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En Camboya, el futuro siempre llega con retraso

Fuentes: Rebelión

No lejos del palacio real de Phnom Penh, en la calle 13 y entre las calles 144 y 148, a unos metros del Mekong, se encuentra un bullicioso mercado al aire libre, Phsar Kandal o Kandal Market, donde las campesinas disponen sus frutos en el suelo, la carne está sobre plásticos y maderas, y el […]

No lejos del palacio real de Phnom Penh, en la calle 13 y entre las calles 144 y 148, a unos metros del Mekong, se encuentra un bullicioso mercado al aire libre, Phsar Kandal o Kandal Market, donde las campesinas disponen sus frutos en el suelo, la carne está sobre plásticos y maderas, y el pescado en cestas; las vendedoras, mientras arreglan verduras y limpian peces, dejan estrechos senderos por donde transita la gente. Dentro de esa ordenada confusión, se encuentra una zona de chamizos de hojalata que ocultan peluquerías, pequeñas tiendas de manicura, comercios de postizos, depilaciones y limpiezas de cutis, masajistas que se afanan con el cliente estirado sobre un colchón. Hay también echadores de cartas, figones, chamarileros, conductores de tuk-tuk. Por los alrededores, hasta el templo budista (Wat Ounalom) y el palacio real, merodean los turistas y chicas jóvenes acompañadas de hombres maduros.

En esa parte de la ciudad, las calles que mueren en la confluencia del río Tonlé Sap con el Mekong son un conjunto de locales y restaurantes frecuentados por turistas; en algunas, se concentra la prostitución: chicas jovencísimas se ofrecen a tipos, jóvenes y viejos, que se alimentan con exceso, que permanecen sentados en las terrazas con el comportamiento de quienes se creen los amos del mundo, y que ríen satisfechos como si estuvieran conquistando a las chicas. Todo parece normal: es la banalidad de la venta de seres humanos a la que el capitalismo les ha acostumbrado, la satisfecha seguridad de los turistas ricos que buscan carne joven; pero el aire desprende un sudor de pobreza, de cuerpos arrastrados a la pestilencia de noches de alcohol y billetes sucios, y, pese a las risas, ofrece un espectáculo repugnante: la vida mutilada de quienes se ven obligadas a sobrevivir en los márgenes de un país acostumbrado a la desdicha. Algunas jovencitas se contonean dentro de sus diminutas faldas, mientras los viejos lascivos ríen con sus bebidas. Todo se mezcla. Un canadiense, quebequés, ajeno a ese comercio, toma la cena en una terraza; muestra la cinta de San Jorge en el pecho, y observa los tratos, hasta que se despide con un deseo: «El fascismo no pasará. No pasarán.»

Tres niños meten la mano en el plato de una turista, que pide al camarero que se lo cambie. La mujer indica después que les ponga a los niños el contenido del plato en una bolsa, gesto que lleva a los pequeños a abrazarse de alegría. Delante, el paso melancólico de las gabarras por el río Tonlé Sap, hacia la confluencia con el Mekong ante el palacio real, parece desmentir, como si nunca hubieran ocurrido, la tensión y los enfrentamientos que se sucedieron en la ciudad, por estas calles; como si se hubiera olvidado la llegada de los jemer rojos, el delirio de Pol Pot, la alegría ante la entrada de los soldados vietnamitas que puso fin al régimen criminal, y, no hace tanto, los combates entre los partidarios de Norodom Ranariddh y de Hun Sen, que gobernaban en coalición.

No hace más de tres lustros que Camboya se mantiene en paz. Phnom Penh cambia, empieza a ver los nuevos rascacielos de la modernidad, y se acostumbra a la llegada de extranjeros. El contraste entre la ostentosa embajada norteamericana y, muy cercana, la pobre Biblioteca Nacional, que tiene los vidrios de la puerta rotos, tapados con cartones, y, dentro, unas dependencias destartaladas, es el reflejo de la pobreza del país. En el mercado ruso, llamado así por la afluencia de turistas de ese país, se ven paradas de baratijas, recuerdos, pero también alimentos, pasillos repletos de pequeños restaurantes populares donde reina un calor sofocante, puestos de pescado, peluquerías. Las miradas poco atentas perciben la vida cotidiana, el exotismo de la vieja «perla de Asia», los guiños de la modernidad en los nuevos locales, y el misterio deslumbrante que les prometen los templos de Angkor, pero apenas reparan en que la existencia de los camboyanos no es fácil.

