La afirmación tan común según la cual «todos los políticos son iguales» sólo puede explicarse por la ignorancia o el desinterés por la política de quienes se apuntan a esa simpleza. Lo único que tienen en común todos los políticos -profesionales, se entiende- es que se desenvuelven en el mismo campo de actividad. Mas enjundia […]
La afirmación tan común según la cual «todos los políticos son iguales» sólo puede explicarse por la ignorancia o el desinterés por la política de quienes se apuntan a esa simpleza. Lo único que tienen en común todos los políticos -profesionales, se entiende- es que se desenvuelven en el mismo campo de actividad.
Mas enjundia tiene la cosa, en cambio, es si la pretensión de igualdad se ciñe a los dirigentes de los partidos que se turnan en el control del poder del Estado. En ese caso, todo depende del nivel de abstracción en el que se plantee la pretendida igualdad. Porque es cierto que esos partidos suelen coincidir en su posición ante casi todos los asuntos de mayor relevancia, que ellos mismos suelen denominar «cuestiones de Estado», reservando sus divergencias para cuestiones de entidad menor. Menor a ésas pero de enorme trascendencia para los ciudadanos que consideran que no es en el terreno de las «cuestiones de Estado», sino en el de la «política práctica», en el que se juega lo que para ellos resulta esencial.
Hago esta precisión para aclarar que cuando sostengo que el laborista Tony Blair es igual de derechista que muchos políticos derechistas europeos, e incluso más que algunos, no estoy haciendo abstracción de nada. No lo digo porque crea que «todos son iguales», ni siquiera porque piense que todos los paladines del Estado son del estilo, sino porque él, Blair -específica, personalmente-, se comporta tal cual sus teóricos oponentes políticos. En muchísimos terrenos. En casi todos, si es que no en todos.
Se supone que lo que debería caracterizar a un laborista -a un socialista, en versión británica- es su mayor preocupación por las libertades públicas, por los avances sociales, por el papel dinamizador del Estado en la actividad económica, por la paz y la concordia internacionales, por la igualdad y el entendimiento entre los diversos pueblos y las diferentes culturas… Nada más alejado del comportamiento del premier británico. En el plano económico y social, basta con recordar que llegó a hacer tándem con José María Aznar: es un forofo del neoliberalismo. Se ha convertido también en el principal defensor europeo del recorte de las libertades públicas e individuales, incluyendo iniciativas tan inauditas como la formación de tribunales secretos, el derecho de la autoridad gubernativa a ordenar la deportación de ciudadanos al margen de todo control judicial y el derecho de la policía a mantener durante meses en comisaría a los detenidos sin necesidad de formular cargos contra ellos. Y para qué hablar de su posición en lo referente a los problemas de la guerra y la paz, lo mismo que de su indisimulable hostilidad hacia la cultura islámica. En resumen: a su lado, el primer ministro francés parece un izquierdista.
¿Qué tiene que ver su comportamiento con las señas de identidad históricas del laborismo?
Pero la cuestión más de fondo, para estas alturas, no se refiere a la persona de Blair, sino al conjunto del Partido Laborista. La pregunta no tiene que ser: «¿Es Blair laborista?», sino más bien: «¿Son laboristas los laboristas?».