Ucrania -el segundo país con mayor superficie de Europa (603.500 km2), por detrás de Rusia y por encima de Francia y España- y con 46 millones de habitantes en 2009, constituye actualmente un polvorín geopolítico y un venero para los analistas internacionales. A la realidad «intramuros» ucraniana, pero también a la de Rusia (y a […]
Ucrania -el segundo país con mayor superficie de Europa (603.500 km2), por detrás de Rusia y por encima de Francia y España- y con 46 millones de habitantes en 2009, constituye actualmente un polvorín geopolítico y un venero para los analistas internacionales. A la realidad «intramuros» ucraniana, pero también a la de Rusia (y a su política exterior), a las lógicas imperiales en conflicto (Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia), al episodio de Crimea, al golpe de Maidán y a la situación de las naciones sin estado (y su relación con el derecho a la autodeterminación) dedica el profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo, el libro «Rusia frente a Ucrania. Imperios, pueblos, energía», publicado por Catarata en abril de 2014.
Históricamente, Ucrania se ha situado en una encrucijada de lógicas imperiales. Sometida al dominio de Polonia o al de Rusia, y con los imperios otomano y austrohúngaro al acecho, el análisis histórico permite comprender algunas de las divisiones territoriales que marcan el presente. Si la región de Járkov (en el este de Ucrania) se integró en el imperio de los zares en 1533, Lvov (en el oeste del país) sólo ha permanecido bajo la férula de Moscú entre 1945 y 1991. En todo caso, resume Carlos Taibo, «los vínculos con Rusia, que a buen seguro han sido los más relevantes en los últimos siglos, llevan por detrás la impronta de una relación colonial, o casi colonial».
Precisamente en el Occidente, con Lvov como lugar destacado, se ha desarrollado el nacionalismo ucraniano contemporáneo, mientras que la parte oriental del país, donde la población rusa se acerca al 40% del total (buena parte de esta población defendía en los últimos años una «solución» federal), concentraba en buena medida el poder económico. En la zona oriental se emplazan además Lugansk y Donetsk, de amplia resonancia en las portadas mediáticas. Taibo pone de manifiesto estos antecedentes desde su amplia mirada de politólogo y especialista en Europa Central y Oriental, materia sobre la que ha publicado numerosos trabajos, entre otros, «El conflicto de Chechenia»; «Rusia en la era de Putin» e Historia de la Unión Soviética».
Una mirada de brocha gruesa a la política contemporánea de Ucrania distinguiría entre los «naranjas» o pro-occidentales (con personajes como Yúshenko y Timoshenko) y los «azules» o pro-rusos (Yanukóvich), pero el bisturí analítico de Taibo recuerda el «delicado registro» que más allá de etiquetas registra el país en materia de derechos humanos: «Así lo testimonian los vínculos entre responsables políticos y grupos criminales, una rampante corrupción que no suscita castigos, el maltrato a detenidos e inmigrantes ilegales o las frecuentes presiones desarrolladas sobre los medios de comunicación».
Además, frente a quienes consideraban a Yanukóvich abiertamente pro-ruso, Carlos Taibo subraya que el expresidente ucraniano (2010-2014) no interrumpió las aproximaciones a la Unión Europea, ni abandonó la asociación (no precisamente alineada con Rusia) con Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia (GUAM), ni integró a Ucrania en la unión aduanera que componen Rusia, Bielorrusia y Kazajstán. Pero sí que hay un hecho cierto, otra vez al margen de etiquetajes groseros, según el autor de «Rusia frente a Ucrania»: la oligarquía controla la vida parlamentaria, de manera que se produce una simbiosis de intereses entre elite política y económica. Entre los 450 diputados elegidos en las elecciones generales de 2006 podían distinguirse 300 grandes fortunas.
En un libro de 150 páginas, el politólogo gallego apunta 169 notas de referencia a otros trabajos y remite a una bibliografía de 119 obras. Una excelente capacidad de síntesis. En la completa disección, el autor otorga primer orden a la geopolítica y el control de los recursos. «Hoy en día Rusia proporciona el 27% del gas que consume la Unión Europea, y el grueso de ese gas sigue discurriendo por territorio ucraniano. Si bien los nuevos conductos reducirán la importancia de Ucrania, salvo hecatombe este país continuará siendo lugar de tránsito principal de gas ruso que se encamina hacia la Europa Central y Occidental».
