: aunque a finales del año recién pasado el 84 por ciento de los españoles afirmaba desconocer el texto, un 42 por ciento ya se mostraba a favor de él. Nuestro descreimiento ante la calidad de la democracia doméstica se convierte en confianza cuando se juega en el terreno europeo.

Las últimas semanas he asistido a varios actos sobre la Constitución convocados por organizaciones diversas e incluso antagónicas, a derecha e izquierda. En ningún caso había más de unas pocas decenas de personas, ese tipo de ambiente en el que un carraspeo o el crujido de la envoltura de un caramelo suenan como una acusación. Por encima de todas, los valedores del texto hacían una recomendación: «Lean el texto. Lean el texto», insistían. Si no se quiere quedar mal cuando se recomienda encarecidamente un libro de trescientas páginas, hay que estar convencido o de que es muy bueno o de que no se va a leer.

Una primera toma de contacto con el texto arroja ya varias diferencias respecto a, por ejemplo, la Constitución española. Mientras que ésta, inusualmente larga, tiene una extensión de unos 110.000 caracteres y cuenta con 169 artículos, la europea se extiende hasta casi 450.000 caracteres y se compone de 448 artículos. Otro dato interesante: en el texto europeo la palabra «artículo» se utiliza 863 veces. Como muestra, el botón del apartado c) del artículo III-192, donde se expone que entre las funciones del Comité se halla la de:

«contribuir, sin perjuicio del artículo III-344, a la preparación de los trabajos del Consejo a que se refieren el artículo III-159, los apartados 2, 3, 4 y 6 del artículo III-179, los artículos III-180, III-183 y III-184, el apartado 6 del artículo III-185, el apartado 2 del artículo III-186, los apartados 3 y 4 del artículo III-187, los artículos III-191, III-196, los apartados 2 y 3 del artículo III-198, el artículo III-201, los apartados 2 y 3 del artículo III-202 y los artículos III-322 y III-326, y llevar a cabo otras funciones consultivas y preparatorias que le encomiende el Consejo».

Esto me ha traído a la memoria a don Quijote, pues «con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello».

Pero hablemos de política.

El 9 de mayo de 1950, con los rescoldos aún calientes del desastre de la Segunda Guerra Mundial, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, lanzó su propuesta de compartir el acero y el carbón, a fin de evitar una nueva guerra por los recursos entre las potencias europeas. Seis países integraron esta Comunidad Europea del Carbón y el Acero: Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos. Años después, en 1957, la Unión Europea inició su andadura institucional, cuando los jefes de estado de estos mismos países firmaron en Roma el tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea, «resueltos a sentar las bases de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos». Posteriormente, entre 1973 y 2004, se fueron sumando otros 19, hasta conformar los 25 miembros actuales: un enorme mercado de unos 455 millones de personas, cuyo producto interior bruto supone aproximadamente el 29 por ciento del total mundial.

La Unión Europea es, por lo tanto, un gigante económico, pero un gigante descabezado, descoordinado, que tropieza con los muebles y a veces se pisa un pie con el otro. La invasión de Irak por Estados Unidos ha dejado en evidencia esta descoordinación. Mientras unos estados europeos secundaban a Estados Unidos, otros se oponían y ejercían su influencia en instituciones internacionales. El riesgo de una descomposición de la unión económica por causa de la desunión diplomática no ha sido menor.

Con la excepción de los ultraliberales, que recelan de unas instituciones que podrían hacer sombra a un mercado desregulado, y de los nacionalistas euroescépticos, que consideran (en esto aciertan) que la Unión Europea implica el fin de las identidades nacionales excluyentes, el resto del espectro político coincide en desear una Europa capaz de coordinar políticas comunes. Pero la coincidencia empieza y acaba aquí, porque ¿cuáles deben ser esas políticas comunes?

Con frecuencia se habla de un modelo europeo diferenciado. Varios países europeos, sobre todo los escandinavos y Holanda, desarrollaron a partir de la Segunda Guerra Mundial un sistema de economía mixta. El estado del bienestar ha garantizado unas condiciones básicas de educación, sanidad e ingresos para todos sus ciudadanos. Fuera de Europa, este modelo sólo ha hallado equivalencia en países como Canadá o Australia. Pero en la actualidad, el debate se plantea en términos de oposición entre el modelo representado por Estados Unidos y el que representaría la Unión Europea.

