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El horror de la inmigración ilegal en Europa

Esclavo en Puglia

Fuentes: LExpresso

Traducido del italiano para Encontrarte, Rebelión y Tlaxcala por Juan Vivanco

Septiembre 2006.- Fabrizio Gatti, periodista italiano y enviado especial de L’Espresso, vivió una semana con los cosechadores de tomates en la provincia de Foggia. Un infierno de explotación, violencia y ley del silencio.

Explotados. Mal pagados. Alojados en tugurios mugrientos. Molidos a palos si protestan.
Diario de una semana en el infierno, con los braceros extranjeros de la provincia de Foggia en Puglia, Italia.

El amo lleva camisa blanca, pantalón negro y zapatos polvorientos. Es italiano, de Puglia, pero apenas habla italiano. Para que le entiendan pide ayuda a su guardaespaldas, un magrebí que le garantiza el orden y la seguridad en los campos.

-Mira a ver qué quiere este. Si busca trabajo dile que hoy estamos completos -le avisa en dialecto, y se va en un todoterreno.
El magrebí habla un italiano excelente. No tiene galones en su camiseta sudada, pero se nota enseguida que es el capataz.

-¿Eres rumano?
Una media sonrisa se lo confirma.
-Puedo contratarte, pero mañana -le promete-. ¿Tienes una amiga?

-¿Una amiga?
-Tienes que traerme a tu amiga. Para el amo. Si se la llevas te dará trabajo ahora mismo. Cualquier chica sirve.
El capataz señala a una veinteañera y a su compañero que trabajan en la cremallera de una cosechadora para la recolección mecanizada de tomates.
-Son rumanos como tú. Ella ha estado con el amo.
-Pero yo estoy solo.
-Entonces no hay trabajo.

El mapa de la zona denominada el «triángulo de los esclavos»

No hay límite para la vergüenza en el triángulo de los esclavos.

El capataz quiere una chica para acostarse con el amo. Ese es el precio de la mano de obra en el corazón de Pulia. Un triángulo sin ley que abarca casi toda la provincia de Foggia. De Cerignola a Candela y, al norte, hasta más allá de San Severo. En la región progresista de Nichi Vendola A media hora de las playas de Gargano. En la tierra de Giuseppe Di Vittorio, héroe de las luchas sindicales e histórico secretario de la CGIL. En el camino de la peregrinación al «megasantuario» de San Giovanni Rotondo, el convento del Padre Pío.

Una semana infiltrado entre los esclavos es un viaje más allá de cualquier crueldad imaginable. Pero no hay otro modo de acercarse al horror que deben soportar los inmigrantes.

Por lo menos son 5.000. Quizá 7.000. Nadie ha hecho un censo exacto. Todos extranjeros. Todos explotados sin contrato. Rumanos con o sin permiso de residencia. Búlgaros. Polacos. Y africanos: de Nigeria, Níger, Malí, Burkina Faso, Uganda, Senegal, Sudán y Eritrea. Algunos desembarcaron hace unos días. Partieron de Libia y llegaron aquí porque sabían que en verano se encuentra trabajo. De nada sirve patrullar las costas si luego los empresarios se desentienden de las normas. Pero aquí también se desentienden de la Constitución: artículos 1, 2 y 3, y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Para proteger sus negocios, los agricultores y terratenientes han creado una trama de capataces despiadados, italianos, árabes y europeos orientales. Alojan a sus braceros en tugurios ruinosos adonde ya ni los perros callejeros van a dormir. Sin agua, luz ni higiene. Les ponen a trabajar de seis de la mañana a diez de la noche y les pagan -cuando pagan- 15 o 20 euros diarios. Si alguien protesta le hacen callar a palos. Alguno ha acudido a la comisaría de Foggia y allí ha descubierto la ley promovida por Umberto Bossi y Gianfranco Fini: le han detenido y expulsado por no tener un permiso de trabajo en regla. Otros han huido. Los capataces se han pasado toda la noche buscándoles. Como en la caza del hombre que cuenta Alan Parker en la película Mississippi Burning. A algunos les cazan, a otros les matan.