Tampoco es cierto que la política exterior ucraniana se debata exclusivamente, como en un dilema existencial, entre la influencia de la Unión Europea y Rusia. Actores como China resultaron decisivos para evitar en los años más duros de la crisis la quiebra del país, y los capitales de la potencia oriental sirvieron para financiar las infraestructuras de la Copa Mundial de selecciones de fútbol (Ucrania-Polonia 2012). Estos vínculos, que se estrecharon durante la presidencia de Yanukóvich, se concretaron asimismo en el sector de la industria nuclear. Además, Ucrania ha participado en maniobras de la OTAN y ha enviado contingentes a misiones internacionales en Bosnia, Kosovo y Georgia.
Llegado al epicentro de Maidán (página 97), Taibo se aleja de explicaciones maniqueas que remiten a un conflicto de bloques y prefiere una interpretación multifactorial. Más fuerza que el paneuropeísmo, según el autor, tenían «el rechazo de las políticas, y la corrupción, imperantes en la Ucrania de Yanukóvich»; o «un código nacionalista que apenas se disimulaba»; o «el ascendiente de grupos de presión financiados por instituciones y organizaciones occidentales», como sucedió con las «revoluciones de colores»; también «la presencia de grupos de extrema derecha, que asumieron un papel protagonista en la confrontación con la policía ucraniana»; y «la indignación ante una represión que corrió a cargo de la Beirut (policía antidisturbios)».
El politólogo no suele desatender en sus textos la relevancia de las naciones sin estado y el derecho de autodeterminación. En el presente libro apunta la incoherencia de la Rusia putiniana, que defiende y hace valer este principio en Crimea (donde el 59% de sus habitantes, en 2013, era ruso y el 80% rusohablante), pero no hizo lo mismo en Chechenia, ni en 2006 respecto a la llamada república del Transdniestr (desgajada de Moldavia); ni en relación con la independencia declarada unilateralmente por Kosovo en 2008.
A partir del 7 de abril de 2014, milicias pro-rusas integradas por gente del este de Ucrania ocuparon edificios públicos en Lugansk, Járkov y Donetsk (donde también se convocó un referendo para el 11 de mayo). Los medios occidentales apuntaron de inmediato contra Moscú, pero esto «no resultaba en modo alguno claro», señala Carlos Taibo. Aunque con todas las cautelas, «más bien parecía que las milicias configuraban un problema para los gobernantes rusos, aunque a duras penas pudieran esquivar los gestos de apoyo».
¿Cuáles son los dos principales objetivos de la política exterior rusa? En términos simples, «la defensa de los intereses del país, en particular los económicos, y el mantenimiento de una esfera de influencia propia». Más en concreto, «para Moscú las concesiones han tocado a su fin, de tal forma que, una vez verificadas las sucesivas ampliaciones de la OTAN en la Europa Central y Oriental, el empeño del Kremlin es evitar que Ucrania, Moldavia y Georgia se sumen a la Alianza». Por lo demás, los enfoques «multilateralistas» de Rusia (por ejemplo, con el ejercicio del derecho de veto en la ONU, en el ámbito de los BRIC, en el llamado «grupo de los veinte» o en los movimientos para mejorar relaciones con Turquía, Irán, India y China) no son para muchos analistas sino pero oportunismo, consecuencia de la debilidad de los últimos decenios. Según estos análisis, las lógicas del Kremlin y la Casa Blanca no son tan distintas como se pudiera pensar.
Poco suelen recordarse los antecedentes de la relación entre Rusia y Estados Unidos tras la implosión de la URSS. Recuerda Carlos Taibo que la potencia estadounidense «no dudó en respaldar a un presidente ruso débil, Yeltsin, que mal que bien, al asumir posiciones de poca confrontación, respondía a los intereses de Washington». Después, «con Putin las cosas fueron bien en primera instancia, cuando la cruzada supuestamente antiterrorista de George Bush hijo recibió un franco y caluroso respaldo por parte de Moscú».