Los partidarios del modelo estadounidense argumentan que su modelo económico es más eficiente y que, de hecho, él lo ha catapultado al liderazgo mundial. Pienso que esto no es exacto. La indiscutible preeminencia que Estados Unidos ha asumido desde la segunda mitad del siglo XX ha tenido otras causas tanto o más importantes. No atribuyamos a la parte, la economía, lo que es del todo, la historia: tras la debacle europea, Estados Unidos fue el heredero de la cultura, la ciencia, la tecnología europeas, de su conocimiento jurídico y político. Derrotadas las viejas potencias por sus propias tensiones internas, sólo Estados Unidos, cohesionado y desarrollado, podía tomar el relevo. El resto del mundo se hallaba inmerso en atrasos seculares o en procesos de descolonización, y Rusia y los países del este se aventuraban en un experimento de partido único que ignoraba la división de poderes, la necesidad de frenos y equilibrios y la centralidad del derecho, y que los abocaba a sistemas totalitarios y corruptos, como así fue.

Los mayores y más rigurosos críticos del modelo económico estadounidense son ciudadanos estadounidenses. Nadie conoce mejor los defectos de su casa que el anfitrión, aunque sean los visitantes los que luego los difundan.

En Los felices 90, publicado por Taurus en 2003, el economista Joseph Stiglitz, premio Nobel, hace un análisis sistemático de los procedimientos que han hecho de algunas grandes empresas de su país engranajes de ineficiencia, en beneficio exclusivo de unos pocos. Aunque prolijo en detalles técnicos, está escrito y traducido de modo impecable y resultará asequible para cualquier lector. Stiglitz apunta como causas inmediatas diversos mecanismos y lagunas legales que permitieron la «contabilidad creativa» o la arbitrariedad en la gestión. Las consecuencias más aparatosas fueron la quiebra de empresas que habían multiplicado su valor accionarial por varios dígitos y algunos escándalos muy conocidos, como el de Enron. Los partidarios de la privatización de la energía podrían leer los párrafos dedicados a los procedimientos seguidos por las compañías eléctricas liberalizadas. ¿Cómo era posible que existiendo competencia los precios y los beneficios subieran? La teoría clásica afirma que en una situación de competencia perfecta, los beneficios deben tender a cero. La práctica suele despreciar las teorías. Como aquellos viejos comerciantes de café que arrojaban su mercancía por la borda del barco, las compañías enviaban la energía fuera del estado para aumentar la escasez y, en consecuencia, los precios.

De la causa última de estos despropósitos también se ocupa Stiglitz. ¿Podía aumentarse la recaudación fiscal mediante la reducción de los impuestos? Eso es lo que se pretendió durante la presidencia de Reagan, a principios de los ochenta. Si las recetas neoliberales ya habían sido desechadas en el debate académico, no eran criterios de mera economía los que se imponían: «Por descontado que algunos creían entonces, y siguen creyendo, que ni siquiera los consejeros de Reagan fueron realmente unos entusiastas del vudú económico. Tenían otra agenda: crear los déficits que obligaran a reducir el gasto, reduciendo a su vez el papel del Estado».

Estos programas han tenido consecuencias sociales. Por ejemplo, en 1980 la compensación económica de los directores generales estadounidenses era 42 veces mayor que el salario del trabajador medio, 85 veces hacia 1990 y en el año 2000 hasta 500 veces mayor. Puede pensarse que estas diferencias de salario se deben a que cada uno gana lo que se merece; sin embargo, el presidente de Cisco seguía percibiendo seis millones de dólares el mismo año en que su empresa se declaró en quiebra. Podría pensarse, no obstante, que esto es compatible con la igualdad de oportunidades; sin embargo, de acuerdo con el Pew Hispanic Center, el colectivo de las personas de raza blanca en Estados Unidos es proporcionalmente 11 veces más rico que los hispanos y 14 veces más que los negros. Pese a todo, quizá siga pensándose que este sacrificio de la igualdad democrática es un mal necesario del que todos se benefician, porque con los excedentes de unas mesas se llenan los platos de otras. Tampoco esto es cierto: en la actualidad, más de cuarenta millones de personas carecen en Estados Unidos de seguro médico.

