Lo peor de los dogmatismos ideológicos radica en la etiquetación de una teoría que deba ser aplicada en todo momento y lugar del orbe. Así como el liberalismo europeo ha contado con la adecuación en América Latina desde la época independentista, lo mismo debiera hacerse con el socialismo. La comprensión de las realidades, de los […]
Lo peor de los dogmatismos ideológicos radica en la etiquetación de una teoría que deba ser aplicada en todo momento y lugar del orbe. Así como el liberalismo europeo ha contado con la adecuación en América Latina desde la época independentista, lo mismo debiera hacerse con el socialismo. La comprensión de las realidades, de los tiempos y los lugares, es fundamental para reconocer que las teorías, por más bonitas y avanzadas que parezcan, no son recetas dadas para todos, pues lo que ha sido bueno (o malo) para unos, no lo será necesariamente para otros.
Este juego de palabras encamina este diálogo hacia una dirección: analizar las particularidades de América Latina (aunque se incluirá el caso estadounidense) para el surgimiento del caudillismo como fenómeno político, ideológico, fundacional y legitimador de los procesos políticos y sociales del continente, con el fin de entender la razón de ser actual de los fenómenos que acontecen hasta el día de hoy, a la vez que busca desmitificar las tergiversaciones mediáticas de la desinformación y de ciertos sectores en el movimiento social.
El caudillo
El caudillo es el militar liberal. Quizás se podría rastrear esta figura en el modelo prusiano, el cual tuvo mucha influencia en América para la conformación de los ejércitos junto con el napoleónico. El caudillismo es un fenómeno muy propio de América Latina, pero la característica personalista de ciertos liderazgos es lo que interesa analizar, esto por cuanto se torna difícil el desarrollo de un tipo de democracia más participativa en las sociedades americanas.
Por lo tanto, según Castro (2007), el caudillo hace referencia «a quienes ejercen un liderazgo especial por sus condiciones personales; que surge cuando la sociedad deja de tener confianza en las instituciones. Pesa más que sus propios partidos, tanto que a veces los aplastan.» [1] Por lo tanto, si bien hay diferencias abismales entre uno y otro liderazgo, entre las características que se pueden presentar y en los fenómenos políticos que desarrollaron, lo cierto es que el caudillismo se muestra como un orden casi natural dentro del imaginario sociopolítico y cultural americano.
El caudillo, por ende, se convierte en ese líder carismático, fuerte, decidido y «benefactor» de las sociedades que lo legitiman. La mayoría de ellos nacen al calor de las fuerzas militares o cuasimilitares que, aunque no todos comparten todas las características esenciales del caudillismo, son grandes movilizadores de masas. Estos elementos particulares que justifican las acciones y la existencia del caudillo permiten entrever el desarrollo político institucional de las democracias americanas, basta con analizar algunos casos concretos.
El caudillismo como fenómeno político
En Estados Unidos, aunque la norma siguió el patrón inglés que forjaría la base de su democracia, pronto la figura del militarismo acabaría volteando la práctica parlamentaria hacia una presidencialista. Washington, un general de gran prestigio, se convierte en el primer presidente de aquel país. La constitución política, en adelante, fortalecería la figura del mandatario, en especial bajo su título de comandante en jefe de las fuerzas armadas. El resto de la historia es conocida hasta el día de hoy.
En América Latina, por otro lado, el prototipo del caudillo toma la relevancia y las características propias que lo van a definir desde los procesos emancipadores hasta la actualidad, con las excepcionalidades que deben manejarse claro está. El caudillismo, por excelencia, nace con Simón Bolívar y José de San Martín. En general, todos los llamados próceres de la independencia y de los más grandes procesos revolucionarios, son considerados caudillos y comparten, en mayor o menor medida, ciertas características: militarismo, carisma, cierta perpetuación en el poder, paternalismo benefactor y cierto autoritarismo legitimado dentro de los límites del contrato social. Algunos tienden a caer en prácticas totalmente dictatoriales, otros se debilitan con el tiempo conforme avanza igualmente la edad en ellos y su caída, también en la mayoría de los casos, se debe a intereses del poder económico más conservador.