La vida es dura, y tanto quienes no tienen trabajo como quienes acuden cada día a las fábricas, sobreviven con muy poco. En Compress Holding, una multinacional norteamericana que elabora ropa en Phnom Penh para Inditex, C&A, H&M, y otras empresas, los salarios son muy bajos: en 2014, eran de unos ochenta euros mensuales, que, tras huelgas y una campaña internacional, subieron a unos cien euros, cuando, sólo para alimentarse los trabajadores necesitan unos ciento cincuenta, y unos trescientos para hacer frente a todas sus necesidades. Lo mismo ocurre en otras factorías, como Levi Strauss o GAP: todas se aprovechan de la necesidad de los camboyanos, igual que hacen también en la India o Bangla Desh.

En un país de poco más de trece millones de habitantes, hay más de medio millón de mujeres camboyanas que trabajan en fábricas textiles, con jornadas de doce horas diarias. La gran mayoría son mujeres jóvenes, que no sobrepasan los treinta y cinco años. La debilidad del país, de los sindicatos y del gobierno, no puede hacer frente al abuso de las empresas extranjeras, que, además, se aprovechan de que el gobierno reprime las protestas para salvaguardar la estabilidad del país. La hipocresía occidental es vergonzosa: mientras Inditex declara beneficios millonarios, se niega a pagar a las obreras camboyanas salarios de 160 euros mensuales como reclaman los sindicatos. Tas las huelgas y manifestaciones de 2014, grandes multinacionales como Inditex y H&M, aceptaron aumentos salariales en 2015… sin llegar a los 160 euros que reclaman las trabajadoras. En octubre de 2015, el gobierno situó el salario mínimo en 129 euros, aunque la barrera en muchas empresas, que utilizan argucias para incumplir la ley, ha quedado situada en los 100 o 110 euros mensuales. Además, la patronal presiona al gobierno para que se adopten restricciones al derecho de huelga, y duras limitaciones a la actividad sindical y a la presencia de los sindicatos en las empresas. Al mismo tiempo, ante las denuncias internacionales y la oleada de huelgas en el país, y en un acto de consumada hipocresía, las grandes multinacionales textiles que se han beneficiado durante años de los salarios de miseria en Camboya, crearon la plataforma ACT (acción, colaboración, transformación) para, según sus portavoces… presionar al gobierno para elevar el salario mínimo y asegurar una vida digna a los obreros camboyanos.

Según el gobierno, el ingreso per cápita en el país pasó de 229 dólares en 1993, a 1.228 dólares en 2015; con la previsión de que alcance los 1.325 dólares en 2016. La tasa de pobreza pasó del 53,2 % en 2004 al 13,5 % en 2015.

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El polpotismo y la monstruosa matanza que causó en los cuatro años que duró su régimen siguen estando presentes, aunque las nuevas generaciones (han transcurrido casi cuarenta años desde su caída) viven otra realidad. Los jemeres rojos fueron una delirante derivación del sector más izquierdista del maoísmo anudado con el nacionalismo camboyano y con la desconfianza hacia los comunistas vietnamitas, que explica su evolución posterior, y la alegría popular ante la liberación vietnamita. La caída del criminal régimen de Pol Pot se produce en 1979, aunque el país continuó en guerra: el FUNCINPEC (Frente Unido Nacional dirigido por el hijo de Norodom Sihanuk, que había sido fundado en Pyongyang, Corea del Norte, en 1981, en el marco de las discrepancias entre China, la URSS y Vietnam) mantuvo las operaciones militares y las guerrillas contra el gobierno de Hun Sen, aliado de las fuerzas vietnamitas que expulsaron a los seguidores de Pol Pot. En ese momento, Pekín apostaba por la confluencia entre los restos del jemer rojo y el movimiento de Sihanuk, para oponerse al gobierno provietnamita de Hun Sen.