Otro economista, el ya anciano John Kenneth Galbraith, ha sumado su autoridad a la estela de quienes, desde hace años, han redefinido el modelo. Por sorprendente que parezca, en su libro La economía del fraude inocente, que acaba de publicar Crítica, diagnostica que el sistema económico estadounidense ya no es capitalista. «Se trata de una situación de la que no podemos culpar a nadie en particular: la mayoría de las personas prefiere creer en aquello que le conviene creer». A diferencia del capitalismo tradicional, afirma que son los directivos, como cabezas de grandes burocracias, y no los poseedores de capital, «quienes detentan el verdadero poder en la empresa moderna». ¿Cuál es el nuevo nombre del sistema? No es sistema de libre empresa, ni sistema de mercado. Explica Galbraith que nadie pone en duda que la corporación moderna sea un factor dominante en la economía mundial, pero que las alusiones a ello se «hacen con cautela o no se hacen en absoluto. Los sensibles amigos y beneficiarios del sistema no desean atribuir autoridad definitiva a la corporación, prefieren continuar refiriéndose a las benignas fuerzas del mercado». En este breve libro, de carácter divulgativo, Galbraith procede a desmantelar sucesivamente varias ideas, fraudes inocentes, no por extendidas menos falsas, como la creencia de que en una economía de mercado el consumidor es soberano, la creencia de que las corporaciones carecen de burocracia, la creencia de que el sector público parasita del sector privado, cuando es justo lo contrario… etcétera.

Pero el libro más valioso que, hasta donde conozco, se ha escrito sobre el «sistema corporativo» es La civilización inconsciente, de John Ralston Saul, que en español fue publicado por Anagrama en 1997. Tiene el mérito de haber sido uno de los pocos en señalar la desnudez del emperador cuando casi todos alababan el colorido de las ropas; pero, además, su estilo preciso y bello, la riqueza de sus ideas y la síntesis entre distintas disciplinas, desde la economía hasta la sociología, pasando por la literatura y la filosofía, sin descuidar una rigurosa documentación actualizada, van camino de convertirlo en un clásico minoritario y exquisito, un auténtico clásico oculto. Ralston, canadiense, expone qué es el sistema corporativo, cómo, en un gran y elástico salto atrás, la modernidad regresa hacia formas de organización y a entornos lingüísticos y simbólicos propios de la Edad Media, incompatibles con la democracia. Estas palabras las escribió ya en 1995: «El sistema corporativo se apoya en el deseo del ciudadano de un sosiego íntimo. El equilibrio, en cambio, depende de nuestro reconocimiento de la realidad, que es la aceptación de una permanente incomodidad psíquica. Y aceptar la incomodidad psíquica es aceptar la conciencia».

Si bien es en Estados Unidos donde este «gran salto atrás» ha sido mayor, también en las potencias europeas hemos dado más de un paso hacia el pasado: las doctrinas económicas consideradas inevitables, el culto a la tecnología, la hegemonía de la imagen, el abandono de la plaza pública y su sustitución por el mercado privado, la proliferación de lenguajes gremiales, la aceptación de la ilusión como verdad…, que nos lleva a dar por ciertas las afirmaciones que la tozuda realidad desmiente. Se dice, y se admite, que en España gozamos de una economía de mercado competitiva, pero no se expresa demasiado alto que un puñado de seis empresas suponen las dos terceras partes de la capitalización bursátil española. «De ahí nacen los principales centros nodales que se conectan entre sí… Se crea así una madeja de conexiones, cada vez más ampliada con otras fuera de España, del que emerge un selecto número de empresas con intereses muchas veces comunes, y evidente poder de mercado y de influencia sobre las instancias de gobierno», explican los economistas José Luis García Delgado y Juan Carlos Jiménez, en su capítulo del libro La España del siglo XX (Marcial Pons, 2003).

¿Es el sistema europeo distinto del estadounidense? Si excluimos el caso de España y otros países del sur de Europa, donde en ningún momento el estado del bienestar amagó con aproximarse al de los países escandinavos, el modelo europeo es distinto; provee de servicios públicos y garantiza derechos que en Estados Unidos o han sido limados generosamente o nunca existieron. Sin embargo, atacado por los procesos de globalización neoliberal, se trata de un modelo a la defensiva. ¿Refuerza el Tratado de Constitución que se nos propone el estado del bienestar europeo? Éste es el problema de fondo, dilucidar si la evolución de la economía europea los últimos años ha erosionado ya los pilares sobre los que se sostenían estos derechos y si también nos encontramos en el vientre de la ballena, si la Constitución garantiza la revitalización del modelo democrático o, por el contrario, confirma las tendencias corporativas, de signo opuesto. Anticipo que no puedo ni pretendo dar respuestas, sólo exponer mis dudas, que nacen de una comparación entre lo que se dice y lo que observo.