Así por ejemplo, Simón Bolívar y José de San Martín se forman bajo la influencia directa de la experiencia napoleónica y del movimiento revolucionario precedente al ascenso del emperador. Estos liberales llevarán a cabo su proyecto independentista en América con mucho éxito, aunque el camino fue largo y truncado. El poder adquirido, en especial por Bolívar, le llevó a manejar un estilo de gobernanza muy característico, al punto de que los representantes de los pueblos liberados querían otorgarle el título de emperador, ante lo cual sólo pidió el de Libertador. En este simple hecho puede denotarse el carácter legitimador que gozaba la figura del caudillo.
Quizás la característica más fundamental en estos personajes es su pensamiento liberal. Es más, todos los caudillos americanos nacen al calor del nacionalismo emancipador que se define desde la figura de un estado libre, independiente y soberano burgués que permita construir toda la institucionalidad liberal para el desarrollo de la clase económica que la sustenta. Es por ello que la consolidación de las luchas revolucionarias de los siglos XVIII, XIX y XX inclusive, se enmarcan en estas características propias del liberalismo que desembocan en una central: la conformación de los estados nacionales. Esto será lo vivido en Estados Unidos y América Latina, pero también en Francia y Alemania. Todas con sus respectivos caudillos militares aunque con marcadas diferencias de contenido.
Bajo esta línea es que aparecen las figuras ya mencionadas de Washington, Bolívar y San Martín. También es válido mencionar, por tanto, a Napoleón y Bismarck en Europa o a otros de la misma América Latina como Hidalgo, Morelos, Morazán, Miranda, Sucre, Martí, Artigas, Zapata, Villa o Sandino. Mora Porras es el más emblemático en el caso costarricense. Ahora bien, es inválido tratar de encajar a todos estos personajes y a otros que no se mencionan en el clásico caudillo que se ha tratado de caracterizar. Es por lo anterior que el liderazgo personalista es la quintaesencia que enmarca este análisis, tal y como se definió líneas arriba.
El presidencialismo heredado del caudillo
Todo lo anterior permite ir entretejiendo el objetivo de este pequeño estudio: desenmascarar los fenómenos políticos particulares de la realidad americana bajo la figura del caudillo, el cual es la cabeza de los procesos liberales que se han gestado en los diferentes estados del continente. Por ello, no es de extrañar el fuerte centralismo político que ostentan los estados americanos bajo la figura del presidente. El presidencialismo es, por tanto, una consecuencia directa de este caudillismo.
Llegados a este punto, quizás el panorama es más agudo sobre lo que sucede en Nuestra América (y en Estados Unidos). El presidente es el heredero del caudillo. El constitucionalismo se encargó de dar poderes extraordinarios a los presidentes, los cuales pueden encontrar portillos abiertos para movilizar una poderosa maquinaria política y social. Aunque el caso cubano es distinto por su carácter socialista (aunque debe recordarse que la revolución fue nacionalista hasta el inicio del bloqueo por parte de los Estados Unidos), la carismática figura de Fidel Castro mantiene los rasgos esenciales del caudillo. Sin embargo, encajarlo bajo las características expuestas sería injusto y arriesgado pues, en este caso, se conjugan una serie de aspectos claramente diferenciables, principalmente el giro de la revolución hacia el socialismo.
Con la salvedad anterior, es plausible señalar que los procesos electorales en América se centran en los comicios que definirán a los presidentes, aunque no sean -meritoriamente- estos los más importantes cuanto sí las diputaciones que, al final de cuentas, crearán las leyes legitimadoras del sistema liberal burgués o bien, las elecciones locales que definen a los actores directos de la vida cotidiana del común de la población.
Lo anterior permite comprender el papel que juega la elección de un presidente. Simplemente forma parte de las representaciones colectivas, tan arraigadas que legitiman la necesidad de un gobernante con las características del caudillo, donde, incluso, a un amplio sector de la población no le disgustaría la idea de un autoritarismo que «ponga orden» dentro del statu quo. Esto último también se puede explicar por la inestabilidad política que ha caracterizado a la región latinoamericana, donde el mismo ejército (creador de caudillos en su mayoría) rompe el orden constitucional vigente para perpetuar los intereses de la élite liberal y burguesa.