En 1991, se firmó el acuerdo de paz entre los sectores monárquicos del Frente Unido Nacional y el gobierno de Hun Sen, el primer ministro del Partido Popular de Camboya (nuevo nombre del Partido Revolucionario del Pueblo de Kampuchea, heredero en Camboya del Partido Comunista de Indochina de los años coloniales) que administró el país desde la entrada de las tropas vietnamitas en 1979. La caída del régimen de Pol Pot no significó el final de su demencial aventura: a partir de entonces, sus seguidores se refugiaron en el norte del país y en las zonas fronterizas tailandesas, recibiendo el apoyo de Estados Unidos, Tailandia y China (¡por su oposición a Vietnam y la URSS, que apoyaban al nuevo gobierno camboyano!). El gobierno de coalición entre los jemeres, los monárquicos y las fuerzas anticomunistas, creado para oponerse al de Hun Sen en Phnom Penh, mantuvo decenas de miles de hombres armados, que ocupaban importantes zonas del país: todavía a mediados de los años noventa, controlaban más del veinte por ciento del territorio camboyano, y retenían además la representación de Camboya en las Naciones Unidas. Muchos países, entre ellos Estados Unidos, siguieron reconociendo, hasta 1991, al gobierno de los jemeres rojos como el gobierno legítimo de Camboya. Mientras proseguían la guerra, los dirigentes jemeres hacían negocios con los militares tailandeses: las supuestas ideas comunistas de los jemer rojos quedaron rápidamente en evidencia: en 1981, dos años después de perder el poder, Pol Pot, Khieu Samphan y el resto de los dirigentes jemer, renegaban del comunismo, proclamaban su respeto a la religión y su apoyo al capitalismo, y disolvían el partido comunista de Kampuchea.

Los acuerdos de París, en 1991, entre las distintas facciones para acabar con la guerra (donde Hun Sen desempeñó un papel decisivo), culminaron con las elecciones de 1993 donde se alzó con la victoria el monárquico Frente Unido Nacional (gracias, sobre todo, al prestigio de Norodom Sihanuk, que había sido el padre de la independencia de Camboya que acabó con la colonia francesa, y que se mantuvo después contra el imperialismo norteamericano durante la guerra de Vietnam). La constitución de 1993 consagró después la monarquía como sistema político y la economía de mercado, aunque los enfrentamientos políticos continuaron hasta la crisis de 1997, y desembocaron en las elecciones de 1998 tras las que el Partido Popular de Hun Sen y el monárquico Frente Unido firmaron un acuerdo para constituir un gobierno de coalición que se ha mantenido hasta hoy. Quedaban destacamentos del ejército polpotiano, pero la disolución de los últimos restos de los jemeres rojos, en 1999, permitió abrir una nueva etapa en el país.

En 2003, Norodom Sihanuk abdicó y fue sustituido por su hijo, Norodom Sihamoní. El viejo Sihanuk murió en Pekín, en 2012. Mientras tanto, han aparecido otros actores políticos, a veces de la mano de la intervención exterior. La popularidad conseguida por Sam Rainsy, un liberal que permaneció cuatro años exiliado voluntariamente para evitar la prisión, ha cambiado el escenario político camboyano. Su partido, el CNRP, es miembro de la Internacional Liberal. Desde 2012, el CNRP, que nació de la confluencia entre el Cambodia National Rescue Party, de Sam Rainsy, y el Partido de los Derechos Humanos, se ha convertido en el otro gran partido camboyano: en las últimas elecciones, en 2013, el Partido Popular de Hun Sen obtuvo 68 escaños, mientras que el CNRP consiguió 55, aunque los resultados no fueron aceptados por Rainsy y se abrió una grave crisis, con la oposición convocando protestas en Phnom Penh y otras ciudades. La crisis se cerró con un nuevo acuerdo entre Hun Sen y Sam Rainsy. Pese a todo, el inflamado discurso antivietnamita de Sam Rainsy, que alcanza a Hun Sen, a quien acusa de ser un agente de Vietnam, llena de sombras el futuro. El viejo Frente Unido Nacional de los monárquicos ha pasado a ocupar un espacio marginal, sin representación parlamentaria.