El Tratado de Constitución se compone de tres partes. La parte I es propiamente una Constitución; en ella se recogen los principios rectores, los derechos fundamentales, las instituciones políticas de la Unión Europea; comprende 60 artículos y ocupa, aproximadamente, un sexto del documento. La parte II, «Carta de los derechos fundamentales de la unión», se ocupa de los valores que articulan el derecho de la Unión; se trata de un texto literario hermoso, equivalente en muchos párrafos a la «Declaración universal de derechos humanos»; comprende 54 artículos y ocupa, aproximadamente, un veinteavo del documento. La parte III y última es propiamente un tratado económico y político entre estados; en él se garantiza el objetivo prioritario de la Unión Europea desde sus mismos inicios, allá por los años cincuenta: la creación de un mercado único; asimismo, se ponen límites a la injerencia de la Unión en diversas políticas estatales; comprende 322 artículos y ocupa, aproximadamente, tres cuartos del documento.

Quienes lean la Constitución se sentirán defraudados. Sólo un especialista en áreas propias de la economía, el derecho, la organización política y la administración del estado, entre otras, podría abarcar todos los aspectos que juegan animadamente en el texto. Demasiadas especialidades para una sola persona. Los propios representantes de la Convención encargada de su elaboración admiten la existencia de sombras y se lavan las manchas de tinta que la tercera parte ha dejado en sus manos. En el proyecto de informe presentado el pasado septiembre por los «convencionales» (así se autodenominan) Richard Corbett, socialista, e Íñigo Méndez de Vigo, democratacristiano, se afirma: «Puede argumentarse legítimamente que debía haberse revisado de forma sustancial la Parte III del Tratado Constitucional, que muchas de sus disposiciones no revisten verdaderamente una naturaleza constitucional, que son excesivamente detalladas y complejas y se encuentran fuera de lugar en una verdadera Constitución». Y añaden enigmáticamente: «Pero este aspecto no figuraba entre las misiones que se encomendaron a la Convención».

Hay incoherencias internas sorprendentes. Así, en la parte I se define el modelo económico europeo como «economía social de mercado altamente competitiva», una fórmula carente de contenido y que tanto podría amparar una política de privatizaciones como un sistema de economía centralizada; incluso en el bloque comunista existía mercado. Sin embargo, en la parte III se habla de respetar el principio de «una economía de mercado abierta y de libre competencia», fórmula también vacía de contenido, pero con connotaciones muy distintas, sobre todo por la supresión de lo «social».

Los europeístas convencidos encontrarán en la Constitución elementos consoladores, como la previsión de un ministerio de asuntos exteriores y de una política de defensa y seguridad comunes. Sólo esto, junto con el reconocimiento formal de los derechos fundamentales, podría bastar para apoyarla, pese a su redacción timorata y a matices y declaraciones discutibles. Como todos sus valedores han recordado, ninguna constitución se hace a gusto de todos. Diríamos más: afortunadamente. Con un punto de cinismo democrático, podría añadirse que más importante que se reconozcan derechos al adversario político es que se reconozcan los propios. Las constituciones, como bien intuyen los «sin techo» de Cibeles, no son tanto la garantía de un hecho como de una simple posibilidad.

Recientemente opinaban Nicolás Sartorius y Diego López Garrido que «tenemos una gran oportunidad de dar un paso adelante en la buena dirección si acudimos a votar y decimos ‘sí’ a la constitución europea que se somete a nuestro refrendo». Añadían, citando al filósofo Habermas, que una constitución no prejuzga «el curso y contenido concreto de las medidas que podrían adoptarse». Para concluir: «No pretendamos endosar a un texto lo que sólo puede ser establecido por nuestra acción».

Pienso, sin embargo, que aquí se dibuja la encrucijada europea. Porque ¿cómo establecer algo mediante la acción cuando los cauces de la ciudadanía se ciegan?

Los ciudadanos europeos deben saber que esta Constitución conduce a un punto de no retorno al estado nación tradicional, el marco institucional que hasta el presente había garantizado el estado del bienestar, sin que a cambio transmita a las nuevas instituciones europeas la autoridad perdida. Por otro lado, no hay una verdadera separación de poderes, pues el poder legislativo, formado por el Parlamento y el Consejo, sólo actuará a iniciativa del poder ejecutivo, representado por la Comisión. Así que la iniciativa legislativa corresponde en realidad a esta última, formada, con excepción de su presidente, por delegados de los estados miembros, que se convierten de este modo en los auténticos depositarios de la soberanía europea, en detrimento de la ciudadanía. La Constitución limita la acción ciudadana en el nivel nacional sin que, como contrapartida, ofrezca un procedimiento claro y efectivo en el nivel europeo.