Pero en el libro de Taibo predominan los matices, los grises y la agudeza analítica que huye de las explicaciones planas y simplificadoras. No se trata de encarnizarse con las políticas desarrolladas por las elites rusas, y sus contradicciones, al margen de un contexto. El de la «prepotencia norteamericana», que obligó a Moscú a «buscar caminos más independientes y menos complacientes con Estados Unidos». Como consecuencia de ello, a partir de 2007 han aumentado los focos de tensión. Sobre los límites de las ampliaciones de la OTAN y de la Unión Europea; el «escudo antimisiles» estadounidense; las secuelas de las «revoluciones de colores»; los conflictos en Libia y Siria; o en Georgia (2008) y en Ucrania. Rusia esgrime sus «triunfos» (relativos) en Osetia del Sur, Abjazia, Crimea, en el fracaso de las «revoluciones de colores» o en un decremento de la influencia estadounidense en Asia Central.
Capítulo de análisis diferente merecen los vínculos entre Rusia y la Unión Europea. Si se pone el foco en las relaciones económicas, la potencia rusa deviene mucho más relevante para la UE que para Estados Unidos. Aunque se trate de una relación económica «desequilibrada», sostiene Carlos Taibo. La mitad del comercio exterior ruso se realiza con la Unión Europea, si bien Rusia concentra sólo un 6% de las exportaciones y un 10% de las importaciones de la UE. El 63% del petróleo exportado por Rusia, y el 65% del gas, se dirige a la Unión Europea, que concentra el 80% de las inversiones exteriores en Rusia (automóvil, alimentación y distribución). Las inversiones rusas en la UE son notables en el campo de la energía y la aviación.
Pero más allá de la casuística por sectores, ¿a qué responden los intereses de la Unión Europea respecto a Rusia? Según Carlos Taibo, a «la eventual explotación de una mano de obra barata, en el disfrute de materias primas muy golosas y, en su caso, en la apertura de mercados razonablemente prometedores». «Y es que los oligarcas rusos y las transnacionales europeas tienen sospechosos intereses comunes», agrega el politólogo.
En el último capítulo del libro -«diez conclusiones rápidas»- el autor de «Rusia frente a Ucrania» arroja claridad sobre una serie de puntos, por ejemplo, la figura de Putin. Propone desmontar algunos mitos asociados al mandatario: «la apariencia de firmeza, de fortaleza y de eficacia que lo acompaña». Sin embargo, Putin no ha conseguido encarrilar un maltrecho estado federal, ni zanjar el conflicto de Chechenia (aunque le interesaba que quedase «razonablemente abierto», ni plantar cara a los oligarcas, ni dar solución a los grandes problemas socioeconómicos de la población.
Por otro lado, cada vez serán más frecuentes, a juicio del docente, los «conflictos sucios», en los que resultará difícil tomar partido. Al contrario de lo que ocurría en conflictos como los del Sáhara Occidental o Palestina. Además, «la dimensión simbólica, de fuegos de artificio, de muchas tensiones», como se ha visto en Ucrania, donde «unos y otros tienen que aparentar que están a la altura de los órdagos que han lanzado». Tampoco parece que nos encontremos ante un nuevo escenario de «guerra fría», ya que no se enfrentan dos cosmovisiones ni sistemas económicos diferentes. Ni tampoco es comparable el monto del gasto militar: varios países miembros de la OTAN (cada uno por separado) cuentan un gasto militar más elevado que el de Rusia.
Los medios de comunicación tienen, sin embargo, la agenda internacional adecuadamente configurada y han señalado nítidamente al «enemigo». «Pareciera como si Rusia no hubiera recibido agravio alguno (ampliaciones de la OTAN, revoluciones de colores o displicente trato comercial) y se comportase como una potencia agresiva ajena a toda contención; la realidad, sin embargo, es bastante diferente», matiza Taibo. Un escenario geopolítico complejo, pero en el que, a veces, precisamente la complejidad del análisis, pierde de vista la magnitud del «bosque»: «puede suceder que dentro de unos años, cuando los ‘picos’ respectivos hayan quedado muy atrás, nos parezcan triviales las disputas sobre cómo, y por quién, deben extraerse y transportarse el petróleo y el gas natural».
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