Estamos en la temporada del «Oro Rojo», la cosecha del tomate. La provincia de Foggia abastece a casi todas las industrias de transformación de Salerno, Nápoles y Caserta. Los tomates tipo perita que se dan aquí acaban pelados y enlatados. Se convierten en salsa. Los menos maduros se dejan para tomates de ensalada. Salen del triángulo de los esclavos y van a parar a las mesas de toda Italia y media Europa y también en Venzuela. Luego están los tomates en rama para las pizzas. Hay otras hortalizas, como berenjenas y pimientos. Falta poco para la época de la cosecha. Los empresarios simulan ignorancia, pero después de la cosecha se ponen a la cola para cobrar las subvenciones de Bruselas. L’Espresso ha indagado en decenas de campos: ni uno solo tiene a los temporaleros en regla. Pero no se trata únicamente de competencia desleal en el seno de la Unión Europea. Lo grave es que en los campos de cultivo se toleran los peores crímenes contra los derechos humanos.

No hacen falta muchas cosas entrar en el mercado más miserable de la Europa agrícola: varios nombres inventados para usar uno en cada ocasión, una fotocopia de la orden de expulsión emitida hace un año en Lampedusa por el centro de detención de inmigrantes y una bicicleta para huir lo más lejos posible si hay peligro. El capataz que reclama una chica como sacrificio controla la recolección de tomates en Stornara. Uno de los primeros campos a la izquierda, nada más salir del pueblo, en la recta abrasadora que lleva a Stornarella. Para llegar hasta aquí hay que pedalear por la estatal 16 y luego adentrarse en los olivares a lo largo de diez kilómetros. La aldea es un islote de casas en medio del campo. En la estación de Foggia, Mahmud, 35 años, de Costa de Marfil, me había dicho que aquí podía haber empezado ya la cosecha. Él, que duerme en una cueva en Lucera, está sin trabajo, porque en el norte los tomates todavía tienen que madurar. Mahmud sobrevive vendiendo información a los que acaban de llegar en tren a cambio de unas monedas.

Hoy debe de ser el día más tórrido del verano. Cuarenta y dos grados anunciaban los titulares en el quiosco de la estación. En medio del campo, en el aire hirviente se divisa una casa abandonada. Está habitada. Son africanos. Están descansando en un viejo sofá a la sombra de un árbol. Alguien habla tamazhig: son tuaregs. Un saludo en su lengua ayuda a las presentaciones. La segregación racial es rigurosa en la provincia de Foggia. Los rumanos duermen con los rumanos, los búlgaros con los búlgaros y los africanos con los africanos. Con el reclutamiento pasa lo mismo. Los capataces no toleran excepciones. Si un blanco quiere ver cómo tratan a los negros sólo puede hacer una cosa: tomar un nombre prestado, por ejemplo Donald Woods, surafricano. Como el legendario periodista que denunció al mundo los horrores del apartheid.
-Si eres surafricano puedes quedarte -dice Asserid, de 28 años.

Salió de Tahua, en Níger, en septiembre de 2005. En junio de 2006 desembarcó en Lampedusa. Cuenta que lleva cinco días en Pulia. Después de 40 días de reclusión en el centro de detención de Caltanissetta le soltaron con una orden de expulsión. Asserid cruzó el Sáhara a pie y en viejos todoterrenos hasta Al-Zuwara, la ciudad libia de los traficantes y las lanchas que van a Italia.
-En Libia todos los emigrantes saben que los italianos contratan extranjeros para la cosecha del tomate. Por eso estoy aquí. Esta sólo es una etapa. No tenía alternativa -admite Asserid-, pero espero ahorrar pronto algún dinero para ir a París.

Adama, de 40 años, tuareg nigerino de Agadés, hizo el recorrido inverso. Llegó en avión a París con visado de turista. Luego las cosas le fueron mal, le agarraron trabajando sin papeles y le echaron de Francia. Ahora está en Puglia, atraído por la temporada del «Oro Rojo».
-Este es el campamento tuareg más al norte que ha habido nunca -dice Adama riendo.

Pero no hay muchos motivos para reír. El agua que sacan de un pozo con bidones reciclados no se puede beber, está contaminada con residuos y herbicidas. La letrina es un enjambre de moscas sobre un hoyo. Para dormir de dos en dos sobre colchones mugrientos tirados en el suelo tienen que pagarle al capataz 50 euros mensuales por cabeza. Y todavía se pueden considerar afortunados, porque en otros tugurios los capataces retienen de la paga hasta 5 euros por noche. A los que suman de cincuenta céntimos a un euro por hora trabajada y otros cinco euros diarios por el transporte a los campos. Así de fácil le resulta al capataz amasar su fortuna. A las dos y media de la tarde llega con su Golf y lo carga hasta lo imposible.