Sobre este aspecto de trascendente importancia tengo algunas reservas. Se ha incluido un «principio de democracia participativa», el artículo 47, en el que se contempla la posibilidad de que un millón de ciudadanos puedan invitar a la comisión a que presente una propuesta legislativa. ¿Por qué «invitar» y no «instar»? ¿Por qué no se expresa la obligación institucional de tramitar la iniciativa ciudadana y responder razonadamente a ella?

Acerca del concepto de democracia participativa se ha difundido interesadamente un equívoco. Toda democracia que merezca su nombre es participativa. Estoy de acuerdo con quienes sostienen que la idea fuerza de la democracia es la participación política. Con frecuencia, sus detractores afirman que la participación política es opuesta a los procedimientos de la democracia representativa. Esto no es cierto. La participación política se ejerce mediante el voto, el ejercicio de las libertades de expresión, de reunión y de manifestación, la implicación en las instituciones locales y en las organizaciones sociales y políticas. La participación política es, precisamente, la condición de la representatividad. Los muchos y profundos problemas de legitimidad que las democracias arrastran desde hace dos décadas no derivan de que sean representativas, sino del hecho de que en la práctica no lo son. Otros intereses y otros poderes condicionan demasiado la decisión de nuestros parlamentarios.

Suele aceptarse que la obligación de los legisladores en una democracia representativa es interpretar las necesidades y la voluntad de la ciudadanía y convertirlas en leyes compatibles con los principios jurídicos de la democracia. Que esto a menudo no sea así no es una consecuencia de la representatividad, sino de su falta.

¿Por qué se ha introducido esa compleja parte III en la Constitución? Se ha argumentado, con motivo, que sería preferible reducir el texto a la sencilla parte I y que el resto sea firmado, como cualquier otro tratado, por los gobiernos, bajo su responsabilidad. ¿Por qué delegar en los parlamentos nacionales, y mucho menos en los ciudadanos, la responsabilidad de votar un texto que ni siquiera van a leer? Casi ningún ciudadano está cualificado para votar un texto eminentemente tecnocrático, que en muchos momentos recuerda a un conocido diálogo de los hermanos Marx: «La parte contratante de la primera parte contratará a la parte contratada de la segunda parte…»

Entre participación política y representatividad no existe contradicción; son complementarias. Me pregunto cuántos demócratas sinceros estarían dispuestos a participar en unas elecciones si sospecharan que en ellas se legitimaría una «democracia de audiencia», en la que el ciudadano se convertiría por ley en un mero consumidor de política.

Pero nadie que haya invertido un minuto en informarse debería abstenerse y confundirse con quienes simplemente optarán por pasar otro domingo en la playa.

Hay motivos de peso para votar ‘sí’, motivos de seguridad, de política exterior y de afianzamiento de un proceso necesario. También hay motivos para votar ‘no’: las ambigüedades en materia económica y social, la renuncia a que las instituciones europeas tomen el relevo perdido por los viejos estados y, sobre todo, que la soberanía efectiva resida antes en los estados que en los ciudadanos.

Se puede votar con razones o con intuiciones, también con prudencia, pero nunca con el sentimiento del miedo. Al contrario de lo que algunos pretenden, la derrota del ‘sí’ no conduciría a una crisis irreparable: un mandato contrario forzaría a nuestros representantes a hacer mejor los deberes y asumir sus responsabilidades. Más vale perder ahora un año que lamentarnos luego durante décadas.

Personalmente, siento deseos de votar ‘sí’, con este ánimo me he acercado al texto constitucional, pero tras su lectura, es la razón la que me inclina por el lado del ‘no’. Lamentablemente, en la opción del ‘no’, quienes abogamos por una Europa más social y democrática podemos acabar confundidos con la amalgama de los meros euroescépticos, los ultraliberales y los defensores de caducas esencias nacionales.

Aunque entre el ‘sí’ y el ‘no’, siempre nos queda la opción de introducir en la urna un sobre vacío, el sobre de la duda, lo que se conoce como un humilde, responsable, democrático y desobediente «voto en blanco».

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Nota: de acuerdo con la legislación electoral española, el sobre vacío debe contabilizarse como «voto en blanco».