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El primer ministro británico ha hundido al laborismo en sólo un año hasta cotas desconocidas

El triste aniversario de Brown

Fuentes: Público

El primer ministro Gordon Brown cumple hoy su primer año en el 10 de Downing Street. Había perseguido el cargo desde hace décadas y la frustración de la espera agrió la amistad con su predecesor y coarquitecto del Nuevo Laborismo, Tony Blair. Brown cumplió su ambición en junio de 2007, pero en pocos meses hundió […]

El primer ministro Gordon Brown cumple hoy su primer año en el 10 de Downing Street. Había perseguido el cargo desde hace décadas y la frustración de la espera agrió la amistad con su predecesor y coarquitecto del Nuevo Laborismo, Tony Blair.

Brown cumplió su ambición en junio de 2007, pero en pocos meses hundió su liderazgo y el de su partido hasta cotas sin precedentes. De competente ministro de Finanzas, pasó a ser el Mr. Bean de la política. ¿En qué falla Brown para que los británicos echen ya de menos a Blair a pesar de la invasión de Irak que forzó su dimisión?

Popularidad

«No aguantaba a Blair, pero Brown es peor», comentaba hace unos días el artista Mark Wallinger, autor de State Britain, instalación con reproducciones de una enconada protesta contra la guerra de Irak.

La negativa comparación entre los dos líderes circula en ambientes laboristas desde hace meses. Ahora ya está en boca de todos. Una amplia mayoría del electorado piensa que Gordon Brown no da la talla frente a Tony Blair, según una encuesta del diario The Guardian de esta semana.

Es difícil imaginar un regalo de aniversario más frustrante. En el goteo de puntos desfavorables, destaca el estilo de liderazgo del primer ministro (el 74% de los consultados), sus iniciativas políticas (el 64%) y la imposibilidad de ganar las próximas elecciones (el 71%).

Blair nunca alcanzó tan pobres cuotas de popularidad e hizo historia en el laborismo con tres victorias consecutivas.

Tragedia shakespeariana

Jonathan Powell, secretario personal de Blair en sus diez años de mandato, dio parcialmente en el clavo en 2004: «Es una tragedia shakesperiana. Gordon Brown es como el tipo que piensa que va a ser rey, pero nunca lo consigue. Nunca será primer ministro».

Brown se hizo con el Gobierno dos años más tarde, sin oposición alguna, pero la metáfora literaria perdura. Su tragedia incluye los celos de Otelo, la ambición de Macbeth y la indecisión de Hamlet.

A Blair le van personajes frívolos, cínicos, contemporáneos. Capaces de cautivar con gestos vanos a las estrellas del brit pop, diestros manipuladores mediáticos y genios de la gran mentira en armas de destrucción masiva. El mayor engaño aconteció quizá en el ámbito personal: la conversión al catolicismo una vez desalojado de Downing Street. Hacerlo antes era peligroso en un país donde la corona está vetada a los católicos.

Personalidad

«Psicológicamente imperfecto». Es una frase repetida por la prensa en referencia a Brown. Nadie se la atribuye, pero probablemente partió de Alastair Campbell, ex portavoz de Blair.

Se dice que Brown es caótico en su trabajo, obsesionado con controlarlo todo y propenso a súbitos ataques de ira. Proyecta una imagen sobria, adusta y triste que jugó a su favor durante las crisis en su año de mandato: dos frustrados atentados terroristas, inundaciones y
epidemias del ganado.

Pero ni en sus mejores momentos Brown logra aventajar a Blair en carisma, naturalidad y pose, por muy fingida que sea. Los que le conocen bien aún esperan el momento en que salga a relucir en público el Brown divertido, cariñoso y de ágil comunicación de los encuentros en privado.

Táctica

Brown se puso él mismo la zancadilla, alentando la idea de elecciones anticipadas el pasado otoño como puntilla de su inmejorable arranque como primer ministro.

Se echó atrás cuando los sondeos tendieron hacia los conservadores y tuvo la osadía de decir que no convocaba las generales porque estaba seguro de que iba a ganarlas.

Fue un ejercicio de autodestrucción inigualable. El líder honesto, de principios firmes, notable autoridad y con una estrategia a largo plazo pasó a ser, a los ojos del público, un político manipulador, indeciso, dubitativo, de tácticas nefastas. Aún no se ha despegado de estos sambenitos.

A Vince Cable, entonces líder en funciones de los liberaldemócratas, le corresponde la descripción más memorable de Brown: «La Cámara habrá notado», dijo en el Parlamento, «la extraordinaria transformación de Stalin a Mr. Bean del primer ministro».

Como el personaje de las comedias, Brown destroza todo lo que toca desde el pasado octubre.

Viejo y nuevo laborismo

Brown y Blair son ambos arquitectos del proyecto neolaborista. El primero portaba la antorcha del viejo laborismo, velando por los vulnerables, luchando por erradicar la pobreza en casa y en África sin alarmar a los poderosos.

Son credenciales genuinas que Brown destrozó cuando subió los impuestos de las rentas más bajas y sólo rectificó el error en un desesperado intento por frenar, sin éxito, la avalancha tory en las urnas en mayo.

Irak

La guerra de Irak fue el detonante de la dimisión forzada de Blair. Su gente -y muchos votantes- no le perdonó las mentiras sobre los arsenales de Sadam. Los caricaturistas le dibujaron como el perrito faldero de Bush.

Brown mantuvo una oposición ambigua, dando la impresión de que no apoyaba la invasión. Cuando surgían asuntos problemáticos, el entonces ministro de Finanzas tendía a desaparecer de la escena.

Más adelante, apoyó fríamente la decisión de Blair.Jonathan Freedland, de The Guardian, argumenta que si Brown hubiera seguido el ejemplo de su colega en Exteriores, Robin Cook, quien dimitió, en 2003, en oposición a la guerra, Blair habría perdido la confianza de los diputados laboristas y el Reino Unido no habría secundado la ofensiva estadounidense. Es una hipótesis imposible de confirmar. Ni en ése ni en otros momentos, tuvo la valentía suficiente para empujar al precipicio al hombre al que ansiaba sustituir.

Estilo de mando

Como jefe de Gobierno, Brown ya no puede esquivar las situaciones comprometidas. Ahora, aplica una tortuosa táctica: participa en el embrollo sin pringarse en exceso. Sucedió durante la firma del Tratado de Lisboa, que el primer ministro estampó en solitario, horas después de sus socios europeos. Volvió a repetir la jugada con la antorcha olímpica, que recibió en Downing Street pero no tocó.