-¿De verdad es africano este? -les pregunta a los demás ante el único blanco.
Nadie sabe dar respuestas seguras.
-Pago tres euros la hora. ¿Te vale? Si es así, sube -ofrece el hombre.
Pantalón corto, camiseta sin mangas y en el bíceps el tatuaje de una mujer en bikini vista de espaldas.

Salimos. Vamos nueve en el Golf: tres delante, cinco en el asiento de atrás y un chico acurrucado como un peluche en la plataforma posterior. Sólo por este transporte de diez minutos el capataz cobrará 40 euros. Los chicos le llaman Giovanni. Han trabajado ya de 6 a 12:30. La pausa de dos horas no es una cortesía: hoy hacía demasiado calor incluso para los amos, que no quisieron renunciar a la siesta. Giovanni se presenta mirando por el retrovisor:
-Yo John, ¿y tú? -Luego advierte-: John es bueno si tú bueno. Pero si tú malo…
No sabe inglés ni francés y eso es todo lo que acierta a decir. Pero el puñal de submarinista que lleva bien a la vista en el salpicadero habla por él. Amadu, de 29 años, nigerino de Filingue, revela el estado de ánimo de los muchachos:
-Giovanni, hoy es viernes y llevas tres semanas sin pagarnos. La provisión de pasta se nos está acabando. Llevamos quince días comiendo sólo pasta y tomates. Los muchachos están agotados. Necesitan carne para trabajar.

Los tres euros por hora prometidos eran mentira. Pero Giovanni sigue prometiendo. Cuando contesta dice siempre: «nosotros los turcos» aunque la matrícula del coche es búlgara. Por el acento podría ser ruso o ucraniano.
-Te juro por Dios -prosigue el capataz-, hoy llega el dinero y les pagamos. Tú tienes que creerme. Yo trabajo contigo en Stornara. No me burlo de mis colegas.
Giovanni vive en las afueras, en una casita de ladrillo que queda a la derecha, a mitad de la recta de Stornarella, casi enfrente de otra casa ruinosa llena de colchones y esclavos.

El Golf cargado hasta los topes avanza dando tumbos por la estrecha carretera provincial de Lavello. El cuentakilómetros marca 100 por hora, una locura. Al llegar a las primeras granjas del pueblo, Giovanni tuerce a la derecha por un camino de tierra. Dos kilómetros más y llegamos. Seguimos a pie, en fila india. El campo está entre dos viñas. Estos tomates se recogen a mano. Cuando el amo ve llegar al grupo de africanos imita las voces de los monos. Luego da órdenes con los insultos que hizo famosos el vicepresidente del Senado, Roberto Calderoli: «¡Vamos, bingo-bongo!».[*] En ese momento una furgoneta está descargando a nueve rumanos. Hay tres chicas entre ellos, las únicas de toda la cuadrilla. Trabajamos con la cabeza gacha. No se te ocurra levantar la vista:

-¿Qué coño miras? ¡A trabajar! -chilla el amo acercándose peligrosamente.

Se llama Leonardo y tiene unos 30 años. Es de Puglia. Lleva bermudas, camiseta sin mangas y gafas de sol a la moda, como si acabara de llegar de la playa. Por su modo de hablar parece el dueño de la explotación agrícola. O quizá sea el hijo del dueño. Se ocupa de la mano de obra. Es como el jefe de los capataces. Su granja está a unos diez kilómetros, a la entrada de Stornara. En la misma carretera que recorre Giovanni para llevar esclavos a la tierra. A Leonardo le ayuda otro italiano, el capataz de los rumanos. Lleva camiseta blanca, melena y un bigotito recortado. El tercer italiano seguramente es el comprador de la cosecha. Flaco. Pelo rubio corto. Celular colgado del cuello con una cadena de oro. Habla con fuerte acento napolitano. Aparca su lujoso todoterreno y enseguida se hace notar. Alguien ha puesto por equivocación las cajas llenas sobre las tomateras. Él grita como un loco:
-¡Como alguien vuelva a poner una caja sobre las plantas, por mi madre que se la rompo en la cabeza!

Los tres italianos sudan, pero sólo por el calor. Aparte de vigilar a sus esclavos, no mueven un dedo.

