Sin el mismo brillo mediático de lo sucedido estos días en Estados Unidos, en Nicaragua tuvieron lugar elecciones generales hace una semana. Ganó por amplia mayoría el Frente Sandinista de Liberación Nacional, manteniendo a Daniel Ortega -y llevando a su esposa Rosario Murillo- en el Poder Ejecutivo, con un 72% de los votantes que le […]
Sin el mismo brillo mediático de lo sucedido estos días en Estados Unidos, en Nicaragua tuvieron lugar elecciones generales hace una semana. Ganó por amplia mayoría el Frente Sandinista de Liberación Nacional, manteniendo a Daniel Ortega -y llevando a su esposa Rosario Murillo- en el Poder Ejecutivo, con un 72% de los votantes que le dieron su aprobación, y un 65% de participación electoral.
Con esos datos duros en la mano, podemos hacer diversas interpretaciones. Pero las mismas deben complementarse necesariamente con un análisis de la realidad socioeconómica del país, y más aún, con una lectura histórica.
Que un presidente gane por amplia mayoría puede indicar un gran fervor popular, una gran pasión de los electores por el líder carismático a quien siguen. La primera lectura que se podría decir es que si la gente lo elige…., «por algo será». Pero eso, en sí mismo, no es especialmente convincente. Al comandante Ortega lo sigue mucha gente; a Hitler también. ¿El socialismo propone seguir líderes?; dejemos esa pregunta marginal como provocación.
Una elección popular puede darnos infinitas sorpresas en relación a por qué la población vota lo que vota: recientemente en Estados Unidos la gente se inclinó por un racista xenófobo, en Colombia le dijo «no» a lo acordado en una mesa de negociaciones entre gobierno y guerrilla en relación al fin de la guerra, o en el Reino Unido prefirió salir de la Unión Europea para cerrarse ante la «invasión» de inmigrantes. Ejemplos de ese estilo sobran: la gente, incomprensiblemente, votó a favor del neoliberal Macri en Argentina, o eligió varias veces al mafioso Berlusconi en Italia, o prefirió al comediante racista y sexista Jimmy Morales en Guatemala, o al asesino Hugo Banzer en Bolivia años atrás, no repitiendo la elección de Evo Morales años después por una supuesta corrupción (un affaire personal). ¿Síndrome de Estocolmo? ¿Autocastigo?
Por supuesto que la voluntad popular es sacrosanta. Pero… ¿qué significa eso en el marco de las elecciones democráticas de un país capitalista? Porque Nicaragua, no olvidarlo, es eso: un país capitalista con un discurso político inclinado a la socialdemocracia… ¡pero capitalista al fin! ¿Qué tiene que ver eso con el poder popular?
Luego de las elecciones, donde supuestamente el «pueblo manda» (¿manda?), las cosas básicas siguen igual. Lo cual lleva a preguntarnos sobre qué es posible cambiar en verdad con estas democracias formales. Para muestra: Guatemala. Ya van 9 presidentes (7 de ellos llegados por voto popular) desde el retorno de las formas democráticas en 1986, y el 60% de población bajo la línea de pobreza no varía. «Con la democracia también se come, se cura y se educa«, repetía el argentino Raúl Alfonsín. Pero, ¿con cuál democracia? Con la formal, parece que no, pues los empobrecidos argentinos, con esa democracia, en reiteradas ocasiones tuvieron que saquear zoológicos para ingerir un poco de carne roja.
En Nicaragua ganó por amplia mayoría un partido que alguna vez levantó una propuesta socialista. Hoy día, el otrora comandante guerrillero es un empresario, depredador como todo empresario. Habiendo ganado por tercera vez la presidencia, algunos analistas hicieron comentarios acres sobre su gestión, pero no para repetir el hipócrita discurso de la derecha, que vio en esos comicios un «fraude» (que no lo fue, por cierto), sino para levantar una crítica sobre las transmutaciones políticas del bonapartista Ortega (de guerrillero a empresario, vía «piñata» -descarado robo de bienes del Estado cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990-).
Lo curioso es que, acto seguido a esas críticas, más de algún politólogo -de izquierda- consideró negativamente el levantar un juicio contra el proceso nicaragüense, entendemos que defendiéndolo. Se abren entonces interrogantes. ¿Se puede defender eso? Ello depende de lo que entendamos por proceso político y por cambio revolucionario.
La Revolución Popular Sandinista de 1979 intentó construir una propuesta socialista. El peso de la contrarrevolución terminó derrotándola. Al salir del poder el FSLN en 1990, su ideario político comenzó a cambiar. Vinieron luego crisis partidarias, y los más connotados revolucionarios abandonaron el barco, pues Daniel Ortega transformó aquella propuesta de cambio en una empresa particular. Hoy día el problema de fondo no está en que se reelija. O más aún: no está en el nepotismo o la manipulación politiquera que pueda hacer (como lo hacen todas, absolutamente todas las democracias formales). El verdadero problema es lo que se empezó a construir en el país desde hace décadas, a lo que el Frente Sandinista de Ortega contribuyó luego de su salida del poder: una república enteramente capitalista, con entrada triunfal de multinacionales y finqueros, con una nueva burguesía oportunista (los cuadros sandinistas favorecidos con la «piñata»), con pactos politiqueros a espaldas de la población, y con políticas asistenciales más cercanas a beneficencia que a poder popular.
Si asumimos una posición de izquierda: ¿es defendible todo eso? Decir que Ortega redujo la pobreza en estos últimos años a base de programas asistenciales, ¿es lo que buscamos y defendemos? ¿Nos quedamos con el posibilismo y la Tercera Vía? Que sea un gobierno socialdemócrata -populista y clientelar- en los marcos del capitalismo, es una cosa. Que esa sea la aspiración de una transformación real, es muy otra.
Material aparecido originalmente en Plaza Pública el 14/11/16
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