Los juicios a los jemer rojos han continuado. En 2014, se impuso cadena perpetua a Nuon Chea y Khieu Samphan, los dos últimos dirigentes vivos del régimen de Pol Pot. La acción del gobierno bascula entre el objetivo central del desarrollo económico, la obsesión por asegurar la estabilidad, el temor a la protestas de la oposición y los desórdenes callejeros y huelgas, y los esfuerzos legislativos para proteger a las mujeres, impulsar la igualdad entre sexos, y combatir la discriminación contra homosexuales y lesbianas. El gobierno ha aprobado un ambicioso plan nacional para eliminar la violencia contra las mujeres, pero proliferan las expropiaciones de tierras a los campesinos, la corrupción, las actividades empresariales de militares, y la connivencia de grupos mercantiles con algunos sectores gubernamentales, además de la arbitrariedad de una parte de los funcionarios, que despachan asuntos a cambio de pagos, y que llega incluso a la enseñanza, rasgos que han hecho aumentar la insatisfacción popular.

La economía del país sigue siendo extremadamente débil: no debe olvidarse que hasta 1999 no llegó la paz. El PIB ha crecido de manera relevante desde el año 2000, a una media de más del 7% anual, a excepción del bache causado por la crisis internacional en 2008 que le hizo retrocede durante dos años. Sin embargo, su economía sigue siendo deficitaria, y ha de importar la mayoría de los productos que consume. El gobierno puede mantener ese desequilibrio gracias a la ayuda internacional. Hoy, Camboya recibe inversiones y ayuda sobre todo de China, aunque también recibe contribuciones norteamericanas y de la Unión Europea. China, Vietnam y Tailandia abastecen con productos al país, y sus exportaciones van destinadas, sobre todo, a Estados Unidos, Canadá, Alemania y Gran Bretaña. No existe el desempleo, aunque las condiciones de trabajo son muy duras. Obreros camboyanos (y birmanos) que emigran a Tailandia son víctimas de trabajos casi forzados, como puso de manifiesto una reciente investigación sobre la industria pesquera y sobre los operarios que trabajan para Nestlé y otras multinacionales.

Los sectores más importantes de la economía del país son la agricultura y la industria textil. La ropa constituye casi las tres cuartas partes de sus exportaciones. No dispone de materias primas textiles, por lo que debe importarlas, y eso es una carga. Muchas marcas occidentales han establecido fábricas en Camboya, y se están trasladando desde otros países, como China, debido al significativo aumento de los salarios chinos. Camboya tampoco dispone de energía ni tecnología avanzada. China y los países del sudeste asiático están aumentando sus intercambios comerciales con Camboya, mientras se reduce su volumen con occidente. China se ha convertido en el principal inversor en el país, seguido del Vietnam, Taiwán y Corea del Sur. Vietnam es el país más poblado de Indochina, y eso le confiere una responsabilidad especial, puesto que tanto Camboya como Laos aceptan su determinante influencia en la zona, además de que la población camboyana es consciente de que fue la intervención vietnamita quien acabó con Pol Pot.

El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, visitó a finales de enero de 2016 Laos y Camboya, en la preparación de la cumbre de la ASEAN, entrevistándose con el primer ministro, Hun Sen, y con el responsable de asuntos exteriores, Hor Namhong, y aprovechó para aleccionar al gobierno camboyano sobre el respeto a los derechos humanos. Kerry no perdió la ocasión de reunirse con Kem Sokha, un monárquico liberal y uno de los principales dirigentes del CNRP de Sam Rainsy, quien se ha autoexiliado a Francia para no comparecer en los tribunales por un asunto de difamación. Sokha, que llegó a estar refugiado en la embajada norteamericana en Phnom Penh, es un viejo conocido de Estados Unidos, que ha financiado sus actividades bajo el manto de los «derechos humanos». Tras las elecciones de 2013, el CNRP boicoteó el parlamento, aunque las negociaciones con Hun Sen culminaron con la firma de un acuerdo con el gobierno en 2014 (la llamada «cultura del diálogo»), y con el retorno de sus diputados al parlamento en diciembre de 2015, aunque Rainsy continúa en el exilio francés.