Giovanni se va a llevar a otros braceros. Luego vuelve dos veces con la provisión de agua. Cuatro botellas de plástico de litro y medio deben bastar para 17 gargantas sedientas. Cualquiera sabe dónde las ha llenado. Una de ellas pierde y llega casi vacía. El agua huele mal, pero por lo menos está fresca, aunque es insuficiente. Un par de tragos durante más de cuatro horas de trabajo a cuarenta grados bajo el sol no quitan la sed. La mayoría de los africanos no han almorzado ni desayunado, de modo que se las arreglan para comer tomates verdes a escondidas. Aunque estén llenos de pesticidas y venenos. Quizá por eso en su piel, durante días, no aparecerá ni siquiera una picadura de mosquito.

Leonardo quiere saber cómo es que hay blancos en África. Se mueve entre las espaldas encorvadas como un profesor entre los pupitres y le da permiso a Mohamed, de 28 años, un muchacho de Guinea. Aquí, para dejar de trabajar o para hablar, hay que pedir permiso. Mohamed sabe por qué hay blancos en Sudáfrica. Es licenciado en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales por la Universidad de Argel. Habla italiano, inglés, francés y árabe. Contesta de rodillas delante de ese italiano que confiesa, sin ningún pudor, que nunca ha oído hablar de Nelson Mandela.
-¿Habéis oído eso? -les repite al cabo de un momento Leonardo a los otros italianos-. En Italia los claros están en el norte y aquí en el sur somos oscuros. En cambio en África en el sur son blancos y estos de aquí del norte son negros.

El percance llega de improviso. Miguel es el más viejo de los rumanos. Tiene sesenta años y pelo gris. Está cargando cajas llenas en el remolque del tractor. La madera es demasiado fina y está seca. Una de las cajas se desfonda derramando doce kilos de tomates. Antes de que a Michele le dé tiempo a agacharse para recogerlos, Leonardo le da un puñetazo en la cabeza.
¡Ten más cuidado, pendejo! -grita-. ¿Qué crees? ¿Que estamos aquí esperando a que tires las cajas o qué?
Parece que Miguel se disculpa, está demasiado cansado y ofendido para hablar en voz alta.
¡Qué coño perdona -sigue Leonardo-, ten más cuidado!
Todos nos hemos parado a mirar. Una chica se ha enderezado como protesta. El de acento napolitano se acerca hecho una furia:
-Abajo, no ha pasado nada. Abajo o esta noche no os marcháis a casa hasta que no hayáis terminado.

Como si estos peones tuvieran una casa.

Miguel vuelve a cargar el remolque ayudado por otros rumanos. Pero media hora después se sienta en el suelo. Se sujeta la cabeza. Pierde mucha sangre por la nariz. Un compañero suyo exprime un tomate maduro para mojarle la frente. El hombre del bigotito recortado le explica a Leonardo lo que ha hecho:
-Le he tenido que tirar una pedrada en la frente. Me ha obligado. Ese cabrón se ha encarado conmigo porque tú antes le habías pegado, y también porque esta noche no hay dinero para pagarles. ¿Y a mí qué me cuenta? Cogió una piedra y se la quité de las manos. A mí no me amenaza ningún rumano de mierda.

Leonardo sonríe.

No paramos hasta que el sol se oculta detrás de los montes Dauni. Michele está mejor. Los rumanos se reúnen alrededor de su capataz. Giovanni fotografía a sus braceros. Las fotos le sirven para pagarles y para saber si alguien huye del grupo. Luego les hace firmar el registro con las horas trabajadas. Hoy terminamos antes de lo acostumbrado. El motivo se lo explica el capataz a Amadu en el coche durante el regreso:
-Los carabineros andan rondando. -Giovanni señala a un campo de tomate junto a la carretera-: ¿Ves esto? Por la tarde vinieron los carabineros a llevarse a varios de mis muchachos. Yo también trabajo aquí. Africanos como tú y rumanos. Se los llevaron para repatriarlos. Pero no tengáis miedo, el campo donde trabajáis vosotros -dice señalándose los hombros como si tuviera galones- está controlado por la mafia.
Sucede a menudo los días de paga. A veces son los propios patronos quienes llaman a los guardias, la policía o los carabineros, para decirles dónde están los inmigrantes. Basta con una llamada anónima. Así los capataces se quedan con los jornales y la prefectura actualiza las estadísticas con más expulsiones.
Pero Amadu le recuerda que hoy tampoco han pagado.
-¿Eres musulmán? -le pregunta Giovanni.
-Sí.
-Pues te juro por Alá que la semana que viene os pago a todos. Y si necesitáis carne, te juro que os invito a todos a mi casa. Por supuesto, la semana que viene. Cuando podáis pagar la carne.