En resumen. La importancia que se presenta en los procesos electorales para definir al presidente que gobernará viene explícitamente heredada del caudillismo que ha caracterizado a toda América desde los años de la independencia y que tiene sus raíces en la conformación de los estados nacionales de Francia y Prusia, los cuales calaron profundamente en el imaginario de los liberales americanos. Para muchos, el excesivo poder que tienen los presidentes tiende a tornarse abusivo o autoritario, pudiendo degenerar (como ha ocurrido) en dictaduras militares o económico-civiles. Esto pues, queda también demostrado como parte del mismo fenómeno caudillista, puesto que se trate de militares o de élites económicas apoyadas en el ejército, las circunstancias y las causales conllevan inevitablemente al surgimiento de estos personajes que tienden a legitimarse en el poder por parte de la misma ciudadanía que los eligió o no.
Desde un punto de vista más utópico, la creación de sociedades menos representativas y más asamblearias de participación real es aun difícil de concretar. Las estructuras de pensamiento están bien arraigadas en la legitimación de los gobernantes. Es por ello que, en general, las sociedades latinoamericanas viven desmovilizadas en la búsqueda de opciones verdaderamente democráticas. Las elecciones para presidente se convierten en mecanismos alienantes que apaciguan las aguas tormentosas en que se mueve la lucha de clases. Los cortos periodos de las administraciones de los mandatarios debilitan la construcción de otras formas de decisión. Donde se presenta un mayor autoritarismo legitimado el contrato social solo se disuelve por la insostenibilidad del régimen a través del tiempo o bien, con la partida abrupta del caudillo. Sin embargo, siempre se añora la vuelta a ese pasado mesiánico, mientras los oportunistas construyen un modelo diferente acorde a nuevos actores sociales (la élite de siempre pero libre de imposiciones personalistas), pero fuera del alcance de los mismos que sustentan el caudillismo, es decir: el pueblo.
Ahora bien, muchos de los nuevos actores sociales, que en América Latina vieron la luz con la caída de las dictaduras y de los caudillos, se apropian de los discursos de los líderes para legitimar sus acciones, este es el caso de los neoliberales, los cuales encuentran la tierra fértil para el establecimiento de sus intereses de clase.
En suma, entender lo que ocurre en América, y por ende Costa Rica, en medio de procesos electorales, es entender que su raíz nace en el caudillismo. Las posiciones dogmáticas, principalmente de la izquierda, no permiten un campo de interpretación sobre estos fenómenos de la particularidad americana. Si bien es cierto, en la construcción de un mundo socialista es imperativo acabar con estas estructuras liberales, se debe tener claro que su comprensión e interpretación permitirán afrontarlas mejor. El liderazgo de ciertas personas no está mal, lo importante es el método que debe seguirse. En palabras de Freire (s. f.),
«la acción liberadora, reconociendo esta dependencia de los oprimidos como punto vulnerable, debe intentar, a través de la reflexión y de la acción, transformarla en independencia. Sin embargo, ésta no es la donación que les haga el liderazgo por más bien intencionado que sea. No podemos olvidar que la liberación de los oprimidos es la liberación de hombres y no de «objetos». Por esto, si no es autoliberación -nadie se libera solo- tampoco es liberación de unos hecha por otros.» [2]
El liderazgo, si es revolucionario, debe comprender que no existen ungidos, mas para quienes han asumido la importante tarea de ser líderes legítimos, ha de entenderse que es el pueblo quien encabeza la ardua tarea de su liberación definitiva. El líder sólo es su apoyo incondicional y absoluto, no su venerado guía. Para ello, solo la concienciación de la gente evitará la mitificación y deificación de esos liderazgos. Sin embargo, este no es el común denominador como la historia bien lo ha demostrado.
Notas
[1] Castro, Pedro. 2007. El caudillismo en América Latina, ayer y hoy. En Política y cultura, número 27, México. Versión html. Consultado en: http://www.scielo.org.mx/
[2] Freire, Paulo (s. f.) Pedagogía del Oprimido. Versión digitalizada, p. 46.
Fuente original: http://www.
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