Estados Unidos es otro factor determinante. Por el país pueden verse pancartas de la USAID norteamericana (una tapadera del departamento de Estado y de la CIA) con supuestos programas de ayuda que esconden objetivos políticos: Camboya es un pequeño país, pero Washington quiere atraerlo hacia su lado en el nuevo gran juego que se libra en Asia, y utiliza las diferencias entre Pekín y Hanoi sobre los archipiélagos del Mar de la China meridional para impulsar su plan de «contención de China». Por eso, el gobierno norteamericano, en una estrategia de palo y zanahoria, ha acusado a Camboya de apoyar la posición de Pekín. Estados Unidos no quiere que las diferencias sobre el Mar de la China del sur sean abordadas bilateralmente entre los países afectados, mientras que Pekín, en lo que denomina el mecanismo de «doble vía», defiende negociaciones entre los interesados acompañadas del compromiso de China y la ASEAN de mantener la paz en la región. Por el contrario, Estados Unidos quiere la internacionalización de las disputas y que sea la ASEAN quien intervenga directamente en las negociaciones, configurando así un mecanismo global que le permitiría estar presente y asegurar su influencia en la zona. En todo ese complejo tablero, Camboya es una pequeña pieza, pero todas sirven para la partida. Tras su entrevista con Kerry, Hor Namhong, viceprimer ministro y responsable de asuntos exteriores camboyano, anunció su coincidencia con China en este asunto, posición que fue agradecida por Pekín y mal recibida en Washington.

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El actual rey, Norodom Sihamoní, cumple una función simbólica, porque el poder real está en manos del primer ministro, en un país joven donde las tres cuartas partes de la población tienen menos de veinticinco años. Treinta años de guerra y las secuelas de los bombardeos norteamericanos en Indochina dejaron una profunda huella y una economía destruida, y todavía hoy continúan muriendo personas por las miles de minas estadounidenses enterradas: se calcula que, en los últimos treinta años, han muerto más de veinte mil personas que tropezaron con las bombas, y unos cincuenta mil han sufrido heridas y amputaciones. A veces, se ven en los lugares concurridos por turistas orquestinas de músicos mancos y tullidos, que se ganan así la vida.

El significativo aumento del turismo en los últimos años (casi cinco millones de extranjeros llegan cada año), ha traído a centenares de hombres occidentales en busca de jóvenes prostitutas; en muchas ocasiones, menores de edad. No es extraño ver occidentales con jóvenes camboyanas de la mano, aunque la prostitución no llega a los extremos de Tailandia, Filipinas (heredera, en ambos países, de los gigantescos burdeles que organizaron los militares norteamericanos en los años de la guerra de Vietnam para «relajo» de sus marines) o de la India, donde miles de jóvenes, a veces, niñas, son forzadas a la prostitución durante años y después abandonadas, sin más, en las calles de las grandes ciudades. Pero, aunque no llegue a la obscenidad tailandesa, donde pueden comprarse niñas como esclavas para dedicarlas a trabajar o a la prostitución, ni a la trata de blancas, es una sucia mancha sobre el futuro del país. Y la pobreza es una dura condena que siempre encuentra sus aprovechados: la supuesta «solidaridad» occidental ha creado «orfanatos» que muchas veces son un negocio para captar recursos de los turistas, y, en los casos más sórdidos, centros de explotación y de abusos sexuales. Existen varios centenares de orfanatos, sobre todo en las rutas turísticas, y occidentales e intermediarios del país buscan niños en las zonas rurales más pobres para convencer a las familias de que les confíen a sus hijos, con el señuelo de una vida mejor en el «orfanato»: los niños son imprescindibles para tocar el corazón de los turistas y mantener el negocio.

En Camboya pueden verse a hombres que transportan cerdos, vivos, en sus motos, acostados los animales tras el conductor; y a enfermos trasladados con su gotero en una moto donde circulan tres personas, y, en el río Siem Reap, no lejos de los viejos templos de Angkor, precarias casas de madera levantadas sobre palos de ocho metros de altura, para preservarlas de las crecidas apocalípticas del Mekong; hay muchas, y, de vez en cuando, se ven algunas más modernas, entre arrozales encharcados y oficios pesqueros, donde la vida es difícil. El barro y la tierra en las carreteras caóticas, y los vehículos desvencijados, tuk-tuks y motos circulando por cualquier parte en Phnom Penh, Siem Riep o Battambang, muchas veces en dirección contraria; destellos aislados de modernidad, y ejércitos de trabajadores mal pagados, componen el rostro de un país que apenas lleva quince años en paz, donde el miedo y el recuerdo del apocalíptico, delirante y sanguinario régimen de Pol Pot está empezando a dejar paso a las exigencias de las nuevas generaciones, aunque, en Camboya, el futuro siempre llega con retraso.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.