El 14 de mayo de 1904, cerca de aquí, la policía atacó una manifestación de braceros. Entre ellos estaba un joven Giuseppe Di Vittorio. Ese día hubo cuatro muertos. Una de las víctimas era Antonio Morra, de 14 años, amigo de infancia del futuro dirigente sindical. Ahora las protestas se reprimen antes de que puedan extenderse. Los capataces actúan como una policía paralela. Los empresarios recurren a ellos cuando hay problemas. Ellos imponen las reglas:

-Mañana vengo a buscaros a las cinco de la madrugada -anuncia Giovanni después de descargar a sus pasajeros.

Gatti con un inmigrante

Ya son casi las diez de la noche. Si descontamos la ducha precaria con agua del pozo y la mísera cena, apenas nos quedan cinco horas de sueño. Los muchachos africanos me explican en qué consisten las sanciones. Si alguien llega tarde, en el campo la emprenden a puñetazos con él. Si alguien no se presenta al trabajo, debe pagar una multa al capataz. Aunque esté enfermo. Son 20 euros, prácticamente el jornal de un día.

Unos 50 kilómetros más al norte la historia se repite. El mapa de carreteras señala Villaggio Amendola. Era un pueblo agrícola. Ahora es sólo una aldea fantasma habitada por inmigrantes rumanos y búlgaros reducidos a esclavitud. Como la antigua azucarera de Rignano, o el Ghetto, que por la noche, con música township, parece Soweto. En Villaggio Amendola hasta la iglesia abandonada está llena de colchones. Aquí el cien por cien de los vecinos no son italianos. Todos braceros y todos extranjeros. Salvo una: Giuseppina Lombardo, de 51 años. Viene de Calabria. Para los agricultores del lugar es una santa mujer. Ella y su amigo tunecino, que se hace llamar Assis, son capaces de organizar una cuadrilla de cosechadores de tomates en menos de media hora. Giuseppina y Assis viven de los esclavos. El único pozo de Villaggio Amendola es suyo. Es agua contaminada, pero la venden igual: a 50 céntimos el bidón de 20 litros. La única tienda del pueblo también es suya. Tienen botellas de agua mineral, si no quieres perder el jornal a causa de la disentería. También tienen carne y pollo «al doble de precio y de calidad dudosa», dicen los habitantes.

No es fácil infiltrarse como inmigrante en este Ghetto y vencer el miedo de sus prisioneros. Porque Assis, como todos los capataces, no perdona al que se va de la lengua. Él y su compañera son la única ley. Los que estaban aquí la Semana Santa de 2005 recuerdan bien lo sucedido entonces: una tarde, un chico rumano de 22 años, que apenas llevaba cuatro días allí, vuelve con las bolsas de la compra. Ha estado en Foggia y pasa por delante de la tienda de Assis con lo que ha comprado. Una botella de aceite y un poco de pasta. El testigo que habla con L’Espresso está convencido de que Assis lo consideró un gesto de rebeldía contra su control. Los rumanos cuentan que poco después vieron a dos hombres atacar al recién llegado. Uno de ellos, según los testigos, es pariente de Assis. Le dan un con un palo en la cabeza, un solo golpe. Luego arrastran el cuerpo sangrante y medio inconsciente a una furgoneta. Nadie ha vuelto a ver a ese chico.

Lo mismo ocurre el 20 de julio de este año. La víspera, Pavel, de 39 años, discute con Giuseppina Lombardo. Se le han caído 15 euros en la tienda y ella cree que los ha robado de la caja. Pavel, en Rumania, trabajaba de cocinero por 150 euros mensuales. Desde el 20 de marzo de 2004, cuando llegó a Puglia, soporta toda clase de atropellos. Lo hace para mandar lo que ahorra a su mujer y a su «hada», su hija estudiante de 15 años. Pavel trabaja rápido. El año pasado consiguió llenar hasta 15 cajones diarios, 4.500 kilos de tomates, trabajando de sol a sol. Para él, el destajo de 3 euros por cajón era una buena paga. Una vez descontado el transporte y el pellizco del capataz podía ganar de 25 a 30 euros diarios. Pero el 20 de julio Assis le impide repetir la marca. Alguien le ha contado que Pavel ha protestado por el asunto del dinero y la explotación de los braceros. El tunecino le golpea cuando está dormido, un día que no se trabaja a las dos de la tarde. Pavel se protege la cabeza con los brazos. La barra de hierro le rompe los huesos y abre profundas heridas en la carne.

Pavel está convencido de que ese día no murió gracias a la intervención de sus compañeros de habitación. Pero le dejaron que se desangrase en el colchón hasta la una de la madrugada. Los otros extranjeros temían demasiado a Assis y tampoco querían llamar a la policía por temor a ser repatriados. A las ocho de la noche, por fin, alguien, a escondidas, llamó al hospital. La ambulancia y una patrulla de carabinieri no llegaron a Villaggio Amendola hasta cinco horas después. Estos son los hechos, según la denuncia.

El 31 de julio dan el alta a Pavel en el hospital de Foggia, apenas cuatro días después de la operación. Le pronostican casi dos meses de convalecencia. Hierros y clavos en los huesos, los brazos escayolados. Los médicos y enfermeros le entregan a la policía, vulnerando el código deontológico. En la prefectura le tratan como a un irregular pese a que desde el primero de enero de 2007 todos los rumanos podrían ser ciudadanos de la Unión Europea. Con los brazos inmovilizados, Pavel es incapaz de sostener la pluma. El » la Directora del hospital Dra. Piera Romagnosi» firma la orden de expulsión escribiendo que él «rehúsa firmar». En la prefectura de Foggia no se portan mucho mejor: en la orden de expulsión se dice que Pavel «carece de pasaporte», una agravante, aunque en realidad Pavel sí que lo tiene. Al final, a falta de alternativas, un inspector le da diez euros y un auto de la policía le vuelve a llevar a Villaggio Amendola. Le bajan frente a la tienda de Giuseppina y Assis y el tunecino sale a su encuentro. Quiere dejar claro quién manda. Amenaza a Pavel y este se refugia en un caserío a un kilómetro del pueblo. Un compatriota le lleva a escondidas un poco de pan y agua. Al cabo de nueve días de dolores y padecimientos, un amigo rumano consigue ponerse en contacto con un abogado de Foggia, Nicola D’Altilia, antiguo policía en el norte. El abogado encuentra el caserío, ve a Pavel y le lleva inmediatamente al hospital. Las heridas están infectadas. El bracero rumano está grave. Desnutrido. Es ingresado por septicemia. El resto es la crónica de sus últimos días. El 21 de agosto vuelven a darle el alta. Va a la comisaría para completar la denuncia contra el capataz tunecino y su cómplice italiana que sólo había conseguido poner el 14 de agosto en el puesto policial de las urgencias. Le acompaña el abogado que le ha salvado. Pero después de un día en comisaría, la fiscalía ordena la detención de Pavel como inmigrante clandestino, pues ha incumplido la orden de expulsión que le obligaba a salir de Italia por el aeropuerto romano de Fiumicino. No se tiene en cuenta que no está en condiciones de viajar. Le obligan a dormir en un banco de madera en las celdas de seguridad. A pesar de las operaciones, los huesos rotos y las heridas recientes.

Al día siguiente se incoa el proceso, inmediatamente pospuesto a octubre. Además de perder el trabajo, en virtud de la ley Bossi-Fini le pueden caer de uno a cuatro años de cárcel. Más de lo que le podría caer a su capataz, que sigue en libertad.
-Ese hombre -cuenta Pavel aterrorizado- me apuntaba a la cabeza. Quería matarme.

No es Haití, es Italia

Más de un bracero ha aparecido muerto por estos andurriales. Slavomit R., polaco, tenía 44 años cuando le quemaron el 2 de julio de 2005 en un campo de Stornara. Un caso sin resolver. Como el de los dos cadáveres sin identificar que aparecieron en Foggia. Las desapariciones son otro capítulo del horror. Nadie sabe cuántos jornaleros rumanos, búlgaros o africanos han desaparecido. Los capataces, cuando les contratan o les muelen a palos, ni siquiera saben cómo se llaman. Los únicos casos conocidos se deben a las denuncias de la embajada de Polonia. Los diplomáticos de Varsovia tuvieron que insistir. Desde 2005 buscan a 13 compatriotas desaparecidos. Habían acudido a trabajar al triángulo de los esclavos y nunca regresaron. La lista de personas desaparecidas confeccionada en agosto por el consulado no hace honor a Italia. De las 12 «instancias dirigidas a la jefatura de policía de Foggia», la embajada da fe de que la jefatura no ha dado ninguna respuesta a nueve casos. Después de varios meses de espera inútil cursaron la instancia al Comando General de los carabineros. A través de los investigadores del ROS (grupo operativo especial de los carabineros) el fiscal antimafia de Bari por fin ha abierto una investigación.

En cambio nadie está investigando la muerte de un niño. Porque aparentemente no ha habido delito. El pequeño tenía que haber nacido a finales de septiembre. Liliana D., de 20 años, casi en el octavo mes de embarazo, la semana de mediados de agosto se mueve a duras penas con su barriga entre las tomateras. Le hacen trabajar en un campo cercano a San Severo. Ni su marido, ni el capataz ni el patrono italiano se preocupan de protegerla del sol y la fatiga. Cuando Liliana se siente mal ya es demasiado tarde. Sufre una hemorragia. Permanece dos días sin cuidados en las ruinas donde vive. Los esclavos de la provincia de Foggia no tienen médico de familia. El sábado 18 de agosto por la tarde su marido la lleva al hospital de San Severo. La muchacha corre peligro de muerte. La ingresan en reanimación y le sacan el niño con cesárea. Pero los médicos ya han notado que su corazón no late. Otra víctima colateral de esta carrera inhumana que premia al que ayuda a rebajar los costos de producción.

La industria alimentaria de Campania [Nápoles] paga los tomates de Puglia a 4 o 5 céntimos por kilo. En los puestos callejeros de Foggia ya se venden a 60 céntimos por kilo. En Milán a 1,20 euros los maduros para salsa y a 2,80 los pintones. En un supermercado el tomate triturado de Campania cuesta de 86 céntimos a 1,91 céntimos por kilo. Los pelados de 1,04 a 3 euros por kilo. Pero en el ghetto de Stornara ni siquiera esta noche de fin de mes hay dinero para comprar un trozo de carne.
-No te vayas, Donald -dice Amadu-. Giovanni está muy arrecho contigo porque te marchaste. Te está buscando, voy a decirle que estás aquí.

En el fondo de esta miseria, Amadu ya sabe de qué lado está. Entre tantos hombres obligados a arrodillarse, él ha elegido a los capataces. Ha llegado el momento de montar en la bici y huir en la oscuridad. Antes de que Giovanni decida llamar a sus esbirros para desatar otra caza del hombre.

* El 4 de agosto el dirigente de la Lega Nord y vicepresidente del Senado declaró: «Es la gota que colma el vaso. Hasta ahora hemos sido demasiado buenos. En 80 días hemos tenido que padecer más inmigrantes para todos, más impuestos para todos y más delincuentes en circulación para todos y ahora estamos ante un verdadero golpe. No otra cosa es proponer que se conceda la ciudadanía y el derecho al voto a los bingo-bongo para que así la izquierda recupere con los recién llegados los votos que los italianos no volverán a darles jamás. Es un golpe camuflado, un atentado contra la democracia (…) quieren malvender nuestra identidad, nuestra historia y a nuestro pueblo».
Bingo-bongo se llamaba el chico-mono, criado entre primates, de la película protagonizada por Adriano Celentano (n. del t.).


Texto original L’ Espresso

Traducción publicada en

Fabrizio Gatti es periodista del Corriere della Sera. Desde 1991 se ocupa de criminalidad italiana y extranjera. Viajó como enviado especial a Moldavia, Rumania, Albania, Egipto, Marruecos y Venezuela para recorrer los itinerarios de las víctimas de la prostitución, el trabajo clandestino y la inmigración irregular. En 1998 vivió una temporada en una zona marginal de las afueras de Milán. En 2000 ingresó con el nombre falso de Roman Ladu en el Centro de Detención de Extranjeros de via Corelli (Milán). En 2005 se infiltró en el Centro de Permanencia Temporal de Lampedusa.

Escucha esta interesante entrevista al periodista italiano Fabrizio Gatti http://www.meltingpot.org/IMG/mp3/040906_gatti.mp3 (En italiano)

Juan Vivanco es traductor de Rebelión y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de citar al autor, al traductor y la fuente.